La revista que el lector tiene en sus manos es portadora de una doble condición: ser parte de un linaje, evidente por su nombre e implícito por sus resonancias, que va desde su creación, imaginada por Paul Groussac hasta su recuperación en la segunda época por Jorge Luis Borges. Ese recorrido abarca su estación actual que pretende participar de la experiencia contemporánea sin dejar de abonar el filo polémico que siempre la animó. Su doble condición, ser histórica y actual, da cuenta de un tiempo de “larga duración”, como la historiografía moderna ha considerado aquello que, irreductible a las coyunturas, no dejaba de actuar en ellas traficando estilos, dilemas, proyectos y sensibilidades entre las distintas épocas en las que actúa. Pero a la vez, establece sus diferencias. No solo por el hecho de intervenir en los temas y discusiones del presente, sino porque las anteriores revistas tenían el sesgo fuerte y personal de sus directores. Aquí, en este caso, es la pluralidad la que define su impronta sin por ello desmerecer ni su propuesta ni su perspectiva. La Biblioteca, entonces, se propone abrevar en todas las tradiciones y con todos los lenguajes reales que componen el sustrato cultural del presente.
Heredera pudorosa de la invectiva groussaquiana y de las delicadas conjeturas borgeanas, La Biblioteca pretendió desde su primer número de los 15 que lleva esta tercera época, no hacer conce- siones a las lenguas oficiales ni a los memoriales escolarizados; rituales burocráticos de un fatigado ejercicio recordatorio de estados e instituciones. Memoria viva, problemática y ensayística. Bajo ese cruce singular, un conjunto de escritores, noveles y consagrados, académicos y autodidactas de las más variadas procedencias, han poblado sus páginas con la única exigencia de aportar sus puntos de vista con la máxima libertad creativa y con la impronta de una generosa y comprometida gratuidad. De ese modo, implicados con la construcción de una esfera pública y democrática, el vasto y heterogéneo colectivo de personas que acudió a esta cita (algunos escritores que han participado ya no viven, y son nombres que hoy recordamos especialmente con cariño, respeto y nostalgia) no lo hizo en carácter de “representante” de alguna tradición fija e inconmovible, pese a que todas ellas han sido –como lo dijimos– expresadas. Sino que, al participar de este encuentro, cada uno puso algo de sí, de índole del “exceso y la donación”, que ofrendó como reflexión, acertijo y enigma. No siempre se escribe sobre lo que se sabe, o para reafirmar lo que se conoce. Muchas veces se lo hace como una fibra interna del conocimiento, como un afán investigativo o una propensión a la reorganización de lo ya pensado. Cuando todas estas formas de la escritura participan de un proyecto, este sin duda se ve enriquecido, no por aquello de consensual que pueda tener este tiempo, sino por lo desafiante de ir más allá de nosotros mismos y ponernos en juego en la escritura.
Vivimos circunstancias en las que el exhibicionismo se afirma como mediatización de marcas y nombres. Lejos de esas evidencias, La Biblioteca ha buscado siempre ser parte de un desafío cada vez más imperioso: reencontrar las palabras y las cosas, aun en su necesaria e inevitable discrepancia, para que las lenguas no circulen como simples valores de cambio de un mercado global sino como parte de un pensamiento encarnado en las prácticas y los dramas de nuestra época.
Esta es una revista hecha por trabajadores de la Biblioteca Nacional. Y este hecho demuestra que puede haber una porosidad virtuosa entre el campo cultural y una institución que, lejos de ence- rrarse en sus clichés o sus inventarios celebratorios tipo “house organ”, está abierta a los problemas y sensibilidades del presente. A riesgo de arbitraria, La Biblioteca se sabe partícipe de una genea- logía: la tradición revisteril argentina que ha dado memorables expedientes. La Moda, Proa, Claridad, Sur, Contorno, Pasado y presente, La Rosa Blindada, Martín Fierro, Literal, Cristianismo y revolución, Nuevo Hombre, Poesía Buenos Aires, El Escarabajo de Oro, Tecné, Arturo, Madí y un largo conjunto de títulos forman, a menudo rivalizando entre sí, el temperamento crítico argentino. Muchas de esas revistas han sido publicadas en forma facsimilar por la editorial de la BN, lo que permitió poner en circulación estas iniciativas editoriales inhallables, y, en muchos casos, completar las colecciones ausentes en los anaqueles de la Biblioteca Nacional.
La construcción de una editora pública fue una marca de estos años. Al comienzo, muchos se preguntaron si era correcto que se invirtieran los fondos públicos en emprendimientos de estas carac- terísticas. Una discusión que se ha dado con intensidad. Luego de casi cuatrocientos títulos, pocos dudan de la conveniencia de esta labor. Hay también antecedentes de peso. La historia editorial del país, rica en sellos independientes, obras de traducción y edición popular abona estas perspectivas. Los nombres de Jorge Álvarez –una de las colecciones de Ediciones Biblioteca Nacional lleva su denominación– Alberto Díaz, Arnaldo Orfila Reynal, Boris Spivakow y José Aricó entre otros, nos resuenan como ecos lejanos y a la vez presentes. La posibilidad de editar títulos de buena calidad, al precio de costo, que combinen la tradición ilustrada con la difusión popular, sin establecer fronteras nítidas entre públicos lectores, obra como horizonte y fundamento de nuestro quehacer. Son libros financiados por el estado pero en modo alguno esto los hace rehenes de lenguajes estandarizados o estéticas predeterminadas. La selección de los textos que componen el catálogo, desde los literarios o sociológicos hasta las colecciones de libros infantiles, no está orientada ni por el afán de lucro ni por criterios exteriores al universo de la cultura libresca y sus innovaciones creativas. Pues esta editorial amalgama mundos y sensibilidades. La presencia del estado se combina con la sensibilidad de la crítica ensayística, la curiosidad historiográfica y científica, y fundamentalmente el empuje que viene del mundo de las editoriales independientes –cuando estas no habían sido aún consagradas como objeto de prestigio–, sin el cual esta experiencia de participación en las librerías y ferias, espacio natural de circulación del libro, y la capacidad de interactuar en estos mundos, difícilmente recombinables, podría haber existido. Libros raros y clásicos, ediciones facsimilares, cuentos infantiles, investiga- ciones, narrativa, ensayo y filosofía fueron poblando un catálogo abarcativo y de azarosa clasificación.
El trabajo realizado quisiera perseverar más allá de las incertezas del tiempo por venir. Decía Borges en el editorial del número 1 de La Biblioteca que dirigió en su segunda época:
…aspira a no ser indigna de quien la fundó, Paul Groussac, y de los tiempos arduos y valerosos en que ahora le toca vivir. Toda revista, como todo libro, es un diálogo; la suerte del que ahora iniciamos, también depende del lector, ese interlocutor silencioso.
Algo de esa intranquilidad nos recorre. Respecto a los legados, al presente, al mundo lector forjado por estos impulsos y a una experiencia histórica que debemos no dar por cancelada, pero a su vez, debemos recrear.
Este número de La Biblioteca ha sido consagrado a Ricardo Piglia. Porque en su figura se conjugan el escritor, el crítico y el intelectual humanista receptivo a los ecos de la historia. En él, como en otros tantos nombres de su generación, se resume un ciclo histórico al que convocamos para relanzar una nueva intuición cultural. Rescoldos de un tiempo hecho de lectores y escritores, sujetos enigmáticos e imaginarios de nuestro trabajo obstinado y de una búsqueda incesante.
Los editores
(*) Texto colectivo leído por Sebastián Scolnik como presentación de la revista La Biblioteca, el viernes 4 de diciembre en la Biblioteca Nacional, CABA.