Palabras leídas en la presentación de La palabra encarnada. Ensayo, política y nación de Horacio González* // Mariana Gainza

Aceptar el recorrido que nos proponen Pia y Guille a través de esa selva que es la escritura- pensamiento de Horacio, significa acompañarlos por siete caminos, siete surcos que ellos construyen para atravesar su obra. Juegan a dibujarnos un mapa para transitar por una escritura que conocen como pocos. Y disfrutan con la arbitrariedad del acto clasificatorio que dispone 36 textos, escritos a lo largo de 34 años –entre 1985 y 2019– en siete itinerarios diferentes. Llevada por el número siete, pienso en los siete tomos de En busca del tiempo perdido (que Horacio siempre recomendaba leer a sus alumnos de sociología), que se inician por el camino de Swann y luego siguen por el camino de Guermantes, como senderos por los que se accede a un mundo que se refleja y se refracta en los territorios del alma proustiana. Esta Antología, de manera análoga, nos propone internarnos en el pensamiento de González por siete caminos distintos: por el camino del método, por el del baqueano, por el del viejo topo, por los reflejos de una vida, por el camino de la expresión americana, por el de la risa y, finalmente, por un camino de conceptos para la política.

 

Como viajera o paseante, entonces, que entra en este mundo-libro con el mapa de Pia y Guille, decido sacar una imposible fotografía en cada uno de los recorridos, que pueda evocar algo de lo que por allí se encuentra. Quizás, con una serie de imágenes y sus negativos –como los que se producían con los dispositivo pre-digitales– pueda hacer algo con un libro tan tremendo.

 

Empiezo por el camino del método, y la imagen que tomo es la de la libertad en el lenguaje y la sensibilidad frente a las inflexiones de una voz. El negativo a partir del cual y contra el cual esa libertad y esa sensibilidad se revelan (con v corta y con b larga) es la comunicabilidad, la ley que regula la realidad sin relieves, donde domina la palabra automática y los lugares comunes, los tonos monocordes y las sonoridades metálicas.

 

La libertad no es un estado, sino una disposición activa a escurrirse de los sentidos y sonidos que circulan, pertrechos necesarios para subirse al tren de una escritura “adaptativa y repitiente”. La escritura que responde al imperativo de la transparencia comunicativa es la que domina una actualidad de las ciencias sociales con la que Horacio siempre discutió. Un lenguaje al servicio de una comunicación sin comprensión –dice– frente a la cual reivindica una inteligibilidad sin comunicación. Una inteligibilidad paradójica que puede darse en el ensayo, en la medida en que quiebra el andamiaje neutro y liso de las significaciones convencionales. Es decir, allí donde se demoran unas ideas que se transforman mientras buscan modos de expresarse que no las preexisten. Y donde la escritura es inseparable de los obstáculos que la interfieren. Esos obstáculos le pertenecen al escribir, que es un cuerpo a cuerpo entre el pensamiento y el lenguaje. Un cuerpo a cuerpo, que a veces es una lucha, a veces un juego de escondidas, a veces una danza, y a veces una fusión.

 

Un libro como este, presidido por el título La palabra encarnada, tiene como hilo fundamental una experiencia largamente elaborada, que es la experiencia de esta dificultad en el lenguaje. El hecho de que la experiencia de esa dificultad no haya dejado de ser el sustrato de una escritura y una oralidad proliferante, movediza, dúctil, se debe a una sensibilidad particular. Que tiene mucho de sensibilidad musical, y que nos hace pensar en la presencia de Liliana y de su música a lo largo de las décadas en que fueron escritos estos textos. Para escribir a la manera de Horacio, había que escuchar a la manera de Horacio la variedad de matices, tonalidades y colores de las voces que pueblan nuestros mundos sociales e históricos.

 

¿Qué hacer ante el hablar de los golpeados, de los excluidos?, se pregunta en “Para una sociología de la voz” (publicado en los Cuadernos de la Comuna, de Puerto General San Martín). “Esa voz que está en todas partes, pero no está en ninguna” escapa de la atmósfera diaria de la política y los medios de comunicación. Es inaccesible para quienes no la comprenden, e igualmente inaccesible para quienes pretenden comprenderla demasiado. A distancia del desprecio ilustrado y del populismo aguerrido –dice Horacio– se da la incómoda situación de quien entiende que la única opción reside en escuchar. “El último lamento verbal de un excluido siempre luchará entre su autenticidad presente y su condición de gemido ancestral, millones de veces proferido” –dice con tono sartreano. Para escuchar esa voz como mundo social, como sonido y sentido, habrá que salirse entonces de las usuales correlaciones sociológicas entre verbalización y ser social.

 

Palabra encarnada. Ética y política. Metido entre la gente, en las calles, las asambleas, las aulas, los bares. En la biblioteca. Militando con los barrenderos de Flores en su juventud setentista, y con los ladrilleros en los años macristas. Siempre en la biblioteca. Incluso cuando dejó de ser el director de esta institución, a la que hizo levitar y elevarse, como una nave, hacia una utopía emancipatoria real, actual y realizable. Conmueve leer el discurso de Horacio, al asumir como subdirector de la biblioteca en 2004. “Este es un momento feliz, un momento de algarabía”, decía. Esa felicidad y esa algarabía del momento fundacional se mantuvo a lo largo de sus diez años al frente de la institución. Incluso y sobre todo en los tiempos más graves, tensos y dilemáticos. Amor intelectual. Me hace recordar la famosa frase de Borges: “Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina”. La felicidad de Horacio al transformar la idea misma de institución y sus posibilidades (primero en Marcelo T., y luego en la Biblioteca) abrió muchos mundos nuevos, que conectan de otro modo con la palabra argentina.

 

Sigo andando. Y por el camino del baqueano, la fotografía que tomo se llama redención. Y la contra-imagen negativa a través de la cual se revela, es la reproducción de los hitos culturales consagrados y la aceptación de un destino de olvido para los pasados ya transcurridos.

El baqueano es, justamente, el que conoce bien las sendas y los atajos. Horacio –dicen Pia y Guille– fue un rastreador del archivo nacional, con un andar de cercanía, “atento al detalle, con los ojos tocando la rugosidad del territorio”, advirtiendo cada irregularidad, cada sinuosidad, cada contra-tiempo. De ese andar pegado al terreno surgen sus bibliografías, sus textos imprescindibles, los que lo marcaron, los que presentó a sus alumnos en las aulas universitarias, el material de sus libros.

 

Horacio, baqueano de los textos argentinos, se detiene allí donde hay algo que se mueve o se inquieta; allí donde algo se agrieta, cruje o se rompe; allí donde algo se aletarga o se duerme, pero puede despertar; allí donde se ve la huella de algo suprimido, que vale la pena reconstruir o evocar. Se detiene donde hay sorpresa, donde hay promesa. Donde hay absurdo, donde hay provocación, donde hay imaginación y pensamiento. Donde hay inconformismo y disidencia. Donde hay destellos de poesía y de belleza. Donde hay algo para rescatar del olvido. Argentina es entonces redimida por la lectura memoriosa, a partir de trazos, pedazos, fragmentos narrativos que recuperan momentos que fueron realmente vividos y sueños que fueron realmente soñados.

También puede ser redimida una época, eludiendo la facilidad de la mistificación o de la admonición, las lecciones y las moralejas. Tratando de comprender la tragedia de las vidas políticas y los infortunios de las biografías intelectuales. Acá me desvío por el sendero de los reflejos de una vida para simplemente recuperar la instantánea precisa que Pia y Guille nos entregan. Los leo: “González escribe como sobreviviente y un sobreviviente es quien se pregunta, casi sin aire, por qué no le tocó el peor de los destinos. Y en esa bifurcación afortunada, carga una deuda con quienes fueron asesinados. Ser sobreviviente, para muchas personas, es asumir esa deuda denunciando o dando testimonio. Hablar por quienes no pueden hablar, alojarlos en la memoria común. Horacio narra aquello que quiso borrar el terror, y lo hace con el empeño de traducir, para el presente, el sentido de las vidas conmovidas por la revolución”.

Gritar en silencio, llorar para adentro: existir al borde del abismo. Esa tensión vital es la que sostiene la palabra que busca en la historia y en la actualidad, abriendo ventanas por donde se vislumbren porvenires más justos. Creo, nuevamente, que lo que permite traer esos pasados para un presente que no quiere repetirlos ni repudiarlos, es un tipo de sensibilidad, correlativa de la que antes llamé musical, y que ahora llamaría fenomenológica. Es la observación y la atención a los infinitos matices de los paisajes y las personas de este presente la que le da potencia expresiva a la palabra comprometida con la justicia histórica. Lo que Horacio dice, con admiración, de un filósofo que leyó muy bien –¡Husserl hace hablar a todo lo hablante o significante con la voz que tiene y con la que no sabe quepodría tener!– es lo que él mismo hacía; y la base de su capacidad de narrar y traducir el sentido de aquellas vidas truncas con las que compartió su juventud. Los sesentas y los setentas fueron su época y, sin embargo, esa época no lo devoró. Horacio no quedó orbitando alrededor de tiempos idos. Fue tan intensamente de aquella época como de la nuestra.

 

¿Qué es una época?, se pregunta en el hermoso artículo “Fotocopias anilladas”. Lo leo:

No es un colectivo construido por la imaginación común, no es la dilatación material de una subjetividad o mentalidad colectiva. Es la búsqueda de un punto único, original y resistente de la historia en el que las acciones humanas buscan conocer la diferencia entre lo que se construye como su tono dominante y lo que lo cuestiona. Definir una época es descubrir una libertad para elegir palabras que mantengan al rebelde liberado de las maldiciones que se le dirigen (adquiriendo razón autónoma lo que para el mundo oficial es caos o discordia). Dicho de otra manera: una época es la libertad intelectual para invertir el signo de sus vocablos centrales –y no la atmósfera cultural común que impregna todos esos vocablos. Por eso, una época puede ser considerada como metamorfosis: suspenso de lo que se va tornando su contrario, la absoluta no simultaneidad de los ejercicios de sentido sobre una misma palabra, cuya trazo se tuerce, dando origen a la noción o a la ilusión del tiempo histórico: una época es entonces el tiempo imaginario que abarca lo que se suspende, se extiende y demora en agotarse. El debate sobre los sentidos, usos y significados diferentes que se van adhiriendo a un léxico corriente y repetidor.

 

Y ahora sigo andando, aunque me doy cuenta de que este juego se hace largo, y que probablemente tenga que interrumpirlo antes de terminar. Por el surco trazado por el viejo topo, la imagen que privilegio es la de la herencia que se elige, diferenciada de las tradiciones obligatorias que fundan dogmas y cancelan posteridades imprevistas.

 

La frase de Horacio que recuperan Pia y Guille en el prólogo es maravillosa: “Nosotros no deberíamos necesitar del ungido permiso de Derrida para declararnos una parte menuda pero real del corazón marxista de este tiempo sin marxistas. De una manera que nunca podrá explicarse bien, siempre fuimos marxistas latinoamericanos libertarios, y no es porque Derrida abra la compuerta del castillo de Elsinor y pronuncie nuevamente los juramentos ante los fantasmas dinásticos, que iríamos a clausurar nuestros propios ejercicios hereditarios, que incluyen a Baudalaire vía John William Cooke, a Gramsci vía Aricó y Mariátegui, y a Sartre y Merleau-Ponty vía Oscar Masotta”.

 

Horacio menciona en distintas ocasiones que su entrada al peronismo se da con un texto de Lenin bajo el brazo: A qué herencia renunciamos. Ese Lenin que renunciaba a la herencia populista (que era la tradición de su querido hermano mayor, ejecutado por el zar) “parecía estar hablándonos a nosotros en los años 70 –dice en las conversaciones con José Pablo Feinmann–, a nosotros que no queríamos renunciar a ninguna herencia, sino tomar lo mejor de cada una”. Esta disposición abierta a la lectura de todo aquello que nos hable sobre los problemas que enfrentamos o sobre lo que nos interesa es propia del ensayismo argentino. Otra vez Borges, diciendo con una autosuficiencia que a Horacio no terminaba de convencerle: “podemos manejar todos los temas europeos, sin supersticiones, con una irreverencia que tiene consecuencias afortunadas”. Horacio lo dice con otros matices, pensando en la cultura francesa de alguien como Massota. “Cargamos la lectura francesa con una cuerda interna que podríamos llamar arltiana, pero con ella cargamos el intento de crear la escritura y el pensar que se recline sobre la propia voz de nuestro mundo cultural. Porque no se puede abandonar el tono que les de a nuestros ensayos filosóficos lo que deben tener de singularidad y eficacia”.

Conexiones exóticas: Marx, a través de Massota, queda asociado con una idea que podría ser de “derecha”, si no proviniera de Roberto Arlt: la idea de destino. “El hombre hace la historia en condiciones que no conoce, y llama o es posible que llame destino, a ese desconocimiento, una fusión de determinismo y libertad”. Estas variaciones sobre Marx son un asunto reiterado en Horacio. En La crisálida defiende “el derecho a tener una tesis”, una gran tesis, que sostiene: “En el transcurso de sus ejercicios de imaginación, de carácter mítico y filosófico, los hombres contraen ciertas experiencias fundamentales y extraordinarias, no necesariamente conscientes para ellos, que acaban formando parte de senderos del pensar, recurrentes y genéricos. (…). Esas sendas, que son como plusvalías del vivir reflexivo, pueden designarse con los nombres de metamorfosis y dialéctica”.

 

Senderos, caminos… Rutas argentinas que también se entrecruzan con surcos universales. Podemos decir que las variaciones marxianas de Horacio, que juegan con inversiones quiasmáticas de la letra y el sentido, mantuvieron siempre como inquietud de fondo los interrogantes abiertos por la biografía política e intelectual de John William Cooke. Girar los conceptos, hasta probar el costado que mejor se toca con un territorio. El método de la inversión, según Horacio, es un poderoso aparejo conceptual para darle operatividad mundana a los horizontes filosóficos, y no para vaciarlos de sentido. De modo que ese Marx –del cual Shakespeare es una categoría interna, como nombre de la tragedia irreductible y como modificador teórico de la noción de tiempo histórico capitalista–, tiene operatividad mundana para Horacio, en cuanto trata de pensar el drama de la izquierda peronista. Prácticas sin nombres adecuados, nombres sin prácticas acordes a sus promesas. El problema de los nombres fuera de lugar, que pedía un intercambio de humores, o sea, una demanda imposible de ser articulada.

Ese drama de la historia y de la lengua es la fuente de la que provienen las sutiles geometrías que siempre aparecen en los textos de Horacio, y que sobrepasan sus umbrales de elocuencia cada vez que se condensan en la forma lograda de un quiasmo. La prosa de Horacio ríe feliz cuando logra anudar de ese modo un núcleo comprensivo. Ríe, aunque esté hablando de lo más difícil y lo más serio. Hace algo con la discordancia entre los signos y la experiencia, que vuelve inteligibles las cosas, aunque permanezcan elusivas a la comunicación. Esa inteligibilidad del mundo que le ofrecía cotidianamente a este país, instándolo a no claudicar en la búsqueda de conceptos para una política emancipatoria, la extrañamos profundamente.

Ahora sí voy terminando, recordando lo que Horacio decía en una entrevista hermosa grabada en esta Biblioteca, en el año 2012. “Nadie puede decir que sabe hablar. Aprender a hablar es tarea de toda una vida. Y siempre estamos aprendiendo de nuevo a hablar”. Con esa sencillez, Horacio –que para nosotros era el que mejor y más profundamente hablaba– amparaba todas nuestras dificultades, incertezas e irresoluciones. Siempre estamos aprendiendo de nuevo a hablar y a escuchar, a leer y a escribir. Y una vez más, es la escritura generosa de Horacio la que nos lleva más allá de ese punto de inflexión que fue su muerte, para sobrevivirlo. Una vez más, eternas gracias a él. Y a nuestros queridos amigos.

*Palabras leídas en la Biblioteca Nacional el 23 de septiembre de 2021 en la presentación de La palabra encarnada. Ensayo, política y nación. Textos reunidos de Horacio González (1985-2019), CLACSO, 2021. Compilación y estudio preliminar de María Pia López y Guillermo Korn

 

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