Giorgio Agamben escribió una vez que: “(…) Dios es el concepto en el que los hombres piensan sus problemas decisivos (…)”[1]. Que en los conceptos teológicos se jueguen los problemas “decisivos” implica detenerse sobre ellos y reconducir nuestras preguntas a la luz de su horizonte. Porque, si bien es cierto que la teología hoy es vista como “pequeña y fea”[2], ésta parece ofrecernos su eco para inteligir nuestro presente. No por “pequeña y fea” deja de decir la verdad. No por “pequeña y fea” nada tendría que decirnos. Quizás, la pequeñez y fealdad de su cariz, funcione como el anverso de la grandeza y belleza de la que goza uno de sus hijos. Digamos el “Hijo” como despliegue espectral de un Padre “ya muerto”[3]. Digamos el “Hijo” como aquél reino propiamente económico que entierra su “cruz” en ese resto que ha sobrevivido a la “des-mater-ialización” de los cuerpos, la “cosa”[4]. Algunas veces condenada a la incómoda figura de la “nada”, otras a aquella de la “potencia”, la “cosa” –dirá Rozitchner en su singular lectura de Las Confesiones de San Agustín- no podrá ser más que una mujer que ha sido sustituida por el discurso del Padre que, una vez muerto, resucita en la forma del Espíritu Santo. Los cuerpos se desmaterializan y la cruz (Padre) se superpone a la cosa (madre). Sólo cuando la cruz ejerce su violencia contra la cosa, el orden imperial podrá ser eficaz en defender sus prerrogativas a través de la extensión incondicionada del capital.
[1] Giorgio Agamben, Nuditá. Ed. Nottetempo, 2009.
[2] Walter Benjamin, Tesis sobre el concepto de Historia. Ed. Arcis-Lom, S.A.
[3] Alexander Kojeve, Carteggio sul Carl Schmitt. A cura de Carlo Altini, Rivista di Filosofía Politica, Ed. Mulino, 2003.