(Traducida por Gerardo Muñoz y Pablo Domínguez Galbraith).
Una reflexión sobre el destino de la democracia hoy en Atenas parece algo inquietante, porque nos obliga a pensar el fin de la democracia en el mismo lugar donde nació. De hecho, la hipótesis que me gustaría proponer es que el paradigma gubernamental que prevalece hoy en Europa no solamente no es democrático, sino que tampoco puede considerarse político. Intentaré por lo tanto mostrar que la sociedad europea hoy ha dejado de ser una sociedad política: es algo completamente nuevo, para lo que carecemos de una terminología apropiada y que por lo tanto nos obliga a inventar una nueva estrategia.
Quisiera comenzar con el concepto que parece, a partir de septiembre de 2001, haber remplazado toda noción política: la seguridad. Como sabemos, la formula «por razones de seguridad» opera hoy en múltiples campos, desde la vida cotidiana hasta los conflictos internacionales, como contraseña para imponer medidas que la población no tendría por qué aceptar. Yo quisiera mostrar que el verdadero propósito de las medidas de seguridad no es, como se asume actualmente, prevenir riesgos, peligros, o incluso catástrofes. Por lo tanto, creo conveniente llevar a cabo una pequeña genealogía del concepto de «seguridad».
Una forma de trazar tal genealogía sería inscribir su origen y su historia en el paradigma del Estado de excepción. Desde esta perspectiva, podemos rastrearlo en el principio romano Salus publica suprema lex, el bien del pueblo es la seguridad suprema, y conectarlo con el principio canónico la necesidad no reconoce ninguna ley en la dictadura romana, con los comités de salut publique durante la Revolución Francesa, y finalmente en el artículo 48 de la República de Weimar, que fue el fundamento jurídico del régimen nazi. Dicha genealogía es ciertamente posible, pero no creo que explique el funcionamiento del aparato y las medidas de seguridad hoy conocidas. Mientras que el Estado de excepción inicialmente se concibió como una medida provisional, cuyo propósito era superar el peligro inmediato con el fin de restablecer la normalidad, las medidas de seguridad constituyen hoy una tecnología permanente de gobierno. Cuando en el 2003 yo publiqué un libro en el cual intenté mostrar justamente cómo el Estado de excepción se normalizaba en el sistema democrático en Occidente, no imaginaba que mi diagnóstico fuese tan certero. El único precedente era el nazismo. Cuando Hitler tomó el poder en febrero de 1933, proclamó inmediatamente un decreto suspendiendo los artículos de la constitución de Weimar sobre las libertades personales. El decreto no fue revocado, por lo que pudiéramos considerar el Tercer Reich como un Estado de excepción que duró doce años.
Lo que sucede hoy es completamente distinto. Un estado de excepción no es declarado formalmente, sino que aparecen vagas nociones no-jurídicas –como la de «medidas de seguridad»– instrumentalizadas para instaurar una estabilidad de emergencia ficticia sin una amenaza concreta. Un ejemplo de tal noción no-jurídica, instrumentalizada en tanto emergencia, la podemos encontrar en el concepto de «crisis». Además del sentido jurídico de la sentencia en el juicio, dos tradiciones semánticas convergen en la historia del término que, como ustedes saben, proviene del verbo griego crino: una médica y otra teológica. En la tradición médica, crisis significa el momento en donde el doctor debe de juzgar y decidir si el paciente muere o sobrevive. Se le llama crisimoi al día o a los días en que se toma esta decisión. En la teología, crisis es el último juicio pronunciado por Cristo al final de los tiempos. Como pueden ver, lo que es esencial en ambas tradiciones es la conexión con un cierto momento en el tiempo. En el uso contemporáneo de este término, esta conexión es precisamente lo que queda abolido. La crisis, el juicio, es separado de su índice temporal, coincidiendo con el curso cronológico del tiempo, de tal forma que, no solamente en la economía y la política, sino que en todo aspecto de la vida social, la crisis coincide con la normalidad, transformándose de esta manera en un mero instrumento de gobierno. Por lo tanto, la capacidad de decisión definitiva desaparece, mientras que el proceso de toma de decisión no decide nada. Para ponerlo en términos paradójicos, podríamos decir que, teniendo que enfrentar un Estado de excepción permanente, el gobierno tiende a tomar la forma de un golpe de Estado (coup d’état) perpetuo. Por cierto, esta paradoja es una caracterización precisa de lo que sucede tanto en Grecia como en Italia, donde gobernar significa llevar a cabo una continua serie de pequeños golpes de Estado. El actual gobierno italiano es ilegítimo.
Es por esta razón que pienso que, para poder entender la gubernamentalidad en la cual vivimos, el paradigma del Estado de excepción no es del todo adecuado. Siguiendo a Michel Foucault, indagaré en el origen del concepto de seguridad al comienzo de la economía moderna, a partir de François Quesnay y los Fisiócratas, cuya influencia en la gubernamentalidad moderna no debe desestimarse. Comenzando con el Tratado de Westfalia, los grandes Estados absolutistas europeos comenzaron a introducir en el discurso político la idea de que el soberano tiene que encargarse de la seguridad de sus súbditos. Sin embargo, Quesnay es el primero en establecer la seguridad (sureté) como noción central en la teoría de gobierno de una manera particular.
Uno de los problemas que los gobiernos tuvieron que enfrentar en su momento fue el problema de las hambrunas. Antes de Quesnay, la metodología tradicional intentaba prevenir las hambrunas mediante la creación de graneros y limitando la exportación de cereales. Ambas medidas tuvieron efectos devastadores para la producción. La idea de Quesnay era la de revertir el proceso: en lugar de intentar prevenir las hambrunas, propuso dejar que ocurrieran para así regularlas una vez ocurridas, y de esta manera permitir el intercambio interno y externo. «Gobernar» retiene aquí su sentido etimológico de cibernético: un buen kybernes, como un buen piloto no evade tempestades, pero si la tempestad ocurre, debe poder gobernar su embarcación, utilizando la fuerza de las olas y el viento para navegar. Este es el sentido del famoso lema «laisser faire, laissez passer»: no sólo es la clave del liberalismo económico, sino que también es el paradigma de gobierno que concibe la seguridad (sureté, según Quesnay) no como medida preventiva, sino más bien como la habilidad de gobernar y conducirse por un buen camino.
No debemos ignorar las implicaciones filosóficas de esta inversión. Constituye una transformación epocal de la idea misma de gobierno, que invierte la relación jerárquica entre causa y efecto. Ya que gobernar las causas es difícil y costoso, es más seguro y práctico intentar gobernar los efectos. Me gustaría sugerir que este teorema de Quesnay es el axioma de la gubernamentalidad moderna. El ancien régime intentó gobernar las causas, la modernidad pretende controlar los efectos. Y este axioma se aplica en todos los campos: desde la economía hasta la ecología, desde la política exterior y militar hasta las medidas internas de seguridad. Debemos asumir que los gobiernos europeos de hoy han cedido en el intento de gobernar las causas. Ahora sólo buscan gobernar los efectos. El teorema de Quesnay hace comprensible algo que de otra forma sería inexplicable: me refiero a la convergencia paradójica en el presente de un paradigma liberal absoluto en la economía, con un paradigma igualmente absoluto y sin precedentes de control estatal y policial. Si los gobiernos atienden los efectos y no las causas, se verán obligados a extender y multiplicar los controles. Las causas demandan ser conocidas, mientras que los efectos sólo pueden ser revisados y controlados.
Una importante esfera en donde este axioma opera es el de los aparatos de seguridad biométricos, que cada vez con mayor fuerza invaden todos los aspectos de la vida social. Cuando las tecnologías biométricas aparecieron por vez primera en el siglo XVIII en Francia con Alphonse Bertillon, y en Inglaterra con Francis Galton, el inventor de las huellas digitales, obviamente no buscaban prevenir el crimen, sino reconocer a los delincuentes reincidentes. Sólo cuando el crimen ocurre por segunda ocasión, la información biométrica identifica al ofensor.
Las tecnologías biométricas que fueron inventadas para criminales reincidentes, permanecieron por mucho tiempo como su privilegio exclusivo. En 1943, el Congreso de Estados Unidos rechazó el Citizen Identificacion Act, que pretendía introducir para cada ciudadano una credencial de identidad (Identity Card) con huellas digitales. Sin embargo, por una cierta fatalidad o ley no escrita de la modernidad, las tecnologías que habían sido inventadas para animales, criminales, extranjeros, o judíos, finalmente se harían extensivas a todos los seres humanos. De ahí que en el curso del siglo XX, las tecnologías biométricas hayan sido aplicadas a todos los ciudadanos, y la fotografía métrica de Bertillon y las huellas digitales de Galton sean usadas en todos los países como recurso de identificación.
Pero el paso extremo tan sólo se ha tomado en nuestros días y aún se encuentra en proceso de completarse. Con el desarrollo de nuevas tecnologías digitales, con escáneres ópticos que pueden fácilmente registrar no sólo las huellas digitales, sino también la retina o el iris, los aparatos biométricos parecen desplazarse más allá de las estaciones de policía y oficinas de migración hacia la vida cotidiana. En muchos países, el acceso a comedores estudiantiles o incluso a las escuelas es controlado por un aparato biométrico donde el estudiante debe posar su mano. Las industrias europeas en este sector, que crece rápidamente, recomiendan a los ciudadanos que se acostumbren a este tipo de controles desde temprana edad. Este fenómeno es realmente preocupante, puesto que las comisiones europeas para el desarrollo de la seguridad (como la ESPR, European Security Research Program), tienen como miembros permanentes a grandes corporaciones como Thales, Finmeccanica, EADS et BAE System, que se han volcado al negocio de la seguridad.
Es fácil imaginar los peligros que representaría un poder que tuviera a su disposición un acceso ilimitado a la información genética y biométrica de todos sus ciudadanos. Con un poder así, el exterminio de los judíos que se llevó a cabo dentro de un sistema menos eficiente en cuanto al registro poblacional, podría ser total e increíblemente expedito. Pero no me detendré en este aspecto importante del problema de la seguridad. Las reflexiones que me gustaría compartir con ustedes tienen que ver, en cambio, con la transformación de la identidad y las relaciones políticas que están inscritas en las tecnologías de seguridad. Esta transformación es tan extrema, que nos podemos preguntar legítimamente no sólo si la sociedad en que vivimos sigue siendo democrática, pero también si esta sociedad puede seguir considerándose política.
Christian Meier ha demostrado cómo en el siglo V a.C., una transformación conceptual de lo político tuvo lugar en Atenas, basada en lo que él llama la politización (politisierung) de la ciudadanía*. Hasta ese momento, la pertenencia a la polis se definía por una serie de condiciones de estatus social de distinta índole –por ejemplo, pertenecer a la nobleza o ciertas prácticas rituales, ser campesino o mercader, ser miembro de cierta familia, etc.– a partir de ahí la ciudadanía devino en el principio fundamental de la identidad social.
“El resultado fue una concepción nominal griega de la ciudadanía, en la que el hecho de que los hombres se comportasen como ciudadanos, alcanzó una forma institucional. La pertenencia a comunidades religiosas o económicas fue desplazada a un segundo plano. Los ciudadanos de una democracia se consideraban a sí mismos como miembros de una polis, siempre y cuando se dedicaran a la vida política. Polis y politeia, ciudad y ciudadanía se constituían y se definían mutualmente. La ciudadanía devino así en una forma de vida, mediante la cual la polis se constituye en una esfera claramente separada del oikos, la casa. La política se transformó, entonces, en un espacio público libre, que como tal se oponía al espacio privado, entendido como el reino de la necesidad”. Según Meier, el proceso griego de politización fue transferido a la política occidental, donde la ciudadanía permaneció como un elemento decisivo.
La hipótesis que me gustaría proponerles es que este factor político fundamental ha entrado en un proceso irrevocable que tan sólo podemos definir en tanto proceso de ascendente despolitización. Lo que en un principio fue una actividad de la vida, una condición esencial e irreduciblemente activa, se ha convertido en nuestros tiempos en un estado puramente jurídico pasivo, en el cual la acción e inacción, lo privado y lo público se vuelven imprecisos. Este proceso de despolitización ciudadana es tan evidente que no hace falta detenerse en ello.
Intentaré mostrar, en cambio, cómo el paradigma y los aparatos de seguridad han jugado un papel decisivo en este proceso. El incremento del uso de estas tecnologías que fueron concebidas para criminales tiene consecuencias inevitables en la identidad política del ciudadano. Por primera vez en la historia de la humanidad, la identidad deja de ser una función de la personalidad social basada en el reconocimiento de los otros, y deviene en función que se desprende de los datos biológicos, como los arabescos que dibujan las huellas digitales o la doble hélice del ADN. La cosa más neutral y privada se transforma en el factor decisivo de la identidad social, y la identidad social pierde de esta manera su carácter público.
Si mi identidad está determinada ahora por características biológicas, que en forma alguna dependen de mi voluntad y sobre las cuales no tengo ningún control, entonces la construcción de una identidad política y ética se vuelve problemática. ¿Qué relación puedo establecer con mis huellas digitales o con mi código genético? La nueva identidad es una identidad sin persona, en la que el espacio político y ético pierde su sentido y exige repensarse nuevamente. Mientras que el ciudadano griego era definido mediante la oposición entre lo privado y lo público, el oikos, como el lugar de la vida productiva, y la polis, como espacio de la acción política, el ciudadano moderno parece entrar en una zona de indeterminación entre lo privado y lo público, o para ponerlo en términos de Hobbes, entre un cuerpo físico y otro político.
La materialización en el espacio de esta zona de indeterminación son las cámaras de vigilancia que pueblan las calles y plazas de nuestras ciudades. Aquí tenemos un aparato concebido para las prisiones que se extiende al espacio público. Pero es evidente que un espacio público video grabado deja de funcionar como ágora, convirtiéndose en un híbrido entre público y privado, una zona de indeterminación entre prisión y foro. Esta transformación del espacio político es ciertamente un fenómeno complejo con causas diversas, pero sin duda el nacimiento del biopoder ocupa un lugar central. La primacía de la entidad biológica sobre la identidad política está claramente entretejida con la politización de la vida desnuda en los estados modernos. Pero no hay que descartar que la equiparación de la identidad social con la identidad corporal comenzó con el intento de identificar criminales reincidentes. No debería de asombrarnos si hoy la relación normativa entre Estado y ciudadanía se define por la sospecha, el registro y control policiaco. El principio no dicho que regula nuestra sociedad puede formularse de la siguiente forma: cada ciudadano es un terrorista en potencia. Pero, ¿en qué acaba un Estado que se rige bajo este principio? ¿Sigue siendo un Estado democrático? ¿Sigue siendo político? En qué clase de Estado vivimos hoy?
Como ustedes quizás ya saben, Michel Foucault en su libro Surveiller et punir, así como en sus cursos en el Collège de France, trazó una clasificación tipológica de los Estados modernos. Él demostró que el Estado del ancien régime –al que llamó el Estado soberano o territorial, y cuyo lema fue faire mourir et laisser vivre– evoluciona progresivamente hacia un Estado poblacional y un Estado disciplinario, cuyo lema es ahora faire vivre et laisser mourir, haciéndose cargo de la vida de los ciudadanos para producir cuerpos sanos, manejables y dóciles.
Vivimos actualmente en un Estado que ha dejado de ser disciplinario. Gilles Deleuze lo llamó el «Estado de control» (État de controle), ya que lo busca no es gobernar ni disciplinar, sino más bien administrar y controlar. La definición de Deleuze es correcta porque administración y control no necesariamente coinciden con gobierno y disciplina. Ningún ejemplo es más claro que el de aquel oficial de la policía italiana quien, luego de los disturbios en Génova en julio del 2001, declaró que el gobierno no quiere que la policía mantenga el orden, sino que administre el desorden.
Los politólogos norteamericanos que han intentado analizar las transformaciones constitucionales del Patriot Act en las leyes promulgadas tras septiembre de 2001, prefieren hablar de un Security State (Estado de Seguridad). ¿Pero qué significa seguridad en este contexto? Fue durante la Revolución Francesa que la noción de seguridad (sureté, como se llamaba entonces) se asoció a la definición de policía. Las leyes del 16 de Marzo de 1791 y del 11 de Agosto de 1792 introducen en la legislación francesa la noción de police de sureté(policía de seguridad), que inevitablemente tendrá una larga historia en la modernidad. Si uno lee los debates que precedieron a la aprobación de estas leyes, uno constata que la policía y la seguridad se definen mutuamente, aunque ninguno de sus ideólogos (Brissot, Heraut de Sechelle, Gensonne) pudo definir esas categorías por sí solas.
Los debates se enfocaron en la situación de la policía con respecto a la justicia y al poder judicial. Gensonne sostiene que éstos son «dos poderes distintos y separados», y sin embargo, mientras que la función del poder judicial es clara, se vuelve imposible definir el papel que juega la policía. Un análisis de este debate demuestra que el lugar y la función de la policía es indecidible, y debe permanecer indecidible, puesto que si realmente fuera integrado al poder judicial, la policía dejaría de existir. Éste es el poder discrecional que aún hoy define la praxis del oficial de policía, quien, ante una situación de peligro concreto que atente contra la seguridad pública, debe actuar casi como un soberano. Pero, incluso cuando éste ejercita su poder discrecional, no está tomando realmente una decisión, ni interviniendo en la decisión última del juez. Cada decisión tiene que ver con las causas, mientras que la policía actúa sobre los efectos que por definición son indecidibles.
El nombre de este elemento indecidible es hoy, como lo fue para el siglo XVII, «raison d’État» (razón de Estado), sino más bien «razones de seguridad». El Estado de Seguridad es un estado policial: pero, otra vez, en la teoría jurídica la policía es como un hoyo negro. Solamente podemos decir que en la llamada «ciencia de la policía» (que por vez primera aparece en el siglo XVIII), el concepto «policía» regresa a su forma etimológica «politeia» oponiéndose como tal a la «política». Sorprende, sin embargo, que Policía coincida ahora con su verdadera función política, mientras que el término política hoy se refiera a la política exterior. Fue así que Von Justi, en su tratado Policey Wissenschaft, nombra la Politik (política) a la relación de un Estado con otros estados, y le llama Polizei(policía) a la relación de un Estado consigo mismo. Vale la pena reflexionar sobre esta definición: «La policía es la relación del Estado consigo mismo».
La hipótesis que me gustaría avanzar es la siguiente: al ponerse bajo el signo de la seguridad, el Estado moderno deja la esfera de la política y entra a la tierra de nadie, cuyas geografía y fronteras aun desconocemos. El Estado de Seguridad, cuyo nombre parece remitir a la ausencia de cuidados (securus de sine cura) debe, por el contrario, alertarnos sobre los peligros que se juegan en la democracia, ya que en ella la vida política se ha vuelto imposible, al mismo tiempo que democracia supone precisamente la posibilidad de una vida política.
Me gustaría concluir –o simplemente detener mi ponencia, ya que en la filosofía como en el arte no hay conclusión alguna, sólo el abandono del trabajo– con algo que, hasta donde sé, es quizás el problema político más urgente. Si el Estado en el cual vivimos es el Estado de Seguridad que he descrito, debemos pensar nuevamente las estrategias tradicionales de los conflictos políticos. ¿Qué hacer? ¿Qué estrategia llevar a cabo?
El paradigma de seguridad implica que cada disenso, cada intento más o menos violento de derrocar el orden, se vuelve una nueva oportunidad para gobernarlos, y por lo tanto le es redituable. Esto es evidente en la dialéctica que une estrechamente terrorismo con Estado en un interminable círculo vicioso. Comenzando con la Revolución Francesa, la tradición política de la modernidad ha concebido los cambios radicales en la forma de un proceso revolucionario que actúa como pouvoir constituant (poder constituido), el «poder constituyente» de un nuevo orden institucional. Creo que debemos abandonar este paradigma e intentar pensar algo así como un puissance destituante, un «poder puramente destituyente» que no puede ser capturado en la espiral de la seguridad**.
Un poder destituyente de este tipo es el que Walter Benjamin tiene en mente en su ensayo «Para un crítica de la violencia», donde trata de distinguir la violencia capaz de interrumpir la falsa dialéctica de la «violencia fundadora de derecho y preservadora de derecho», ejemplificada en la huelga general proletaria de Sorel. «Con la ruptura de este ciclo» –escribe hacia el final del ensayo–, «que es mantenido por las formas míticas de la ley, con la destitución de la ley y todas las fuerzas que de ella se desprenden, y alcanzando finalmente la abolición del poder del Estado, se funda una nueva época histórica»***. Mientras que el poder constituyente destruye la ley para recrearla, el poder destituyente, en tanto que depone para siempre la ley, se abre hacia una verdadera época histórica.
Pensar un poder destituyente puro no es tarea fácil. Benjamin escribió en algún momento que nada es mas anárquico que el orden burgués. En este mismo sentido, Pasolini en su ultima película hace que uno de los cuatros amos de Saló le diga a sus esclavos: “la verdadera anarquía es la anarquía del poder”. Es justamente porque el poder se constituye a sí mismo a través de la inclusión y la captura de la anarquía y la anomia, que se dificulta el acceso inmediato a estas instancias. Es imposible pensar una verdadera anarquía o una verdadera anomia. Creo que la praxis que exitosamente haría visible la captura de la anarquía y la anomia en las tecnologías de seguridad de gobierno, actuaría a través de un poder destituyente. Una nueva dimensión política deviene posible sólo en la medida en que podemos identificar y deponer la anarquía y la anomia del poder. Pero ésta no es meramente una tarea teórica: implica, antes que nada, el redescubrimiento de una forma-de-vida, el acceso a una nueva figura de esa vida política cuya memoria el Estado de Seguridad trata de eliminar a toda costa.
*Ponencia leída por el filósofo Giorgio Agamben en el Instituto Nicos Poulantzas / Juventud SYRIZA, Atenas, Grecia, noviembre de 2013.
Notas de traducción:
*Giorgio Agamben alude aquí al libro de Christian Meier, Die Entstehung des Politischen bei den Griechen (Frankfurt am Main, 1990).
** Es muy probable que la expresión ¨poder destituyente» haya sido articulada teóricamente por primera vez por Colectivo Situaciones a partir de las revueltas argentinas del 2001. Véase 19 & 20: Apuntes para un nuevo protagonismo social (Tinta Limón, 2002). En los últimos años, el pensador italiano Rafaelle Laudani ha venido teorizando la categoría ‘destituyente’ a lo largo de la tradición de la filosofía política de Occidente. Ver Desobediencia(Proteus, 2002).
*** Traducida del inglés al español, de la edición de Marcus Bullock y Michael Jennings, “Critique of Violence” en Selected Writings, vol. I. (Harvard: Harvard University Press, 2004, 236-52). Después de revisar las traducciones al español de las editoriales Taurus y Abada, encontramos que la versión en inglés es más fiel al sentido original en el texto de Agamben. Ver, “Comment l’obsession sécuritaire fait muter la démocratie” (Le monde diplomatique, Enero de 2014).