I. En un texto publicado por la Agencia Paco Urondo, “‘Va a estar bueno’: una aproximación a los futuros del macrismo”, Ezequiel Gatto mostraba cómo el discurso macrista se ha ido organizando por medio de la institución de un saber técnico con una temporalidad histórica muy específica: la alusión inevitable hacia el futuro, un futurismo. Así, “Cambiemos”, “Revolución de la alegría”, “Cordobazo del desarrollo”, “Rebeldía sana”, no son solo consignas discursivas de campaña y de gestión —otra de las novedades de este futurismo es que la campaña política que tiende a ganar el futuro y la gestión no se diferencian en lo más mínimo en términos discursivos— sino también modalidades de subjetivación. El texto de Gatto lo sabe y muestra bien cómo este futurismo sin reservas se aloja en el feliz entrecruce contemporáneo de las tecnologías más refinadas con los afectos y las emociones más comunes. Se trata ya no de una tecnocracia sino de una cibercracia. Retomando las palabras de Gustavo Varela, afirma: “en el horizonte del macrismo, está convertir al gobierno en una aplicación.” Bien podríamos decir, en consecuencia, que este horizonte quiere realizar en el gobierno lo que ya acontece en el nivel socio-cultural más inmediato. Precisamente ésta es la definición de neoliberalismo que encontramos entre muchos otros que piensan micropolíticamente al macrismo: el neoliberalismo no solo es un conjunto de políticas económicas sino también y fundamentalmente una disposición de los cuerpos y los afectos a un nivel socio-cultural extendido. Es decir, un dispositivo de organización social que funciona más acá y más allá del gobierno estatal pero, y esta es la actualidad argentina que se extiende en América Latina, también busca atravesar al Estado y transformarlo radicalmente. En su jerga: modernizarlo —de allí el flamante Ministerio de Modernización y su protagonismo brutal en el nuevo gobierno.
Sin embargo, y esto se ha repetido bastante ya en la senda de las investigaciones de Foucault sobre la biopolítica y la gubernamentalidad, este modelo de subjetivación extiende y/o busca extender un modelo de subjetividad a todo el resto del tejido social. Este modelo no es otro que el del “empresario” o “emprendedor”, figura que busca obtener su felicidad en la producción de una ganancia subjetiva que siempre será vital —de allí su tenacidad y constancia. El neoliberalismo empresarial es, en consecuencia, un capitalismo vitalista.
Ahora bien, esta “ganancia” solo será posible en relación con otros. Y esta es una de las novedades de este nuevo empresario-ciudadano. No se trata de un capitalismo salvaje, de una guerra de todos contra todo, como en la figuración del cerdo burgués de principios de siglo XX. Es un modelo, pese a quien le pese, comunal. Si en los eslogans del nuevo gobierno siempre resaltó la figura del “trabajo en equipo”, ahora lo es la de “todos juntos”. No estamos ante un individualismo salvaje y competitivo del sálvese quien pueda. El empresariado de hoy tiene una altísima conciencia social que está más allá de las figuras tradicionales de la ideología. Como se ha visto, a pesar de su obvio cinismo, la ideología PRO es la misma que la de cualquier alma progresista. No hay falsa conciencia, por lo tanto. Futurismo y comunidad hacen también a la subjetividad neoliberal.
II. Si tomamos en serio a Alejandro Rozitchner, el filósofo-coach del PRO y quien escribe los discursos presidenciales, y observamos sus talleres y discursos podemos afirmar que estamos ante la presencia de un saber muy concreto, de un saber-hacer muy específico que se ha ido produciendo silenciosamente en la cofradía entre las más diversas instituciones (ONG’s, fundaciones, universidades privadas, museos y festivales de circuitos artísticos de “gestión” cultural, gimnasios, maestrías y doctorados académicos, instituciones de intercambio internacional) y determinadas prácticas (literatura de autoayuda, composición fitness del cuerpo, alimentación sana y cuidada, desarrollo psíquico y emocional, el devenir “coaching ontológico” de la filosofía, el diseño cibernético de la vida privada y pública). Y este saber-hacer, llevado a cabo en una red de instituciones y prácticas determinadas es la que hoy se extiende por todas partes, acechando y re-produciendo las instituciones y prácticas tradicionales hasta convertirlas, desde dentro, en neoliberales. Como dijimos antes, es un saber-hacer “futuro” y “comunidad”, en ello radica el entusiasmo que generan y su promesa de felicidad.
Ahora bien, todo este “entusiasmo” que propone el mentor de la inteligencia PRO tiene una ingeniería muy precisa: la de saber-hacer una comunidad plural y tolerante que, sin embargo, solo acepta constituirse como tal a condición de eliminarlas trabas históricas del pasado —que no son sino formas conflictivas en que se inscriben la memoria y sus imágenes— para abrirse al futuro, siempre ubicado por delante del sujeto y obligándolo así a posicionarse hacia él. “Entusiasmo”, “Superación del Melodrama” y “Ganas de vivir”, las consignas del profeta PRO, son también nombres para la utopía contemporánea de la derecha que busca alejarse del pasado —tomado solo como “pesada herencia” o como resultado de un proceso esencialmente “meritocrático” y como tal cerrado. El PRO es utópico y progresista, y esta es la más insidiosa continuidad que mantiene con el kirchnerismo —no solo en su faz gubernamental sino también en sus bases. Por lo tanto, como dijimos, la subjetividad neoliberal contemporánea, tomada del modelo empresarial, es futurista y también comunal. En el enlace de futuro y comunidad está toda su astucia, porque solo allí se realiza la promesa (también futura) de la felicidad y realización personal. Lo que esto conlleva es a asumir el pasado como un bloque pesado y cerrado. Casi todas las prácticas gubernamentales y comunicativas de estos pocos meses de gobierno de Macri giran en torno a esto. Algo que ya gira desde hace rato en los cuerpos ciudadanos.
III. ¿Qué nos queda frente a toda esta propensión futurista y común de los dispositivos neoliberales? Dos cuestiones.
En primer lugar, dejar de “discutir” con el macrismo. Ya de nada sirve intervenir en el reino de la opinión y la afección macrista que vive, al modo de las profecías autocumplidas, de la constante legitimación y aceptación de la sensibilidad y la inteligencia que el mismo neoliberalismo produce. Que el Facebook y el Twitter ya no sean el campo de la batalla cultural. Dejar de convencer. Trasladar el plano de lucha y disputa a un “nosotros anti-macrista”, y de ahí potenciarse.
En segundo lugar, posicionarse desde el lugar más anacrónico posible y trabar cualquier forma de progreso —individual o colectivo—, para asumir, como Diego Tatián reclamaba allá por 2007, una voluntad conservadora. Esto es, una voluntad que sepa distinguir lo que debemos conservar y llevar a la práctica esta voluntad a cualquier precio. Quizás volver a 2001, a la puesta en crisis del consenso neoliberal, sea el inicio de esta restauración. Pero también, junto a la puesta en crisis de los valores neoliberales, recuperar una palabra, una mera y singularísima palabra que no parece encajar tan fácilmente en la aceitada maquinaria neoliberal: justicia. Porque si bien toda justicia, sea cual sea, se proyecta para delante ella no deja de mirar y de surgir con la vista clavada en el pasado. Es su única obligación: mirar al pasado. Y esta no es otra cosa que una posición anti-futurista. Hay que quitarle a la justicia sus alas arremolinadas por el huracán del progreso. Porque la justicia, la interrogación por la justicia, es la potencia de los anacronismos —de los pasados irresueltos e irrealizados. Sin embargo, en esta asunción lexicográfica, ella deberá resolver su eterno dilema con el derecho. Bien es sabido que justicia y derecho no son lo mismo, y sin embargo se co-pertenecen. Pues bien: en este consenso neoliberal, que vive de un imaginario futurista y de comunidades sin grietas, el poder judicial de los diversos Estados latinoamericanos ha sido fundamental para asegurar la victoria del mismo a nivel gubernamental (no hace falta mencionar la coyuntura brasilera para entender este punto). Por lo tanto, frente a ellos habrá que saber reivindicar una y otra vez la justicia, y sobre todo porfuera de ellos. Pero antes habremos de entender que justicia no es una fuerza de los cielos. Tampoco un significante con contenido alguno. Es solo una palabra-imagen que conmina a determinada posición: a mirar el pasado, a escuchar el pasado, a “citar” el pasado para tergiversar el curso arrollador del progreso. Porque la justicia es una memoria involuntaria que suspende las coordenadas presentes, he ahí su potencia. No se trata, entonces, solo de denunciar la “injusticia” del presente y mostrar la otra cara del neoliberalismo —la guerra civil global que despliega. Eso ya está hecho y viene por sí solo en cualquier foco de resistencia. El punto es que el neoliberalismo sabe anestesiar los efectos de esa guerra subterránea y de las manifestaciones de la resistencia. ¿Cómo? Lo dijimos: con su futuralidad común, su moral de pluralidad tolerante y su inoculación de entusiasmo mechado con sentido común en cada ciudadano. Frente a esta anestesia, introducir la punta de lanza de una justicia anacrónica que con todo el peso del pasado lesione el cerrazón del presente. Si al multiforme campo popular y a los miles de contrapoderes que quieren destronar al neoliberalismo les falta una palabra común, esta palabra se llama justicia. Hay que emocionarse y afectarse e imaginarse desde ella y acabar con la servidumbre feliz.