Por qué no me cabe la Bresh: arte y política // Iván Horowicz

 

Pop para divertirse” Micky Vainilla.

 

El arte no es un espejo para

reflejar la realidad, sino un

martillo para darle forma

Bertol Brecht

 

Nunca fui, ni quise ir, ni me llamó la atención el mambo de la Bresh. En primer lugar porque no tenía plata para una entrada de $200. Bah, $200 valía en el 2015, $445 la que se hizo el sábado por el día de la primavera. En segundo lugar porque tal vez si escarbo y me ordeno consigo la plata, pero estoy políticamente en contra de gastar $445 en una entrada a una fiesta, a menos que toque algún DJ o artista que valga la pena, y entonces no estoy pagando la entrada a una fiesta, sino que estoy pagando un show y el trabajo creativo. En tercer lugar, y por sobre todo lo anterior, porque me molestan los productos de consumo para la clase media progresista.

Es claro que la Bresh a pesar de su fachada progre, sus celebridades invitadas y su publico de jóvenes egresados de los secundarios preuniversitarios de la UBA, se define abiertamente como un negocio, como un emprendimiento capitalista que busca lucrar. Y ojo, esto no es chicana, es reconocer la honestidad de los que intervienen en la oferta y la demanda del mercado cultural.

La Bresh no vende pescado podrido, y no nos mete la palabra arte donde va la palabra mercancia. Es verdad que en algún punto todo deviene mercancía en el capitalismo, y la obra del artista no escapa a la afirmación. Hasta las pinturas que se autodestruyen de Banksy devienen mercancías una vez igualadas con las demás a través del dinero. El problema reside en cuál dimensión de la mercancia/arte predomina, si la de valor de uso o la de valor de cambio. O mejor dicho, si el “valor de uso” del arte es el de vislumbrar lo que no vemos. Muchas veces (o todas) es las dos cosas a la vez, y bienvenido sea. Personalmente las fiestas electrónicas me gustan mucho, y ese estado de éxtasis colectivo y creación artística en primera plana del DJ encastra a la perfección con los patovas, los boliches, un circuito internacional de DJ’s multimillonario y el narcotráfico. El consumo de MD es a la vez esa resistencia a la rutina y la complementación de la rutina. Es a su vez la pregunta sobre por qué debería parar la fiesta alguna vez cuando se puede bailar hasta el infinito, y el hecho de pegársela los findes para ir de lunes a viernes a la oficina en microcentro.[1] La cuestión reside en qué tan asumida tenemos esta contradicción, y principalmente, qué tanta disruptividad genera lo que estamos realizando. Me propongo atender en estas lineas a la actualidad de la “militancia cultural/artística”. La militancia cultural/artística se suele dar, como muestra de los problemas de la militancia y de la fragmentación en la siguiente disyuntiva: con una fuerte distancia de otras formas y campos específicos de la militancia o como maqullaje duranbarbista de las demases.

Cuando hablamos de “arte político” nos enfrentamos ante la siguiente paradoja: si definimos que político es todo, no hay arte que no lo sea. Todo es, para los sociólogos, construcción social. Todo es, para los antropólogos, cultura. Deberíamos entonces decir que lo nuestro es “arte político” porque se pretende político, porque se hace con una vocación política, porque tiene la intencionalidad de serlo.  Dentro de esa intencionalidad, por motivos que no vamos a desarrollar en estas líneas, prima en la actualidad y en el sentido común militante, una idea de arte político como “instrumento” del mensaje.

Cuando militaba en secundarios y hacíamos las manifestaciones, el rol de los colegios artísticos era hacer “más linda” la movilización, casi en términos estéticos. Pintar pibes, pancartas, meter batucadas, muñecos de Macri, etc. El arte era la manera de estetizar la marcha. Durante mis experiencias de militancia orgánica, los compañeros de organización definíamos que lo que hacía el frente de artistas era “hacer atractiva” a la misma. Es que en esta concepción de arte político, el arte en sí es herramienta. Y no es que pretenda faltarle el respeto al potente martillo transformador de Brecht, pero del arte herramienta a la política del flyer, si uno lo piensa, no hay tanta distancia.

A mis 19 años tuve la suerte de participar del último tramo de la toma de la Sala Alberdi. Más bien, mis amigos/compañeros estaban activando el espacio hace rato, y en ese proceso de sumarme al colectivo participé con timidez del último tramo del conflicto. Ante los detractores de la Sala Alberdi, la toma tuvo en su último tramo una gran cantidad de problemas evidentes que las organizaciones de izquierda se han ocupado de criticar macartistamente en su momento y no es a ellos a los que quiero hacer referencia, todo lo contrario. Me interesa más bien rescatar sus aciertos. En la toma de la sala Alberdi, el arte no era la herramienta del mensaje. El arte era el mensaje en sí. Cientos de artistas callejeros de la ciudad se habían congregado en un lugar para tomar y defender una sala de arte de un centro cultural del gobierno de la ciudad que el macrismo pretendía cerrar.  En su existencia como proceso colectivo, la toma inciada en el 2010 mostraba: El desmantelamiento del estado de bienestar por parte del neoliberalismo; El arte custodiado y encerrado por les burgueses para aquelles que pudieran acceder a el, o sea, elles mismos; El carácter represivo fascistoide/autoritario del macrismo; la aplicación de un método de lucha efectivo, en conjunto a las tomas de secundarios del mismo año para enfrentar al macrismo en la ciudad. La toma duró aproximadamente 3 años, y tuvo la participación de grandes del teatro callejero como el payaso Chacovachi[2]. También contó con el apoyo de reconocidas celebridades, como Enrique Pinti, Natalia Oreiro y Sofia Gala entre otros. “El teatro de los que no tienen teatro” funcionaba de manera asamblearia, llenándose de variettes, dándole vida a formas colectivas de intercambio artístico entre sus pasillos de carpas. La primera vez que escuché la canción de los partisanos, antes del ensamblaje netflixeano y la casa de papel, fue a través de la Sala. La canción, hecha con la melodía partisana profesaba que cuando quisieran desalojarnos, tomaríamos el Colón.

No es siempre necesario ocupar por la fuerza propiedades del estado para que el arte sea disruptividad, y no mero maquillaje. Me consta cada vez que procedo a acercarme a alguna de las múltiples expresiones en sus distintos formatos que llevan adelante mis amigues artistas. Me propongo mostrar la distancia abismal entre una y otra concepción. En el medio de los dos ejemplos chapotea el progresismo cuando hace arte prefabricado. Una obra sobre la dictadura en la que los militares son malos y los militantes son buenos, para un público que marcha los 24 de marzo, nos reafirma lo que ya sabíamos antes de entrar y busca que sintamos lo que ya habíamos sentido respecto a un mismo hecho. Una obra de teatro sobre las disidencias LGTB en la que se gritan consignas en clave memotécnica que pretenden ser emocionantes mientras los personajes, próceres próceres de la comunidad LGTB nos relatan su vida en clave obra escolar de Belgrano. No quiero que se mal interprete, no es que crea que el arte político ya no pueda tocar ciertas temáticas, o que las mismas se encuentren agotadas. Más bien quiero marcar la distancia entre lo político y lo políticamente correcto. Lo político es lo que se pasa de rosca, me dijo una vez un amigo. La obviedad superficial, lo que ya imaginábamos, de irreverente tiene poco.

En definitiva, ¿Cuál es la diferencia entre lo que llamo “productos de consumo progres” y arte político?

Para decirlo a grandes rasgos lo primero está hecho para reafirmarnos mientras que lo segundo está hecho para incomodarnos. Si los productos de consumo progres nos dicen lo que queríamos escuchar de antemano, el arte nos muestra lo que no tenemos tan claro, lo que existía en nosotros y no sabíamos, lo que existe como parte de la sociedad y no habíamos podido vislumbrarlo. El producto de consumo progre está hecho para ser consumido y desechado.

La política de una juventud artística y disruptiva, la de nuestra generación, debería estar lejos de las fiestas bresh y el duranbarbismo audiovisual de instagram, pero cerca de las viejas ideas de vanguardia artística. La comedia más cerca de Capusotto, y más lejos de Pedro Rosemblat. La propuesta más cerca de Tucumán Arde[3], y más lejos de los hashtag pegadizos. 

[1]    Para saber más sobre la relación entre las fiestas electrónicas y nuevas formas de resistencia leer “Rayos Solares Barrocos” de Mark Fisher.

[2]    https://www.lanacion.com.ar/espectaculos/teatro/chacovachi-el-payaso-punk-de-parques-y-circos-diversos-nid1650443

[3]    https://contrahegemoniaweb.com.ar/tucuman-arde-politica-y-arte-en-llamas

3 Comments

  1. Así que pagar 400 y pico una entrada a donde muchos van en bondi es caro pero pagar la entrada de la pastifiesta (promedio 900$), la pasti a maso 500, el agua a 150 pesos y el taxi desde costanera norte no es caro.

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