Fracaso es una palabra demasiado gruesa, pero seguramente es la más apropiada para un partido que como ningún otro se ha empeñado en la retórica de los “ganadores” y los “perdedores”, que desde el principio insistió en que había nacido para “ganar”. El término resulta todavía más adecuado si se considera que ayer Unidos Podemos no fue derrotado por nadie que no fuera él mismo. La victoria no fue obviamente del PSOE, que perdió 100.000 votos respecto al 20D. Y a duras penas la podemos atribuir al partido dirigido por ese gran lector del Marca que es Mariano Rajoy. Los populares sumaron ayer casi 700.000 votos más respecto del 20D, de los que cerca de 400.000 fueron restados a Ciudadanos y otros 300.000 fueron provistos por otros caladeros (abstencionistas en su mayoría). En conjunto el “bloque conservador” PP-Cs sólo obtuvo 300.000 votos más. No es gran cosa. La España de la derechona que tan cómoda resulta como comodín explicativo a los izquierdistas jugó ayer un papel de minoría, exactamente de una minoría del 23% de los 34 millones de españoles con derecho a voto (sin contar con los inscritos en el exterior).
La verdad es que ayer Unidos Podemos recibió un millón cien mil votos menos que lo que sumaban Podemos, las confluencias e IU en las pasadas elecciones del 20D. Y lo cierto es también que ese millón cien mil votos aparecía en todas las encuestas previas, que sin variación apreciable mostraban el sorpasso al PSOE. Pues bien, ayer Unidos Podemos quedó por detrás del PSOE no sólo en escaños, también en votos. Casi uno de cada cinco votantes que estaba dispuesto a votar únicamente a Unidos Podemos decidió quedarse en casa o dedicarse a otras actividades.
¿La razón? En esta ocasión, no pierdan el tiempo preguntando en portería. Les dirán que la confluencia ha sido un fracaso. Si son de la fracción “populista” de la organización (los de Errejón), les hablarán entre bambalinas de que IU no suma, que el liderazgo de Pablo resta, que asusta al electorado moderado, etc. Si atienden un poco más a los datos, les explicarán que una parte de los electores de un partido (Izquierda Unida), que ha rozado varias veces el extraparlamentarismo, no se sentía cómodo con la campaña (por cierto, dirigida por Errejón), o que tanta #sonrisadelaabuela y tanta bandera de España han acabado dejando de lado al votante tradicional de izquierdas.
Ciertamente, aquellos que decían en las encuestas querer votar a Unidos Podemos y ayer no tuvieron ganas de hacerlo pueden argumentar toda clase de razones. Los hay seguramente que no fueron a votar por pereza, cansancio de tantas elecciones o porque hacía mucho calor. También están los que pueden dar argumentos políticos, como que no acudieron espantados por la prepotencia del partido que “siempre gana”, porque para votar “socialdemocracia” mejor dejar gobernar al original, que la confluencia no les convencía porque era una chapuza cerrada en despachos sin primarias ni validación democrática, que están hartos de un partido que en términos de la nueva sociología de la vida cotidiana sólo busca el “voto cuñao”. Y así un largo etcétera extendido en todas direcciones. Pero toda esta casuística, que a la postre resulta infinita, sólo puede interesar a los aprendices de director de campaña, a los expertos en análisis electoral y a aquellos partidos que se interpretan a sí mismos según los marcos de la política convencional.
Si lo que se quiere es una explicación, conviene no prestar mucha atención a la mercadotecnia electoral y empezar a entender el fracaso en el marco mucho más complejo del ciclo político, de la crisis política que abrió el 15M. La “apatía del voto a Podemos” tiene mucho menos que ver con las razones individuales que con la falta de convencimiento colectivo con un proyecto político de cuya construcción hemos sido testigos privilegiados. Valga decir que Podemos ha crecido como opción real de gobierno únicamente porque se ha sabido montar sobre una ola de cambio hecha de una esfera pública crítica y activa, de una multitud de movimientos salidos antes y después del 15M y de una lógica de comunicación en red que opera a través de canales que no dependen de los medios de comunicación convencionales.
Ayer, y en realidad desde hace mucho tiempo, una parte mayoritaria de ese espacio permaneció inactivo. Lo hizo por aburrimiento con la política experta, por falta de convencimiento en el proyecto o por simple incapacidad para poder defenderlo. Si se quiere una sola imagen: cuando en estos días, y en cualquier entorno familiar o laboral, había quien anunciaba que no iría a votar a Unidos Podemos por sus “X” razones, no había nadie con capacidad de convencerle, al menos con argumentos, de que lo hiciera; de explicarle que a pesar de los innumerables defectos de Podemos todavía merecía la pena apostar por ellos.
Para entender la derrota de Podemos, hay que atreverse a hacer un pequeño viaje en el tiempo, al menos cinco años atrás, cuando, tal día como hoy, el 15M estaba levantando las acampadas de las plazas al grito de “lo llaman democracia y no lo es”. En aquel entonces, el movimiento rehuía de la construcción de liderazgos personales, defendía una política horizontal y amateur, y tenía en el centro de sus preocupaciones incluir al mayor número de gente común. El éxito de Podemos en sus primeros tiempos, cuando se declaraba como un partido “antipartido”, se debió a que fue un calco político del 15M, que se expandía según el mismo patrón de proliferación de asamblea locales (círculos) y de replicación en redes.
Su primera crisis seria se produjo cuando Podemos empezó a asomar como un partido más, con su dirección oligárquica y sus infinitas trifulcas por el poder interno, y cuando su estrategia de transversalidad se vino al traste por la irrupción de Ciudadanos. De aquella franja del 15-18% de expectativa voto, en la que estaban encallados desde la primavera de 2015, no le salvaron sus propios aciertos, sino el éxito de las candidaturas municipalistas que en algunas ciudades, y de acuerdo con formas de comunicación, implicación y organización más próximas al 15M, volvieron a elevar el techo electoral. El recuerdo de las mismas fue lo que empujó también las posibilidades de Podemos, cuando el 20D obtuvo sus mejores resultados allí donde fue en “confluencia”.
Ayer ya no quedaba mucho de ese impulso social distribuido. Lo único que hizo la campaña electoral fue confirmar esta ausencia. Las “rojigualdas”, la “patria”, la moderación, la “socialdemocracia”, el triunfalismo dejaron indiferentes a los más. Y muchos finalmente no fueron a votar. La única diferencia significativa entre la campaña del 20D y la del 26J ha sido de grado, en el sentido de una campaña de partido, que sólo depende del partido y que cada vez encuentra menos elementos de resonancia externa. No es un problema exclusivo de la dirección de Podemos, sino de una lógica compartida por la “nueva política” dirigida exclusivamente a recuperar la representación. De hecho, se perdieron votos en todas las autonomías. Más de 200.000 en Andalucía y otro tanto en Madrid, que juntas acumularon el 40% de ese millón cien mil de “votos «ausentes”. Pero también se perdieron en las “confluencias”, donde la dirección de campaña dependía mucho menos de “Madrid” que de los activos locales: 130.000 en Valencia, 80.000 en Cataluña y más de 60.000 en Galicia, aviso a navegantes de que el legado municipalista no es eterno y que los pactos de despacho tampoco pasarán siempre por “nueva política”.
Durante este último año y medio, Podemos ha prometido esencialmente dos cosas: (uno) que podían ganar las elecciones y (dos) que con el gobierno en su mano darían cumplida respuesta a las exigencias de cambio. La segunda promesa es siempre dudosa y, desde luego a tenor de algunas de sus manifestaciones locales, como Manuela Carmena, parece por completo desmentida. La primera ha funcionado como un narcótico para infinidad de gente, que por puro interés (porque querían formar parte de la industria de la representación), por necesidad de creer o por buena fe, pensó que este era el momento de la política profesional, de delegar en un grupo inteligente y capaz de desencallar lo que la “gente” no iba a ser capaz de hacer por sí misma. Ayer esa promesa se demostró, una vez más, falsa. Sin la “gente” y sin política que vaya más allá de los expertos y de la lengua de palo de los políticos profesionales, no se ganan elecciones, no al menos si lo que se pretende es empujar un proyecto de cambio real.
El terremoto de ayer puede desencadenar nuevos seísmos. Puede abrir la guerra interna del partido, entre los partidarios de Pablo y los de un Errejón que, a pesar de ser responsable principal de este fracaso, considera que esta es su hora. O puede, en el mejor de los casos, promover movimientos de cambio y reflexión interna, que siempre que no se encallen en soluciones mágicas (como las superficiales de un cambio de dirección y discurso), quizás sirvan como un saludable revulsivo interno. Sea como sea, todo lo que no entienda que la radicalización democrática no encaja bien en los canales de la política institucional, en los partidos oligárquicos convencionales, en la adhesión incuestionable a las figuras carismáticas, volverá a recaer en las ilusiones del 26J. Sus señorías de la “nueva política” se lo deberían hacer mirar y empezar a pensar en otras claves. Desgraciadamente es muy poco probable que recuperen la frescura y la mirada que hace apenas unos años era todavía el sentido común de aquella gigantesca ola de cambio, que un día como hoy de 2011 pensaba en ampliar y multiplicar lo que ya se había conseguido en seis semanas de acampadas en las plazas.