Ponerle el cuerpo al pensamiento de nosotros mismos // Diego Sztulwark

Un enemigo sin talento se mete con un cuchillo entre los dientes y hace desastres en nuestro campo discursivo. Elsa Ducaroff plantea el problema, en una charla de la Universidad Experimental de Venado Tuerto y propone una hipótesis: el estado de desconcierto en que nos encontramos es directamente proporcional a todo aquello que no nos atrevimos a pensar a fondo sobre nosotros mismos (no solo en el plano individual, se entiende, sino sobre todo colectivamente), en particular en el plano político. Hay ante todo una cuenta pendiente en nuestro propio campo. Una falta de coraje para pensarse. 

Y pensarse, pensarnos, es pensarse en un sentido crítico. Esa es la tarea pendiente en ese campo discursivo “nuestro”.

Se trata, por tanto, de afrontar los límites y temibles agujeros que definen un tipo de politización basada en una suerte de orgullo de nosotros mismos cuyo punto ciego es no percibir que todo “nosotros político” tiene el valor que adquiere en función de cómo plantea y resuelve problemas, a la luz de una evaluación que necesariamente trasciende cualquier narcisismo, incluido el de tipo ideológico. Es este, el de Elsa, un muy buen punto de partida.

Sobre todo porque de él deriva un primer paso práctico. Tenemos que entender más rápido que tarde las razones por las que una parte considerable de la población asume o acepta buena parte de la retórica y la gestualidad de la ultraderecha que en este momento está en el gobierno. La comprensión del fenómeno exige que se abandone toda actitud auto-exculpatoria. Por supuesto que hay circunstancias que parecen haber favorecido la audibilidad  para que los planteos de la ultraderecha: el factor traumático de la pandemia, el frustrante del gobierno de lxs Fernández, la intervención desconcertante de la subjetivación de redes sociales y la precarización laboral. Pero enumerar estas condiciones no autoriza a eludir la localización de aquellos aspectos en los que el discurso ultraderechista penetró incluso en nuestro propio campo. Falta comprender cómo funciona el correlato entre esa penetración y aquellos aspectos en que nuestros discursos y prácticas resultaron decepcionantes, autocomplacientes o falsos. Pensar es, dice la Elsa, “pensarnos a fondo, sin embellecernos, sin sentirnos superiores. Dar a cada discurso horroroso del enemigo la chance de tocar en nosotrxs algún punto débil y registrar qué nos toca, por dónde avanza, y estar dispuestxs a tomar ese toro por los cuernos aunque duela”.

Este “aunque duela” involucra al cuerpo. El dolor, en este ejercicio, permite localizar esas consistencias fallidas, zonas de repliegue inadvertidas, que conservan sin elaborar todo aquello que no hemos sabido plantear ni superar obstáculos, en los que hemos concedido sin llegar a admitirlo. El dolor nos señala esos puntos sensibles a revisar. León Rozitchner tomaba muy en cuenta este modo de poner el cuerpo en el pensamiento, en particular cuando nos pensamos a nosotros mismos. Tomar la propuesta de Elsa en serio implica algo distinto a lo que tradicionalmente se ha propuesto con la palabra “crítica” (y “autocrítica”). Porque por crítica se entiende por lo general la crítica de lo hecho por otros, y la auto-crítica a lo hecho en el pasado. Son dos modos de escapar al dolor de interrogar de frente lo que hacemos nosotros ahora mismo. Parto entonces de la premisa de que la crítica en el plano histórico-político vale sobre todo cuando se la formulaba en el momento mismo en que el fenómeno a criticar está sucediendo. El coraje del crítico se juega en el hecho de arriesgar el favor de un cierto tiempo en función de corregir o modificar procesos en curso. Es la discusión misma sobre qué hacer y cómo lo constituye el campo amplio del “nosotros” discursivo del que habla Elsa. Valiente es, por tanto, la palabra disidente cuyo riesgo es ser sancionada por disonante cuando las decisiones están ocurriendo y hay, por tanto, chances de transformación. Lejos del par de la culpa-arrepentimiento (que tal vez sí le quepa a los responsables de las grandes decisiones estratégicas que nos trajeron hasta acá), la cuestión realmente dolorosa es cómo participar ahora mismo de las discusiones claves sobre qué iniciativas precisamos. Y sumo una premisa más. La crítica se frustra cuando no es más que un rechazo de la posición de los otros desde nuestras autocomplacencias ideológicas. Criticar no es señalar desviaciones de otros, sino verificar que hay mejores funcionamientos posibles e intentar ponerlos en marcha. El valor de las palabras de Elsa, me parece, radica en el gesto de no señalar sólo al pasado ni solo a otros. Cuando habla de puntos dolorosos habla de su dolor, como nosotros deberíamos hacerlo del nuestro (que quizás sea el mismo). No se trata, por supuesto, de disfrutar del dolor sino de otra cosa: de revisar urgentemente aquellos puntos acríticos que nos vuelven inmunes a toda verificación práctica, permitiendo a un enemigo sin talentos a la vista avanzar tanto y sobre cuestiones tan importantes y sensibles para nosotrxs. El paso práctico que se desprende del razonamiento de Elsa consiste, me parece, en detectar (la cito): “qué de su auténtica experiencia está tocando ese discurso y cómo podemos llegar a tocar esa misma experiencia, con una respuesta de izquierda y no de derecha”.

Se trata, por tanto, de llegar cuanto antes a lo que podríamos llamar el núcleo del asunto, formulado en las palabras de la autora en Venado Tuerto: “un discurso que defiende en abstracto lo que en lo real no existe no puede nunca derrotar a un discurso que se nutre de lo real para proponer que lo que existe es una porquería y no debe por ende existir más”. Todas las palabras que en nuestros discursos no se verifican en la experiencia señalan el peso de un impensado, de una pereza, de una pequeña —o gran— derrota. La marcha del 23 de abril es ejemplar al respecto. Defender lo público —las universidades públicas, sí, pero no sólo ellas— deja de ser una frase retórica auto-reivindicatoria e ineficaz cuando se hace claro para muchos cientos de miles qué es lo que está realmente en juego.

El examen que Elsa nos propone nos sitúa en el campo de batalla. Se trata de un trabajo de preparación de las propias fuerzas para un combate que ya comenzó. Se trata de un combate en torno al sentido, en el que todo lo que se resuelve por el lado de la ultraderecha se alimenta aquí y ahora de cada una de las palabras silenciadas con que enmudecimos ante lo que no nos atrevimos a decir, con cada una de las tácticas que no nos hemos atrevido a emplear por temor a la sanción y con cada una de la inhibiciones que nos han limitado a la hora de poner en juego nuestra propia sensibilidad como dato real de nuestras acciones. Todas estas, abstenciones sin virtud, deben ser contabilizadas entre las razones implícitas de nuestra propia falta de eficacia histórica. Y para el caso da exactamente igual que seamos —o hayamos sido— más o menos peronista, kirchneristas, marxistas, o lo que sea. No habrá un frente común verdadero sino podemos elaborar por izquierda lo que hoy se elabora por derecha. Sin un lenguaje apto para ligar con la desesperación no habrá frente común ante un enemigo de lo común. 

Se trata, dice Elsa de recomponer a fuerza de agudeza y autoorganización las comprensiones y la prácticas confrontativas que ese frente común que llama “nuestro campo” perdió prácticamente en dimensiones cruciales de la disputa. Y se trata, también, de recalibrar también que las formas fracasadas no pueden ser conservadas ni tampoco plenamente borradas, como si no hiciera falta partir de lo que somos si queremos llegar a ser lo que queremos ser. No hay idea nueva que pueda ahorrarse la lenta transición de lo que el cuerpo siente. Contra la idea de que lo nuevo se da por borramiento de lo viejo, e incluso de lo antiguo, me parece que la imprescindible interpelación que nos hace Elsa a revisar el sistema de nuestras ineficacias (silencios, lenguajes, enfoques) supone un doble movimiento: escuchar el malestar, los descontentos que vienen del mundo sin darnos la razón, y entrar en conversación con ellos para evitar que sean empaquetados en lenguas mortíferas y fascistoides, pero también para recobrar una historicidad compleja pero de algún común, que nos incluya junto a ellos. Precisamos un nuevo anudamiento, un nuevo tipo de convergencia entre el murmullo de lo negativo y una capacidad narrativa que nos permita retomar un pasado de luchas que son nuestras en lo que nos orgullo pero también en lo que de ellas nos duele y vergüenzas.

Sobre todo coincido con Elsa —y con tantxs amigxs— en algo que mucho hemos conversado pero que sus palabras arrojan sobre todos nosotros de modo tan claro: precisamos una corriente de izquierda militante amplia y no orgánica, con ganas de hablar claro y sobre todo, de discutir todo y en particular —y sobre todo, con urgencia— la hegemonía de la ultra-derecha. Solo que compartir ese deseo no implica para nada saber cómo se hace para ponerlo en marcha. Lo que tenemos es una obsesión compartida, una obsesión en busca de un cuerpo, de una voluntad colectiva.

28 de abril 2024

Clase completa de Elsa Drucaroff sobre la que Diego Sztulwark escribe este texto.

4 Comments

  1. La crítica o autocrítica que pide Elsa fue hecha hace mucho tiempo, antes, durante e inmediatamente después de los sucesos de los 70s, por sectores del peronismo (y también por fuera del peronismo) que nunca se consideraron una vanguardia intelectual iluminada y que no hablan del campo popular desde afuera, evaluando las causas de su acompañamiento o de su no acompañamiento a conflictos entre elites (ese «ellos y nosotros» siempre estructurante de la narrativa).

    El problema de una autocrítica tan tardía es doble: En primer lugar, si la hacemos recién ahora, porque la derecha ganó la batalla, no queda claro si lo que debemos revisar es los motivos de la derrota o si se extiende hasta los términos mismos de la batalla.

    Y en segundo lugar, no es del todo confiable el punto de partida puesto que el límite de la autocrítica es el límite de la razón misma de existencia de una vanguardia ilustrada (esto como para darle lugar a esta súbita problematización de cuerpos y discursos «porque hay una hegemonía de derecha que nos robó la autenticidad de la experiencia contemporánea»). Si la crítica va a fondo, implosiona el lugar desde donde se hace la crítica, implosiona el rol del intelectual, orgánico o no, implosiona Gramsci. No creo que a ningún sujeto político de los 70s le de para tanto. Aunque no sería del todo justo pedirle a ellos semejante trabajo de renovación. Quizás a esta altura ni siquiera le corresponde a la generación de Lewkowicz y del 2001. No lo sé. Es todo una gran confusión y quizás haya que aceptarla como tal, reconciliarse por un rato con la incertidumbre, enfriar la furia explicadora.

    Lo nuevo no nace gritando «novedad! novedad!». Nace creando las condiciones pasivas para que algo pueda crecer. Pero claro, es un trabajo lento e invisible, en buena medida conservador, donde nadie escucha, nadie mira, nadie aplaude, mucho cuerpo y no tanto discurso… y no hay garantías de nada…

  2. yo creo que repensar lo que está congelado en los sentidos no prescribe, gracias por ayudarnos a preguntarnos, porque si no pensamos como llegamos aca, eso sigue repitiendose

  3. yo creo que repensar lo que está congelado en los sentidos no prescribe, gracias por ayudarnos a preguntarnos, porque si no pensamos como llegamos aca, eso sigue repitiendose

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