El escritor, el artista en general, está conectado con la muerte desde el mismo momento en que se reconoce como tal. Siempre está despidiéndose. Cada página es un pequeño “hasta nunca” en clave, parte de un “adiós” mayor que podría ser toda su obra, o estas frases. Esta es, en parte, una de mis despedidas.
Escribe para eternizar algo, para decir lo que la vida no le alcanza para decir; pinta para reflejar su angustia, crear nuevos mundos más justos y mejores que éste; canta para celebrar la vida y hacer más elegante la necesidad de gritar; hace poesía para acariciar la belleza. No pretendo ganarle a la muerte, no soy tan arrogante ni estúpido, pero puedo agregarle valor a la vida, crear mi propia visión estética del mundo, o simplemente pasar las horas absurdas derramando tinta en un papel jugando al escritor como cuando niño en el comedor de mi vieja casa.
Aún recuerdo con espeluznante precisión de detalle el estar tirado boca abajo sobre la alfombra en el comedor del departamento en la calle Carranza, escribiendo en un cuaderno palabras sin sentido pero que, concatenadas, simulaban un libro escrito. Quizá mi vida no sea más que eso, una simulación constante: simulo ser escritor, simulo ser músico, simulo ser bueno, ser hijo, ser amigo, ser amante, ser lector, ser inteligente, ser animal, ser humano. Simulo ser.
Escribo con vergüenza, como un adolescente que toca por primera vez a una mujer. Me arrimo a las palabras pidiéndoles permiso para utilizarlas, con miedo de que vayan a delatar una supuesta falta de talento, o de respeto. Siento la necesidad de dejar registrado todo lo que pueda surgir de mi interior turbulento y confuso para materializar algo, para que este transcurrir diario no se me escape tan fácil de entre las manos.
Escribo porque temo, porque estoy vacío tanto como todo lo que me rodea, porque no hay un solo minuto que valga la pena ser vivido en esta tierra si no se escribe, lee, ríe, canta, baila, ve cine, toca el piano, el saxo, el sexo. Y así y todo, con la arenilla corriendo hacia abajo en los relojes del tiempo, con los ojos que cada día ven menos y los pelos que comienzan a quebrarse y caer, escribo para sentir que algo vale la pena ser contado, o quizá solo escribo para sentir, para no asumir que estoy muerto incluso estando vivo, que no hay nada delante en el camino del niño que alguna vez fui. Y cómo reía.
Escribir es para pobres diablos como yo que anhelan ser escuchados y admirados y queridos, pero no quieren a nadie. Escribir es el castigo elegido, la autocondena que se inflige cualquier infeliz para demostrar su inconformismo con la vida, con la condición de ser humano, con la prepotencia del devenir. Escribir es para quienes viven en un mundo de ideas y abstracciones que anteceden a los sentimientos. Es el arte de quienes nos manejamos en burbujas mentales, como los niños que corren en la plaza para atrapar (y romper, porque pocos seres existen en este mundo más dañinos que los niños) las pompas de jabón barato que lanzan los mimos y los payasos, perfecta analogía entre los dioses y nosotros los humanos.
¿Qué será la realidad (permítanme rebajar el nivel de esta conversación) sino burbujas que brillan coloridas como arcoiris en las tardes lluviosas de verano desde lejos, pero que se deshacen en un santiamén en cuanto uno quiere alcanzarlas y mostrárselas a sus padres o a sus abuelos, más no sea para que nos feliciten y nos den una palmadita que se parezca tanto al amor que nos condene eternamente (continúo rebajándome, sepan disculpar) a una búsqueda tan sin sentido como necesaria?
Burbujas que flotan a nuestro alrededor y nos indican cómo comportarnos y qué decir porque todo ya fue dicho y soñado; burbujas que se escriben en mayúsculas como Justicia, Patria, Iglesia, Estado, Amor (estoy decidido a rebajarme hasta los infiernos), Dios, República, Comunicación, Naturaleza, Amistad, Matrimonio, Familia, Hijos, Bien, Mal, y dentro de todas ellas existen otras miles, millones de burbujas que están aunque no las veamos, les juro que están, y nos hacemos los distraídos porque es más cómodo, total para qué hacerse problema.
Y nos acercamos a ellas como aquellos niños que alguna vez fuimos y no queremos dejar de ser, a pesar de la burbuja Adultez; queremos atraparlas y protegerlas y ver cuánto duran en nuestras manos, y la desilusión al verlas reventarse con tanta facilidad es tal que las próximas burbujitas que veamos, aunque pequeñitas, las miraremos como desde lejos sentados en los bancos de la plaza Benito Nazar comiendo sanguchitos con los abuelos, jugando con algún desconocido que durante un buen par de horas será nuestro mejor amigo, espalda contra espalda en las vicisitudes de los juegos de la plaza hasta que nos despidamos y nunca más volvamos a vernos.
Esa tarde habremos comprendido mucho más que simplemente correr unas burbujas de jabón líquido con unos amiguitos del barrio; habremos comprendido que cuando damos un paso al frente para cazar alguna pompa de realidad, tan bella y cotizada, tan aparentemente consolidada, se revientan al mínimo contacto, se deshacen en nuestras manos cuando pretendemos mirar detrás de bambalinas. Habremos entendido que es todo tan frágil que ni siquiera vale la pena escribirlo, salvo que seas un pobre diablo que busque ser escuchado; y así, ad infinitum.