Ya alejado de su fascinación inicial con la literatura, aquella que a partir de Blanchot y Bataille había entrevisto como un «afuera» y una «transgresión» respecto de las grillas de inteligibilidad del saber, Foucault publica en 1977 su mejor texto sobre esta práctica esencialmente moderna. Es el prólogo a un libro fallido, La vida de los hombres infames, donde el archivista francés pretendía recopilar una serie de misivas y decretos, «frases del poder», que en la época clásica habían dejado verbalizadas para la historia de los documentos una serie de vidas grises, sin gloria ni otro atributo más que el de esas marcas de escrituras del poder sobre un conjunto de existencias menores.
Con prosa todavía brillante, no la que aburre en sus libros posteriores al primer volumen de Historia de la sexualidad, Foucault señala la moral literaria occidental y su confluencia con los dispositivos del poder. Se trata del pasaje de la confesión cristiana a una administración archivística de lo cotidiano, que inició en las grandes monarquías, y se expandió sin cesar en las sociedades contemporáneas. Vale la pena el largo fragmento:
«En el momento en el que se pone en funcionamiento un dispositivo para obligar a decir lo ‹ínfimo›, lo que no se dice, lo que no merece ninguna gloria, y por tanto lo ‹infame›, se crea un nuevo imperativo que va a constituir lo que podría denominarse la ética inmanente del discurso literario de Occidente: sus funciones ceremoniales se borrarán progresivamente; ya no tendrá por objeto manifestar de forma sensible el fulgor demasiado visible de la fuerza, de la gracia, del heroísmo, del poder, sino ir a buscar lo que es más difícil de captar, lo más oculto, lo que cuesta más trabajo decir y mostrar, en último término lo más prohibido y lo más escandaloso. Una especie de exhortación, destinada a hacer salir la parte más nocturna y la más cotidiana de la existencia, va a trazar —aunque se descubran así en ocasiones las figuras solemnes del destino— la línea de evolución de la literatura desde el siglo XVII, desde que ésta comenzó a ser literatura en el sentido moderno del término. Más que una forma específica, más que una relación esencial a la forma, es esta imposición, iba a decir esta moral, lo que la caracteriza y la conduce hasta nosotros en su inmenso movimiento, la obligación de decir los más comunes secretos. La literatura no absorbe sólo para sí esta gran política, esta gran ética discursiva: ni tampoco se reduce a ella enteramente, pero encuentra en ella su lugar y sus condiciones de existencia.»
La literatura, asumida así como una administración «discursiva», trabaja en el mismo terreno que el del nuevo poder según el francés: verbaliza y visibiliza lo más cotidiano, lo más monstruoso, lo escandaloso —ya no las grandes gestas heroicas. Es evidente que Foucault piensa el pasaje de la épica a la novela, como si esta última fuera, en definitiva, la marca especial de lo que desde hace más de 200 años se llama «literatura».
Esto, que bien le puede mojar la orejita aireada a los «amantes de la literatura», es en verdad un gran elogio: el poder, una bestia magnífica, jamás es condenable por Foucault. Todo lo contrario: hay una fascinación por cada uno de sus mecanismos y retorcijones. Y, valga la pena recordar el ritornello que suena en las Universidades Argentinas desde 1980 en adelante, «todo poder implica resistencia».
La novela argentina ingresa decidida en este circuito: va a lo más escandaloso, a lo monstruoso, y/o al teatro banal de lo cotidiano. Narra con la misma pasión o acidia un divorcio privado sin más consecuencias que las de lagrimitas y cosas al estilo, o un monstruo de mil cabezas cantando cumbia rosarina. Estiliza una serie de «jergas» populares, se hace la tumbera, o busca el habla pura y cristalina de la clase media universitaria con problemas de amor, dinero y salud.
Papá se muere y se escribe una novela argentina. El neoliberalismo genera pobreza y se escribe una novela argentina. La crítica de la representación se acaba y se escribe una novela argentina. Las vanguardias exhiben su fantasmagoría póstuma y se escribe una novela argentina. Se relee a Macedonio y se escribe una novela argentina. Las Malvinas: una novela argentina. Una discusión en la verdulería: una novela argentina. China, Rusia y los camellos árabes: novela argentina. El escritor argentino y el mercado: novela. El country, el exilio en ciudades del primer mundo, la adolescencia eterna: Argentina. Argentina, Argentina: la novela-antinovela, la novela total, la posnovela y la novelita de cada día.
Es todo un mérito nacional que supimos conseguir, hay que decirlo; los problemas existenciarios del ser, la temporalidad y la cebolla caben, sin mucho esfuerzo, en esta maquinaria. Hay una «ontología» del novelar argentino. Y se la practica a través de un discurso vinculado al poder occidental, según Foucault, que va a la prohibición de lo monstruoso o a lo banal, al secreto de la vida común. La diferencia está en cómo se llega a eso. La marca estética y política de esa llegada, en el contexto rioplatense, se da a través del mercado, la cultura y la legitimación foránea (con sus sistemas rentables de traducción) y/o del delirio —no son excluyentes.
En este contexto, y con una evidente venia laisequiana, Los extraestatales de José Retik (Borde perdido editora) se inscribe en la tradición del delirio narrativo propio de la literatura nacional. Una de las marcas insignes de esta práctica es que ahí todo es susceptible de ser conectado con todo, tal como en la misma estructura lingüística de la realidad, fundamentalmente el secreto monstruoso y/o banal con las prácticas de organización política de lo nacional, con el Estado.
El delirio tiene esa doble forma de metafísica e historia en nuestro idioma: el cuchillo gaucho ensangrentado se limpia en el pasto de las estructuras lingüísticas más abstractas. Con lo cual, Retik también va, con Laiseca, a Borges y su reformulación de la literatura nacional, pero para señalar que ciertas tramas borgianas son novelas laisequianas —sin ir más lejos, el cuento «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», que resuena desde la primera página en Los extraestatales.
Con el delirio, Retik se permite el gesto del «escritor salteado», donde cada escenario se abre en forma de prisma, y donde se conectan entre sí de esa manera, tocando la potencia prismática de lo real de la realidad y permitiendo que así los bolsones narrativos se enlacen salteándose.
«Si hay posibilidad de clasificar un discurso como delirante es justamente porque es el lenguaje el que delira desde su potencia creadora», dice con claridad Pablo Farrés en una reseña al libro. Eso hicieron las vanguardias, Joyce y Kafka, etc. Pero, agrega el reseñista, el libro de Retik avanza y narra, con el dispositivo prismático del lenguaje, las estructuras elementales de los saberes que legitiman y despliegan los juegos de poder: muestra con la barbarie lo que es la cultura, o sea, escribe con la misma barbarie de la cultura lo que ella es. Retik ingresa a las frases del poder, a la literatura inherente al poder, para ponerla en estado de delirio: afuera del Estado. El estado del delirio es extraestatal, una alegoría del poder argentino.
«En todas las variantes aparece la misma cuestión: hay un delirio de la política y una política del delirio», señala más adelante Farrés. Y expone la problemática en la estructura sintáctica («sin táctica», diría Libertella) del genitivo. Si esta conexión gramatical señala una pertenencia de un término a otro, ¿el delirio pertenece a la política o es al revés? En esa indeterminación está la farsa del poder: porque la política como red separa el delirio, lo encierra y/o «deja hacer» en las tapas de la literatura, pero no lo asume como su propiedad. Esa es la realidad del poder: su secreto, el no ser más que una literatura que va a lo escandaloso y/o cotidiano para administrarlo, pero vendiéndose como «no» literatura. Entonces, una literatura, como la de Retik, que lleva esa propiedad delirante al corazón de la misma política es, precisamente, la que omite esos juegos de poder, o los hace trastabillar, al devolverle su esencia literaria y moderna.
En el delirio de la novela argentina, se lee el poder y sus prolíficas formas de administrar el monstruo cotidiano de las vidas infames. Amar eso es de delirantes. Y Retik avanza ahí, donde se pone, en un doble movimiento, a la literatura y al Estado fuera de sí. Extraestatal: secreto infame, por banal, del Estado. Los extraestatales: la reversibilidad de la literatura, el culo de la nación, su esencial «literaturidad». La novela argentina encuentra acá otro retorcijón de su permanente cuerpo a cuerpo con la política y su corazón delirante.