por Bruno Cava
(Traducción: Santiago Arcos)
Populismo
La diferencia entre el discurso populista y el discurso liberal clásico estriba en que, para el primero, el pueblo es algo que aun debe construirse, en tanto que para los liberales el pueblo es un algo ya dado. En el primer caso, la construcción del pueblo implica la construcción de una nueva representación. En el segundo caso, a la representación solo le cabe contemplar una sociedad que le precede, lo preexistente, está ya formada.
En el populismo, la historia de la construcción de un pueblo pasa por la división entre un «nosotros» y un «ellos». Denuncia la falsa universalidad del orden representativo existente, que ya no nos representa más, para en seguida reclamar una nueva universalidad. En las revoluciones burguesas fue la lucha contra el ancien regime a partir de lo cual sería posible liberarse de la aristocracia parasitaria para formar la nación y la ciudadanía burguesa, de ahora en adelante considerada una categoría universal. En las luchas anti-coloniales, se luchaba contra la metrópoli y el imperialismo en nombre de la unidad, de la liberación nacional. Con el filósofo Antonio Gramsci, la construcción del pueblo, la gente, reúne a intelectuales, obreros y campesinos en una conciencia colectiva nacional-popular que se libera de la burguesía.
Entonces, para los tecnócratas, más conectados con el discurso liberal clásico, no habría necesidad de construir pueblo alguno: basta con elegir a las personas adecuadas, adoptar «ideas que funcionan» y aplicar la mejor gestión para cada situación específica.
La construcción de lo nacional-popular
En el Brasil, las ideas de lo nacional-popular estaban presentes en la versión desarrollista, donde la modernización nacional se ha combinado con la emancipación popular mediante acciones movilizadoras, pedagógicas y organizativas. La conquista del poder no podría acaecer, simplemente, como una toma del Estado, debiendo pasar por una laboriosa propagación cultural e ideológica de formación nacional, desde las bases. El papel de los intelectuales subdesarrollados, en este proyecto, consiste en liderar el proceso de iluminación de las masas, de acuerdo con un programa emancipatorio. Se evita, de esta manera, caer en algún determinismo económico según el cual sería suficiente industrializar el país para formar un proletariado consciente. Sin la tarea militante de la emancipación popular, la modernización, invariablemente, producirá aun más dominación de clase.
La teoría política más próxima a esa promesa nacional-popular, aunque elaborada en el contexto de las sociedades industrializadas de las economías centrales, es la teoría gramsciana. Según Gramsci, que escribe en la primera mitad del siglo pasado, el ejercicio del poder en el capitalismo no se sustenta solamente en la coerción y el miedo. Se debe fabricar, sobre todo, una legitimidad difusa que, mediante innumerables instituciones colectivas culturales, atrape continuamente el consentimiento de la mayoría. La esfera representativa en su conjunto, compuesta por los gobiernos, los partidos y los sindicatos puede, de este modo, operar como si representase el «interés general», cerrando las fisuras y deteniendo las desviaciones.
La ideología, entonces, no aparece como un sistema de mistificación sistemática. Como si la ideología fuese un velo opuesto a la realidad, una cortina mística que separa a la gente de la verdad acerca de las reales relaciones de poder. Más allá de esto, la ideología tiene un carácter material: determina el comportamiento y se infiltra en los hábitos. El capitalismo, en esencia, no engaña a nadie, y son ingenuas las perspectivas de que podría perder fuerza mediante la denuncia de sus mistificaciónes. Las personas ya saben que el capitalismo es un complejo de explotación que genera, en un extremo, lujo y derroche y, en el otro, miseria y violencia.
Hegemonía y contra-hegemonía
Esto es lo que Gramsci denomina hegemonía: la forma normal de la política en las sociedades desarrolladas y complejas, en las que prevalecen las democracias representativas. Es una operación cultural a gran escala, antes que una unidad forzada por el estado, determinando la existencia de un grupo hegemónico que surge como portador del «interés general». En términos de la hegemonía, el quid de la cuestión no es preguntar cómo funciona el capitalismo, sino cómo nosotros mismos hacemos funcionar. El capitalismo posee una evidencia y una afectividad, impregnadas, en la que estamos involucrados al elaborar nuestra vida cotidiana, nuestros planes y a nosotros mismos.
Por tanto, el enfrentamiento contra-hegemónico pasa también por una confrontación en el terreno ideológico y cultural, con la infiltración gradual en el sistema y que ocupación de posiciones clave –lo que el teórico marxista llamó guerra de posiciones. Es el esfuerzo para reorganizar las identidades políticas que rompen la hegemonía y afirma dos posiciones antagónicas, nosotros (el pueblo) frente a ellos (la burguesía). Cuando tiene éxito, esto significa la construcción de un pueblo en otros términos, de acuerdo con una conciencia nacional-popular marcada por la identidad de clase obrera y el campesinado, que corresponde a la representación socialista.
Laclau y el significante vacío
Ernesto Laclau, post-marxista argentino, se distancia de Gramsci al alejarse de la idea de que la contra-hegemonía configura una lucha de clases. Escribiendo a finales del siglo XX, para Laclau vivimos una realidad post-ideológica, en la que la sociedad ya no puede ser interpretada bajo el esquema dualista de las clases. La lucha de clases es sólo un aspecto entre otros. La lucha contra-hegemónica se movería, de este modo, entre los nuevos movimientos que articulan variadas identidades políticas, implicando también, luchas raciales, étnicos, de género, sexualidad, inmigrantes.
En tiempos de crisis de la representación, la estructura actual del significado pierde consistencia. Como si, debido a la inestabilidad si abriese una brecha en el bloque hegemónico, lo que Laclau llama un significante vacío. Es un lugar estructural, en el que los significados van a flotar a la deriva, a merced de las múltiples fricciones provocadas por la contrahegemonía.
La lucha culmina con el relleno de las grietas, en una reforma social y estatal que recupera las demandas, coopta a los intelectuales y restaura el orden existente (en términos de Gramsci, la revolución pasiva); es la ocupación del significante vacío por un grupo capaz de afirmar una nueva universalidad, un nuevo orden del discurso atravesado por la totalidad social hasta entonces subrepresentada.
Como observa el lector, Laclau sitúa el discurso en el centro de la actividad política. La contra-hegemonía laclauniana implica una redefinición discursiva de la universalidad. La autonomía de la política se produce en un enfrentamiento que, en última instancia, se resuelve en términos del lenguaje. La fuerza sólo puede consolidarse al rearticular la voluntad colectiva en un sentido social global. Esta cristalización de identidades políticas hasta ese momento subrepresentadas determina un nuevo bloque histórico, en una unidad simultáneamente cultural y política.
El oopulismo 2.0 de Podemos
Iñigo Errejón, intelectual español del nuevo partido Podemos, tomó a Laclau como referencia en su tesis de 650 páginas, que versa sobre la llegada al poder de Evo Morales y del Movimiento al Socialismo (MAS) en Bolivia. El autor explica cómo, después del ciclo insurgente entre 2000 y 2006, que incluye las luchas por el agua y el gas, Evo y el MAS lograron reconstruir una hegemonía a partir de la integración de las luchas sindicales/cocaleras, indígenas/campesinas y anti-neoliberales de izquierda. El resultado histórico fue la sutura de una nueva totalidad discursiva que, superando los segmentos, puede ocupar el significante vacío abierto por la crisis de la representación boliviana a inicios del siglo XXI. Bordeando tendencias movimientistas, mistificaciones del indigenismo (y del propio Evo) y sin «misterio de pago» [sin pasar por misterioso] sobre el paradigma del buen vivir y el pachamanismo, Errejón concluye que el cambio social implicó, necesariamente la reforma del Estado y la reconstrucción de las instituciones en otros términos, al reconocer otras identidades políticas como sujetos activos del proceso.
El plano estratégico de Podemos, hoy la mayor fuerza, proyectada, electoral en España, se basa totalmente en esta concepción hegemónica, que viene de Gramsci, Laclau y Ererrón. La lectura es que las jornadas del Movimiento de 15 de Mayo (15-M), en 2011, rompieron el sentido del horizonte del régimen monárquico de 1978, en su alternancia entre el PSOE y el PP. Se abrió así, con el 15-M, un significante vacío que entró en disputa. Sin embargo, hasta el momento, ninguna fuerza organizada consiguió ocuparlo para conferir un nuevo sentido social global. Esta incapacidad llevó al régimen antiguo a extenderse, a pesar de la crisis destituyente, inclusive iniciando actuaciones de rehabilitación a los moldes de la revolución pasiva.
El surgimiento avasallador de Podemos se puede explicar, así, por estar en el lugar adecuado y en el momento adecuado, asumiendo la tarea de tomar para sí el significante vacío del 15-M. Esto implica tomar un discurso capaz de reunir una mayoría social que atraiga a los segmentos de la sociedad fluctuantes, reuniendo las fuerzas dispersas (y dispersadas por la represión) y los múltiples significados políticos. De ahí la idea, tan presente en el discurso de Pablo Iglesias, tomando el «centro del tablero.» Es decir, para afirmar una nueva universalidad que se compone de la totalidad de la sociedad post-15M. Esto significa una amplia y transversal síntesis que, a semejanza del MAS en Bolivia, pueda consolidar el ciclo insurgente en un nuevo ciclo institucional, llevando a la reforma del Estado y de la representación de los nuevos movimientos como sujetos activos.
La embestida contra-hegemónica de Podemos, según el diseño de sus dirigentes, no es ni frentista [de frente popular] –lo que sería una mera unificación cuantitativa y táctica de las fuerzas de oposición– en clave de imposición vanguardista– un intento de toma del poder disociada de las fuerzas sociales no representadas. En cambio, significaría un cambio cualitativo y duradero en el horizonte de significación, integrando las diversas demandas, deseos y sujetos políticos a una nueva universalidad concreta.
La crítica del populismo
Una primera crítica de las teorías de la hegemonía, de Gramsci a Iglesias, está en el hecho de que se da demasiada importancia a los intelectuales. Por supuesto, intelectual, aquí, no debe confundirse con académico. En gramsciano, intelectual es cualquiera de los produce discurso. En las sociedades del capitalismo tardío, esto significa los líderes culturales, músicos, celebridades, presentadores de televisión, en fin, la producción de los medios de comunicación en general. En las teorías post-gramscianas, la comunicación asume una gran centralidad.
En Brasil, esta tendencia puede ser constada con la profusión de análisis que ponen demasiado énfasis en el papel de los «grandes medios» en la articulación de la voluntad colectiva. No es de extrañar que, de acuerdo con el diagnóstico de esta línea hegemonista, uno de los mayores obstáculos para la contra-hegemonía consiste en la impermeabilidad de la radio y la TV para las identidades políticas subalternas. El «significante vacío» permanecería bloqueado.
Para Gramsci, los intelectuales alineados con las fuerzas históricamente emergentes deben sumergirse en la actividad militante cotidiana, en la participación orgánica, en la vida práctica como constructor, organizador, persuasor. Mas allá de fundirse en el pueblo, el intelectual estaría trabajando, así, para la construcción de la conciencia nacional-popular que aspira a convertirse en pueblo.
En el Brasil del siglo XX, se multiplicaron los intelectuales, generalmente formados en las clases medias, que se atribuyen la misión histórica de concientizar (y, por lo menos al principio, conducir) a los proletarios. Lo que va desde la pedagogía del oprimido de Freire o el teatro de arena de Boal, dedicados a la activación de la clase desde dentro, hasta los líderes de los movimientos sociales, como Guilherme Boulos, del MTST [Movimiento de Trabajadores Sin Tierra].
En el «populismo 2.0» de un Podemos, la lectura es otra. Se ha cambiado la composición de clase sobre la base de los movimientos, por lo que no tiene sentido ya organizarse en el esquema dialéctico cúpulas/bases. La idea misma de «trabajo de bases» se ha convertido en un anacronismo en términos de mayoría social. La diversificación de los espacios sociales, la movilidad de las personas entre ellas y la velocidad comunicativa imponen otra manera de abrir grietas en el bloque hegemónico. De ahí la concentración en tanto una capacidad intelectual propositiva, de seducción y síntesis, en tanto vocalizacion transversal de amplios sectores dispersos y autónomos en su propio derecho. Desaparece la figura del intelectual orgánico junto a las masas, de naturaleza gramsciana: Iglesias surge en el panorama de los medios como un intelectual post-orgánico, o más bien inorgánico.
Multitud X hegemonía
La diferencia entre el populismo y la teoría de la multitud, de Negri y Hardt, consiste en que, para la última, la potencia no reside en la construcción de un pueblo. El pueblo no está en la multitud, porque ella se compone de fuerzas singulares que no admiten ningún tipo de unificación. El «significante vacío» de esta manera, no pasa de ser más que una abstracción estructuralista que pierde de vista que el vacío es el producto de un éxodo y no un cambio estructural. El éxodo va al desierto porque esta preñado del mundo y no necesita significantes.
La crisis se genera por la convergencia de plenitudes constituidas por singularidades, mas que por alguna brecha abierta entre identidades y totalidad. Cambia la perspectiva. El 15-M, en ese sentido, es antes que nada una experiencia de vivir el «sí», un ensayo de la cooperación, la creación de redes y el amor a la potencia común, y no un mero cambio de sentido. El trabajo de la multitud no consiste en la consolidación de una «universalidad concreta» mediante la sutura de los significantes, sino multiplicar los puntos de fricción en una variedad de tácticas, destinadas a profundizar las conquistas.
Para Negri y Hardt, no es que la construcción de lo nacional-popular sea moralmente errado porque intente unificar la diversidad de las identidades políticas no representadas, para cumplir con otro proyecto de poder («nacional-popular» o no). Es que, en primer lugar, tales “identidades» no pueden ser representadas, porque son singularidades en permanente transformación. Y en segundo lugar, porque el intento de unificación sustrae la potencia propia de la diferencia que ellas expresan. Es que la potencia reside en la multitud. Lo que coincide con el fondo de la teoría marxista, dado que la multitud es un concepto de clase y quien hace la revolución es la lucha de clases. La esencia de la multitud es su propia potencia, en el sentido de que sus fuerzas singulares son inmediatamente productivas– de formas de vida, afectos activos, derechos vivos, capacidades creadoras de ciudad.
Laclau y Negri difieren en las coordenadas de la lucha en las condiciones actuales. Si Laclau plantea una era post-ideológica, en la que la lucha de clases cede a la diversidad de identidades que tratan de imponerse; Negri señala una mutación en el capitalismo determinado por una nueva forma de vida social, basada en la autonomía de los sujetos, en la colaboración transversal y, en la estela de Deleuze y Guattari, en la amalgama entre lo humano y lo no humano, en el plano maquínico. No es que la clase se ha disuelto en una diversidad de «nuevos movimientos», según Laclau; en realidad, la clase se reorganizó bajo las condiciones de la organización social del capitalismo hoy en día, y es sobre ese terreno que la multitud podría emerger– siempre en antagonismo y en la acción creativa.
La crítica del populismo 2.0
Con el foco en la teoría del discurso, «el populismo 2.0» (Errejón) pierde de vista todo el sustrato con que funciona el capitalismo. Con las mutaciones de las que Negri y Hardt hablan, desaparece cualquier posible división entre el terreno material de las luchas en se constituyen los sujetos, y el terreno cultural e ideológico en el que se articulan las voluntades colectivas. No en tanto que la cultura y la ideología sean super-estructuras de las relaciones económicas– lo que sería marxismo vulgar– aunque estan atravesadas, inmediatamente, por el nivel pre-discursivo o pre-lingüística, el plano maquínico del deseo.
Las experiencias de lucha de los nuevos movimientos y de los ciclos insurgentes– en Bolivia o España– producen trasnformaciones en los niveles de la sensibilidad, una nueva manera de sentir la democracia y la acción común. Los afectos generados por los buenos encuentros se cristalizan en hábitos, mezclándose con los comportamientos más «naturalizados». Si el capitalismo tiene una evidencia y una afectividad, tales construcciones político-afectivas tienen el poder de producir otras evidencias y otras afectividades.
El cambio real no se puede ascendió en la ideología global que sustituye al viejo orden y no procede de esta manera, quedándose en el nivel lingüístico. Con prioridad ontológica, el verdadero cambio debe ser metabolizado por los propios movimientos minoritarios en la construcción de nuevos hábitos, agenciamientos maquínicos. Esto no significa privilegiar alguna micropolítica localista romantizada, sino practicar movimientos expansivos con capacidad propagadora de alta intensidad, atravesando fronteras, identidades, espacios definidos. Después de todo, las minorías son todo el mundo.
Muchas transformaciones, desde la segunda mitad del siglo pasado en adelante, de esta manera, no pasan por la reforma de la representación, ni por la ocupación de alguno significante vacío, lo demás es una ahistórica esquemática igualmente vacío. El lector verá, por ejemplo, la revolución sexual y las drogas de los 60’s, o una serie de mutaciones de la sensibilidad que, a veces, indebidamente, se interpretan como «desarrollos sociales», pero, que, en el fondo significan la producción de prácticas concretas, afectos cristalizados, hábitos. El plano del lenguaje no captura un mundo de flujos y reagenciamentos operativos directamente entre los cuerpos y la composición de los cuerpos, inclusive, con cuerpos no humanos, maquínicos, en su dimensión molecular.
Básicamente, la lucha de la multitud es más potente que la construcción discursiva de un pueblo, ya que opera en el mismo fondo inconsciente de la vida ordinaria que el capitalismo coloniza y explota. Esto se aplica incluso a la cuestión de los medios de comunicación, mostrando la adicción de aquellos tan machacados por oposición al Leviatán de los «grandes medios». Ninguna agencia de comunicación tiene la facultad de emitir declaraciones que, una vez recibidas, pasan a circular a través del tejido social. Esto sería un análisis molar y discursivo del fenómeno. Lo más que pueden hacer es conectarse o conjugarse con las redes de afectos y flujos deseantes preexistentes, que adquieren cierta consistencia. Sólo hay que ver cómo la fuerza de un noticiero de una gran emisora está, a través de los circuitos de deseo, conectados a la maquinaria de la telenovela y del fútbol.
Obviamente, esta percepción no debe llevarnos a subestimar el «poder mediático», pero debemos entenderlo mejor en la medida en que nosotros lo hacemos funcionar.
¿Podemos en el banquillo?
Dicho todo esto, no hay que caer en un esquematismo precipitado. Como si la descripción del MAS a partir del hegemonismo laclauliano, o la autoelaboracion de Podemos por sus profesores-ideólogos, fuese crucial para comprender el sentido histórico y material de aquellos. Es necesario prestar atención a que hay un desfase entre lo que dicen acerca de una experiencia (incluso quienes participan en ella), y lo que esta experiencia nos interpela.
La búsqueda de la mayoría social de Podemos ya fue criticada como captura de los devenires del 15-M, su vago sincretismo populista, colusión demasiado elástica, el personalismo de Iglesias o, en palabras del antropólogo argentino Salvador Schavelzon, una mala traducción político-cultural (¿oportunista?) de los experimentos de la América del Sur. Podemos llevaría a España no lo que de mejor se ha producido en América del Sur, sino que justamente la parte más problemática que ha llevado a los gobiernos a cerrarse en términos de poder constituyente. Sería solo la lucha hegemónista, socialista y nacional-popular, y no lo anti-post-colonialista, multinacional y cosmopolítico.
El punto es que, por el contrario, como en Bolivia, en España, quien dice que Podemos sofocara al pueblo que falta, esto es, la multitud? En Bolivia, el cierre progresivo del gobierno de Evo y el MAS llevó a la apertura de nuevos frentes de fricción y conflicto, que se suman a los anteriores sin resolver, lo que el marxista boliviano (y vicepresidente) Álvaro García Linera denomina empate catastrófico. La multitud siguió actuando con Evo, a pesar de Evo, contra Evo– simultáneamente, y de acuerdo con una variedad de tácticas.
Del mismo modo, si el «poder de Podemos» consiste en atravesar por la multitud, no será un gobierno podemista rehén de la fuerza dispersa, que ahora parece apostarle como una táctica electoral? Si potencia esta en la multitud, por que temer a una alternativa hegemónica cuya fuerza depende de ella en primer lugar?
El error no sería, tal vez, considerar a Podemos, en moldes gramsciano-laclaulianos, como una estrategia de creación del pueblo– en lugar de una más de las tácticas de la multitud, una manera de concatenar el poder y la potencia (potestas et potentia)? Trazar un destino para la experiencia organizativa frente a su ideología asumida, no es, exactamente, confirmar por la via negativa lo que esta ideología describe y prescribe a la propia la experiencia?
Desde donde miro, esta pregunta está abierta.
Dedicado al compañero sudamericano Santiago Arcos, cuyo ímpetu de debate y lucha es una referencia de compromiso no-hegemonista.
Referencias básicas
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SCHAVELZON, Salvador. Podemos, América do Sul e república plurinacional. UniNômade, 2015.