Tuve un sueño: estaba viajando, andaba de viaje por una tierra peculiar, que exigía algo, una atención constante, una especie de apertura también. Cada día era necesario enterarse de cuál era el estado del río que cruzaba esa tierra. Un río con muchos afluentes, una red de aguas, desde la gran corriente principal hasta los riachuelos y las aguas estancadas, hasta el último charco. Era necesario saber cómo estaba en cada momento esa maraña fluvial para poder entender qué posibilidades y qué peligros tendría el día, incluso la mañana, la tarde, la noche.
(Al decirlo, al escribirlo ahora, siento que lo simplifico. Era muy sutil, quizás más de lo que se pueda verbalizar).
En términos generales, había una cuestión cuantitativa, lo más básico era ver si había mucha o poca agua, si había o no crecida, si había llovido o no y cuánto. Pero después había toda una serie de cualidades que eran fundamentales también: el movimiento, cómo bajaba el agua, qué remolinos hacía, dónde se paraba y por dónde conseguía abrirse paso, cómo se estancaba, cuál era su temperatura, su frescura, su olor, llevaba o no mucha tierra, los infinitos matices del color. Y lo más difícil de explicar es que toda esa variabilidad de cualidades, de formas de ser, parecía proliferar hasta un infinito de parámetros que, de una manera si quieren “esotérica” (¡es un sueño!), acababan por ser los propios parámetros (infinitos, cualitativos, constantemente variables) de nuestro existir cada día, de nuestra experiencia en esa tierra (si estábamos o no de buen humor ese día, cuál era la tonalidad afectiva, si el día se iba a dar bien, qué cosas podíamos o no intentar, tendríamos problemas o no, cómo iban a fluir los acontecimientos, cómo iban a ser las interacciones entre nosotros, etc). Pero nada de esto era inmediatamente descifrable. Había todo un juego de interpretación. No recuerdo ejemplos, la verdad. Porque todo esto no era en realidad lo más importante del sueño. Lo más importante era simplemente ese estar atento al agua de esa tierra y al acontecer de las cosas, a la relación entre ambos, que por lo demás no se sentía como un destino cerrado, sino más bien como una invitación a participar en esa variabilidad, a hacer algo con ella, a acompañarla.
Y después, había una dimensión más de ese recabar información para encarar el devenir del día: todos teníamos que comprobar constantemente la fluctuación del peso argentino.
Sí, yo había viajado por primera vez en mi vida a Buenos Aires unas semanas antes de tener ese sueño. Había pasado también después por un pequeño pueblo de los Pirineos, en el norte español, lugar familiar donde en pleno verano habían caído unas inesperadas lluvias torrenciales. El día del diluvio habíamos ido con unos nuevos amigos, que vivían en un pueblo cercano, a bañarnos en una poza, una especie de piscina natural, por la mañana. Una poza que no conoce casi nadie, pequeña pero bellísima, en uno de los afluentes del río que está al lado de la casa de mis padres. Tanto los niños como los mayores nos estábamos todavía conociendo, fue bonito hacerlo en esas circunstancias, darnos un baño en el agua helada, en ese lugar maravilloso. Cuando volvíamos por la senda hacia los coches, empezaron a caer goterones. Las nubes negras. Empapados nos refugiamos en el restaurante local, junto a mucha otra gente. Llovía a mares, implacablemente. Desde ahí veíamos el río abajo, cada vez más marrón, la violencia del agua. Parecía interminable. En los próximos días todo eran chorros, goteos y barros, un aire limpio, y un verde brillante por todas partes.
Pero fue después cuando tuve el sueño, cuando ya estaba en el sur de Italia, en una casa comunal con amigos, algunos también nuevos. También allí, un lugar bien seco por lo demás, cayó una tarde una lluvia torrencial completamente inesperada, que limpió el aire, hizo que todo reviviera y que respiráramos mejor. Despejó el polvo.
En esa casa, los días se organizan sobre la marcha. El desayuno, las pequeñas excursiones a lugares amigos para saludar y proveerse de aceite, pan, vino, verduras y frutas, los momentos de conversación, de estudio, de lectura colectiva en voz alta, los cuidados de la casa que sean necesarios, las largas y minuciosas sesiones de cocina, las llegadas y despedidas de quienes van y vienen, las salidas al mar (nadar juntos hasta la isla y volver), la recogida de yerbas silvestres en el jardín para la ensalada, las veladas de risas y conspiraciones, las rutas a menudo desvariadas en coche hacia encuentros con gentes afines en la zona, gentes que cocinan juntas en hornos de piedra al aire libre, que cantan y bailan, que luchan contra la desertización, que protestan por la destrucción de sus tierras, que se organizan para recuperar formas antiguas de cultivarlas con poca agua, que intentan crear posibilidades de vida para que la gente joven no emigre.
No hay un plan, cuando estamos en la casa de Italia. Cada día va brotando con su propia lógica. No hacemos todo juntos, ni mucho menos, pero sí que vamos entrando en una especie de diálogo de ritmos. Unos se fueron a buscar agua a la fuente porque la del pozo podría estar contaminada, mientras otros se sentaron a comer almendras, golpeándolas para abrirlas. Un niño juega a perseguir a dos adultos. Ahí fuera hay alguien que fuma y fuma, paseando lentamente junto a la puerta. Las toallas mojadas por el agua del mar se secan sobre la cuerda. Se dará o no la posibilidad de que surjan de estos días, de nuestras conversaciones, unos textos, quizás una pequeña publicación. La visita de un grupo de teatro experimental no ha resultado en que pensemos particularmente sobre el teatro, sino en cómo vivir juntos, y en la reinserción al trabajo como una forma de continuación del manicomio para la gente psiquiatrizada. Llegará o no esa amiga con la que planearemos posibilidades de continuar esta forma de vida, a miles de kilómetros. Encontraremos a Giovanni en su casa o no, tomaremos o no con él un café, nos llevaremos vino y pan, nos ayudará quizás a encontrar un sitio mejor donde comprar gas para la cocina, que se ha acabado. Recordaremos o no haber leído el texto sobre el idioritmo, surgirá una ocasión de proliferar, de contagiar nuestros modos a otros amigos. O no. Se pinchará una rueda del coche justo en el día en que se celebra el encuentro más concurrido del verano, tal vez, pero quizás conseguiremos no angustiarnos con la burocracia que nos cae encima, ni con las perspectivas de reinserción en la vida urbana y laboral a la que algunos volveremos pronto. O por el contrario nos agotaremos por la preocupación, por la ansiedad anticipada. Quizás sentiremos de pronto todo el dolor del mundo caer sobre nosotros, todo el sufrimiento de este momento de retorno del fascismo y de “normalización” post-pandémica nos abatirá. O más bien, si el agua encuentra otro camino por el que discurrir, nos sentiremos como un cuerpo colectivo lleno de capacidades del que no se sabe lo que puede, y cada día será largo y rico como una semana, y nos sentiremos revivir. Sentiremos que aquí todo revive.
Estaremos un buen rato en silencio, quizás, sentados en círculo, los árboles de más allá del terreno cercado se moverán, bailando con nosotros.
En una de esas noches de la casa comunal de Italia tuve ese sueño, el sueño del río que influía en el acontecer de los días. Me desperté y lo recordé con claridad.
A pesar de todo lo que había vivido en mis viajes recientes a Buenos Aires y Montevideo, y luego en el Pirineo y finalmente en la propia casa de Italia, a pesar de que me había pasado el verano sobre-estimulado como un niño que sigue correteando sin parar a las 4 de la madrugada, a pesar de todo eso, el sueño demostraba que la lectura de los dos libros de Pedro Yagüe, La última esperanza negra y A la espera, seguía activa dentro de mí.
Porque A la espera, ese extraño libro que no es una novela ni una recopilación de cuentos y es a la vez las dos cosas, presenta una sucesión de historias de un pueblo en el que cada vez que el río crece y se desborda, de manera misteriosa, algo fundamental cambia para alguno de sus habitantes. Un padre recupera a su hijo perdido, una pintora consigue realizar su deseo obsesivo de pintar la oscuridad, un matón que tiene atemorizado al pueblo se marcha… Nunca se sabe por qué, qué causa exactamente esos cambios importantes en las vidas, solo que coinciden con el momento de la crecida del río. Mi sueño era una especie de multiplicación de esa caprichosa relación de la crecida con las vidas. Una versión más capilar, más micro, una proliferación de afluentes. Pero en ambos casos se trataba del misterio que hay en todo acontecimiento, creo. ¿No es verdad que sabemos bien, en el fondo, que las cosas no suceden solo por sus causas materiales, que hay algo en cada suceder que excede a lo que supuestamente lo ha causado? (Y dejaremos para otro día la cita de la teoría de los acontecimientos del filósofo francés y la otra cita sobre la causalidad mágica del patriarca argentino de las letras). Cuando se vive así, como en la casa de Italia, atento y abierto a cómo se van dando las cosas, a cómo van viniendo y pasando, parece que se hace más evidente ese misterio. Que hay algo en el suceder de lo que sucede que es autónomo, que no depende directamente de lo que a todas luces parecería haberlo causado. Que de alguna forma se independiza de esas causas, y brilla por sí solo.
Pero claro, nunca ese suceder está tampoco del todo solo, porque además de independizarse de sus causas materiales, parece que está en relación con otros sucederes. ¿Será porque nos dejamos olvidado un bolso en la casa y volvimos por él que luego pinchamos la rueda cuando nos dirigíamos hacia el mar? “Sí, claro –dirían los defensores del sentido común-, porque después de recuperar el bolso decidimos ir por otro camino, para no volver por el mismo de antes, y ese otro camino estaba lleno de piedras que pincharon la rueda”. Bueno, ¿cómo negarlo? En un plano eso es cierto, sí, incontestable. Pero en otro… ¿no fue más bien, de alguna extraña manera, que el flujo, que el ritmo en el que estábamos se rompió al tener que volver por el bolso, y que eso rompió la rueda? ¿No fue que ese no poder ponernos aún en camino hacia el anhelado azul, ese primer no arrancar, ese volver atrás, que ese pequeño obstáculo generó de alguna manera un cambio de ritmo hacia otro aún mayor, una parada más brusca, un bloqueo más permanente? Se estancó el agua, se hizo un charco, y los pies se nos quedaron en el barro. La grúa no llegaba, y luego en el garaje no tenían la rueda de repuesto necesaria. Algunos no llegamos ya a ver el mar ese día.
A la espera. Queda entonces uno a la espera del siguiente acontecimiento. Y queda uno interpretando, tratando de averiguar la misteriosa relación entre los distintos acontecimientos. ¿Qué ritmo está adquiriendo el día, de qué forma están pasando las cosas, cómo se van entrelazando, cómo van discurriendo, fluyendo, entrando en relación entre sí los acontecimientos? ¿Cómo sucede un día? ¿Es monótono y repetitivo, está lleno de ruido y de indiferencia o por el contrario abunda en momentos distintos, intensidades, situaciones en las que florece el sentido? Y por lo demás: ¿cómo sucede un año, o toda una vida? ¿qué acelerones y paradas, qué momentos decisivos marcan su acaecer, qué rachas de intensidad o de indiferencia atraviesa una vida?
En el libro de Yagüe los relatos son como enormes gotas de agua que caen de una vez. Cada relato se articula en torno a uno o dos acontecimientos centrales, traídos misteriosamente por la crecida del río. Son acontecimientos enteros, bien redondos, totales, decisivos y resplandecientes. Terribles también, claro, porque a menudo parten a las personas por la mitad. Y quedan ellas a la espera, y ensayan distintas formas de relacionarse con el acontecimiento que volverá a traer la siguiente crecida, esperando que les repare lo que el otro rompió.
A menudo el propio acontecimiento que les trajo algo bueno les trae también la desgracia. Encontró a su hijo, pero dejó de soñar con su difunta mujer. Consiguió pintar la oscuridad pero no volvió a poder pintar nada más. (Y fuera del libro: tuvieron la inesperada posibilidad de ir al mar en un día que se presentaba muy ajetreado, pero al ponerse en camino pincharon una rueda). Entonces los desgraciados anhelan el próximo acontecimiento, la próxima crecida, y los satisfechos no. Hay quien espera y espera, y llega a idolatrar al río. La crecida traerá quizás la posibilidad de vengarse de un agravio, de curarse tal vez de alguna enfermedad. O será el final definitivo de la racha de suerte de un empedernido jugador. Porque, se trata de algo así, ¿no?, Son “rachas”. Flujos, olas que se pueden surfear hasta que se rompen.
El peligro del “esoterismo” siempre está ahí, claro. En el otro extremo de “los defensores del sentido común” estarían quienes tratan de forzar el acontecimiento. Vuelven a caer en el clásico error: creen que disponiendo un conjunto de causas materiales (hundiendo sus pertenencias en el río, quemando su estudio de pintura) accederán a esa otra dimensión, causarán el acontecimiento. Pero no. Incluso dar muerte al cuerpo, ahogarse en el río, aún siendo la muerte el acontecimiento que más claramente se independiza de sus circunstancias materiales, resulta insuficiente. A veces el mundo puede ser exactamente el mismo, el mismo orden de las cosas, y sin embargo todo aparece distinto, como llega a percibir en un momento el personaje del intendente. Porque el orden de los acontecimientos es de otra naturaleza y no se comunica directamente con el de las cosas. De nada sirve esperar a un cuerpo mesiánico que sería capaz de juntar los dos órdenes. El acontecimiento ya está siempre aquí, tan cerca y tan lejos a la vez.
Es como un aforismo, o como uno de esos dibujos de Rocío Katz que acompañan al relato. Tiene su propia lógica, funciona de una vez, en una especie de todo o nada. El relámpago del sentido-sin sentido que precede a la tormenta.
En A la espera el acontecimiento es salvaje, terrible, inescrutable. Nos inunda con su intensidad, a penas conseguimos vislumbrar su relación con otros acontecimientos, casi no alcanzamos a canalizar esa gota inmensa, ese desborde en un cauce de palabras que traten de darle un sentido. Por eso los relatos de A la espera están llenos de silencio. Cada narración es como un cuento oral que se podría aprender de memoria. Tiene solo lo esencial, porque es muy difícil establecer conexiones entre las cosas que pasan de una forma tan misteriosa. El libro está escrito a lo japonés, a golpes de palabra como golpes de pincel zen, golpes de frase en medio de un enorme vacío. Como los cuentos populares tradicionales, se debe al acontecimiento, ve el mundo como algo que pasa y no como algo que es. Se mueve en el límite entre el desbordamiento absoluto y la sequedad más atroz. Pues en efecto, cuando finalmente el río deja de crecer, cuando llegamos al desierto de acontecimientos, es decir, a un mundo como el nuestro, en el que la indiferencia se lo come todo, la situación es aún peor:
“El río, la plaza, las calles se convierten de a poco en el reflejo gastado de lo que somos. Una calma fría clavada hasta el fondo. Todo está lleno de un polvo seco, insoportable, sin gusto a nada.
Quedamos solos.
El olor a tierra húmeda ya no invita a imaginar. No hay alivios ni temores. Solo queda una tibieza muerta que ni sirve de consuelo”.
Pero no acaba aquí mi sueño, ni tampoco mi encuentro con esta especie de peculiar taoísmo literario rioplatense. Ya lo dije, en mi sueño una dimensión más de ese constante interpretar el acontecimiento fluvial, era el estar al tanto de la fluctuación del peso argentino.
Pero la influencia de la fluctuación del peso argentino en las vidas era mucho más difícil de interpretar y mucho más brutal que la relación de las cualidades del agua con el acontecer de los días. Era como un límite extremo del mismo juego. El extremo más violento y destructivo de ese juego de interpretación y padecimiento de lo que está sucediendo y va a suceder. Porque las subidas y bajadas del peso no podían ser apropiadas, acompañadas, anticipadas, ni narradas. Eran una pura arbitrariedad cayendo sobre los cuerpos, un sin-sentido que los atravesaba sin remedio.
Quizás en ciertas tierras, quizás en ciertos momentos, el desierto crece hasta tal punto que la irrupción del agua sucede inevitablemente con una violencia arbitraria y destructiva.
¿Cómo, si no, se iba a percibir el río de lo que acontece en los mundos en los que se supone que nunca puede pasar nada, que todo está canalizado, encauzado, pre-determinado, para que cada día sea igual al anterior?
En la lógica de mi sueño, La última esperanza negra empieza donde termina A la espera (aunque según la comprensión cronológica del tiempo fueron escritas en orden inverso). A la espera muestra cómo la misteriosa influencia de las crecidas sobre la vida de las gentes del pueblo van generando un arte de la interpretación, un deseo de ponerse en relación y de entender al río. Un impulso que al principio prolifera y llega a ser hasta optimista. Pero según avanza la narración, ese arte y ese deseo de entender el sentido de los acontecimientos recibe duros golpes, y va quedando mermado, hasta terminar en la desesperación y la sequedad total. Antes no había quien entendiera la crecida del río y sus extraños efectos, pero ahora es peor aún, “todo está lleno de un polvo seco, insoportable, sin gusto a nada”. “No se escucha nada” y “el olor a tierra húmeda ya no invita a imaginar”.
Este, me parece, podría ser el panorama de nuestro tiempo. Y también el punto de partida para comprender lo que pasa en ese “pueblo vertical”, ese bloque metropolitano de apartamentos que protagoniza La última esperanza negra (y que es de alguna manera el trasunto “moderno” del tipo de pueblo de A la espera -al que, como explica Sergio, el portero, ya no se puede volver).
Este mundo “moderno”, nuestro mundo, un mundo habitado por personas que viven en cajas y en el que todos los días están diseñados para ser iguales, es paradójicamente el mundo en el que quienes creen haber logrado “poseer el clima”, los que pretenden someter todo acontecimiento al control, han impuesto su estúpida forma de vida. El dispositivo principal que han (¿hemos?) inventado para someter al control los acontecimientos, para alcantarillar el sentido, es su cuantificación y su moralización. La cuantificación moralizante del sentido de los acontecimientos.
Todo lo que ocurre tiene que ser sometido a un juicio cuantitativo de valor.
Cuántas cosas (muchas, pocas, ninguna) hemos podido comprar, cuántos viajes al extranjero, cuántas cenas en restaurantes, cuánta ropa, pero también cuánta atención hemos conseguido obtener en las redes sociales, cuánto prestigio en los círculos profesionales o informales que sean (literarios o académicos, por ejemplo), cuánto cariño y cuidado hemos logrado canalizar hacia nuestro Yo, cuánto hemos conseguido, cuánto vale nuestra vida, cuánto vale cualquier cosa.
Es un terrible error, porque el criterio cuantitativo –como el sueño me recordaba- es tan solo el primero, y, digamos, el más burdo, que podemos utilizar para acompañar y comprender la forma de constantemente variable del río.
Y por eso, frente a la violencia de esta burda canalización, el agua retorna, de muchas maneras. “El agua es discreta pero constante, desgasta las cosas con el tiempo, siempre cede pero nunca es vencida”, se cita en la novela.
Incluso en el desierto, el agua no deja ser –de esa peculiar forma- abundante.[1]
Quizás el hilo principal de La última esperanza negra sea la historia de ese retorno del agua a través del principal dispositivo que el occidente colonial capitalista creó para controlarla: el dinero. El dinero, la plata, la guita, invento supremo diseñado para que todo lo existente pueda ser cuantificado, para embridar, fijar, sellar, canalizar y en definitiva encharcar, estancar, embalsar de una vez por todas el flujo del acontecer, del sentido y del valor. El dinero, que debía ser el gran instrumento para poner a los poderosos de una vez por todas por encima del agua. El dinero: nacido como una forma de hacer más sencillo el arte de saquear a los de abajo, para no tener que desplazarse hacia los pueblos a robar directamente, para no tener que mancharse los pies de barro. Para que la riqueza afluyera hacia los castillos de una forma más “práctica”. El dinero, el gran embalsamador de la realidad, que pretende que lo real sea y no suceda, que la realidad sea de una vez por todas una serie de cantidades, que sea cuantificable y no infinita su forma de suceder. El dinero, sí: es justamente a través de ese máximo instrumento de control que retorna con fuerza todo el caos de lo impredecible:
“Hay mucha guita sobre la mesa. Guita lenta, guita rápida, infinita. Verdes, opacos, grises billetes, con su inconfundible olor a naftalina financiera. Olor a billete. Olor a viejo, verde y sucio billete. Que se escabulle por las calles como los viejos verdes, en busca de sus cuevas, de sus polleras, de sus piernas largas de carne joven. Sobre la mesa de vidrio, el dólar se mueve y mueve, sube y baja, vende y compra, mata y muere”.
¿Qué nos ha pasado? Nuestros dispositivos de control, de cuantificación, se desbocan, nos explotan en la cara. Las cañerías se rompen. El peso argentino fluctúa locamente, en Wall Street y en todo el mundo las apuestas cada vez más delirantes son ya una forma de vida, a pesar de todos los cracks, y sus oleadas de destrucción. Nos convertimos en esclavos de nuestros perfiles, de nuestra marca personal. La atención, el prestigio, incluso el cariño nos resultan ahora siempre escasos. Nos damos cuenta de que nuestra relación de pareja solo tenía sentido antes de la crisis, mientras teníamos plata para salir a cenar fuera y comprar cosas. Miramos atrás y recordamos que fue por un vago deseo de poder hacer viajes turísticos que empezamos a prostituirnos, para acceder a la plata necesaria. Ahora todo ha explotado. Ahora ya no hay plata en la que podamos confiar, ni tampoco prestigio ni reconocimiento suficiente, no hay seguridad, estamos solos frente al desborde. Nos encontramos deseando una normalidad en la que nunca pase nada, como el académico Javier (en el que tantos -hombres de letras, sobre todo- reconoceremos lo peor de nosotros mismos): “Quiere estar en su casa trabajando, sin goteras, sin pasos, sin cultores, sin Poetas, sin vecinos, sin un mundo, real o imaginario, esa insoportable interferencia que no deja de sufrir. Quiere recostarse por un tiempo en la calma, en esa laguna de espacios y palabras”.
Queríamos suprimir el mundo, estancar el agua. Pero el agua estancada se pudre, y hay quien dice que el agua estancada es la mayor causa mundial de muertes humanas.
Ahora es demasiado tarde.
Ahora puede incluso que tengamos dinero, que hayamos conseguido ahorrar, que tengamos los ahorros de toda una vida. Pero de nada sirve ya. Somos lo contrario a los atracadores de esa novela de Piglia, que tienen lenguaje, capacidad de contarse a sí mismos, narración, anécdotas, voces, paranoias, historias, un flujo abundante de sentido, pero no tienen plata. Nosotros incluso cuando tenemos plata, no tenemos ni una gota de sentido. Estamos secos.
Y entonces el agua vuelve, lo inunda todo y lo único que nos queda es “plata mojada”.
Pero, al mismo tiempo, no lo olvidemos, estamos narrando, soñamos, contamos nuestros sueños, contamos historias. Armamos y leemos novelas como estas en las que tratamos de dar cuenta de la endiablada cárcel en la que estamos.
Y quizás también reaprendemos a vivir con las formas siempre infinitas e incontrolables del agua. O al menos, a lo mejor, encontramos cómplices, recuperamos fuerzas. Hasta sonreímos.
Nos pasa, quizás, como a Cordero editor, que publica estas novelas de Yagüe, según se dice en la solapa interior:
“Cordero quiere moverse. Tiene en sus patas las cadenas de la máquina cultural, con sus políticas de victimización, sus estereotipos, sus jergas. Las lógicas instrumentales que rodean a la palabra lo asfixian y debilitan. Necesita algo diferente: unas ganas, una sonrisa cómplice, una carcajada. Solo eso lo podría animar. No busca palabras, sino alimento para recuperar las fuerzas. Cordero edita para escaparle a esta época, para respirar, para buscar su propio tiempo”.
[1] En estos mismos días en que sueño y escribo esto, publico una novela: La gran abundancia. En ella los Asistentes Personales dominan el mundo distribuyendo constantemente historias a la población, con el pretexto de que les harán más felices. Pero algo va mal. Los índices de atención a las historias están cayendo en picado. Los asistentes personales han utilizado ya tantos relatos que se están quedando en el desierto del sin-sentido. Sufren de una sed perpetua. Anhelan constantemente la insalivación que produce el deseo de saber lo que va a pasar, el deseo de que prosiga la narración. Nunca tienen suficiente. Van a tener que hacer algo para conseguir más historias y más atención. Pero, ¿de dónde podrán extraer todavía el plasma del sentido?
[…] Incluso en el desierto, el agua no deja ser –de esa peculiar forma- abundante.[1] […]