Pinochetismo cyborg // Rodrigo Karmy Bolton

A los amigos

“El asombro porque las cosas que vivimos sean “todavía” posibles en el siglo veinte no es ningún (asombro) filosófico.” –escribía Walter Benjamin hacia el final de la tesis VII sobre el concepto de Historia. La concepción progresista de la historia está interrogada sobre todo porque el progreso –dirá Benjamin, en otro lugar citando al Angelus Novus de Paul Klee- no es más que una sola catástrofe. Podemos cambiar “siglo veinte” por “siglo veintiuno” y transportarnos rápidamente al Chile contemporáneo que tiene a la candidatura pinochetista de José Antonio Kast como serias posibilidades de triunfar en la segunda vuelta electoral. ¿Asombrados? ¿cómo candidaturas como éstas podrían ser “todavía posibles”? –es la pregunta que se formula el progresista. Pero es precisamente su concepto de Historia el que aquí hay que interrogar, el que experimenta un límite infranqueable que se sintomatiza en el “asombro” progresista frente a la posibilidad de que Kast sea presidente. La pregunta concreta y clave a este respecto es: ¿por qué el Chile octubrista votó por el pinochetismo? 

Hasta ahora, algunos importantes columnistas disímiles estirpes, parecen haber construido un consenso preocupante: la revuelta no habría sido el estallido “emancipatorio” y anti-neoliberal con el que nos ilusionamos, sino la impugnación a una oligarquía para permitir que una gran masa de población excluida pueda participar del sistema neoliberal. No se trataría, entonces, se una revuelta que irrumpió exigiendo menos sino más neoliberalismo. Se trata de la tesis de Carlos Peña devenida episteme oligárquica gracias a El Mercurio que, nuevamente, opera como su cogito. Al devenir episteme la tesis Peña construyó la narrativa  orientada a salvaguardar el mito de Chile (el neoliberalismo): no solo la revuelta había que considerarla simple “delincuencia” y pura “violencia” que había que condenar, sino que la raíz del problema residía no en el defecto del proyecto país, sino en su virtud: el neoliberalismo debía popularizarse, democratizarse del nicho puramente oligárquico que habitaba las comunas del Rechazo. Pero el neoliberalismo era la senda correcta del progreso, y su modernización. 

Bajo esta episteme que articuló la máquina mitológica de la oligarquía, la revuelta jamás fue pensada en su dimensión afirmativa, en la potencia imaginal que traía consigo y en su efecto destituyente; sino siempre en clave de “anomia”, “delincuencia”, “violencia”, “destrucción” o “caos”. Como bien califica Brunner en su última entrevista, se trataba solo de una “fantasía política”. La revuelta siempre era el “mal” de toda política, su antítesis, lo que “faltaba” de política, aquello tremendamente “irresponsable” que debía ser conjurado si queríamos que el neoliberalismo –como programa modernizante del Chile actual- efectivamente mostrara lo mejor de sí. 

La clave de este proceso reside en que puso en práctica una serie de dispositivos (columnas, acciones políticas, discursos, propaganda) que terminaron construyendo una narrativa de la revuelta identificándola sin más a la abstracción del término “violencia” y circunscribiendo su deseo al neoliberalismo: más consumo, no menos, más capital no menos. Como se constata el periplo discursivo del año 2021, no hubo jamás una discusión mínima sobre la noción de “violencia” sino simple y puramente, una exigencia a su condena. El moralismo se impuso y la narrativa, según la cual, había que “condenar la violencia” para que la democracia prevaleciera dirigiendo sus esfuerzos a un “más neoliberalismo” y no “menos”, pareciera haberse convertido en consenso. ¿Democracia? -¿qué puede significar ese término para quienes ven sus viviendas y barrios allanados permanentemente por la policía, las bandas criminales de todo tipo, que ven morir a sus familias de COVID19 en un consultorio porque no existen camas suficientes, o que deben organizar bingos para pagar las millonarias sumas de operaciones o tratamientos de enfermedades? ¿Qué puede significar “democracia” sino el nombre de los poderosos? 

Peña devino así la vanguardia discursiva de la restitución oligárquica, cuyas formas hoy no se expresarán sino en el triunfo en primera vuelta de un fascismo cibernético o, si se quiere, de un pinochetismo cyborg que cristaliza la nueva fase de acumulación. Sin embargo, la construcción de la narrativa “peñista” no fue simple. Implicó una materialidad decisiva que implicó la aplicación del terror entres hebras precisas: la político-institucional, la sanitaria o biomédica y la económica y social. 

La político-institucional implicó la aplicación piñerista del terrorismo de Estado con las fuerzas paramilitares llamadas “policía” –y en un momento el Ejército- contra Wallmapu y la revuelta octubrista desde el 19 de octubre de 2019. La aplicación del terrorismo de Estado trajo mutilaciones oculares (más de 400 casos), muertos, heridos y presos a quienes se les aplicó una ley excesiva para delitos menores (ley de seguridad del Estado y otras nomenclaturas), siguiendo la doctrina inaugurada por EEUU con la “guerra contra el terrorismo”. Piñera mismo refirió al “enemigo poderoso” cuando decretó el estado de excepción constitucional y movilizó a las FFAA por el conjunto de las ciudades del país. El efecto del terrorismo de Estado ha sido la separación de los cuerpos, neutralización de su potencia afectiva.  

La sanitaria o biomédica trajo consigo la restricción de desplazamientos, el aislamiento y corte de lazos y capilarización del terror en la fantasía de que cualquier contacto podía ser causa de contagio: familiares muertos, enfermos, otros que iban a trabajar arriesgando la vida cada vez que se subían al transporte público y se sabía que los consultorios y hospitales estaban atestados de pacientes y colapsados. Me interesa cómo la restricción pandémica confiscó justamente el lugar de la revuelta: la sensibilidad, la abertura del lazo afectivo que ahora se conminaba a reducirse al aislamiento y clausurarse por miedo al contagio: la revuelta contagia como el virus, ambos podían detenerse bajo el aislamiento proveído por la excepcionalidad jurídica.  El terror a la enfermedad funcionó como atmósfera que cerraba puertas y separaba cada vez más a los pueblos respecto de sí mismos. 

Finalmente, el terror económico y social –estamos en “crisis”- frente al que el gobierno se mostró táctico para dosificar las cuotas de “ayudas” (no “derechos”) monetarias a la gran masa de desempleados que flotaban en el espacio social y que habían sido producidos por el mismo neoliberalismo que, en momentos críticos, debía reducir sus puestos de trabajo y multiplicar el delivery como máquina –y paradigma del capitalismo contemporáneo- de precarización absoluta para la mayoría de la población. Desempleo, exceso de trabajo por la misma paga, deudas aumentadas exponencialmente, los tres retiros a las AFPs fueron la herramienta clave para despejar transitoriamente el problema e inyectar dinero fresco al debilitado mercado. 

Tres formas de aplicación del terror, ya no necesariamente desde una política excepcionalista del schock, sino desde la construcción de la ominosa “nueva normalidad” que no deja de operar como “acumulación originaria” permanente donde las cuotas de violencia resultan fundamentales para el despliegue y reordenamiento del capital. Articulación y –diríamos-coordinación del terror político, sanitario y económico a la vez. Todo eso en dos años que devastaron a los pueblos pero que, a pesar de todo, pudo mantener la energía octubrista en la insistencia en el plebiscito, la elección de los constituyentes el 15 de mayo y la consolidación de la Convención Constitucional desde el 4 de Julio de 2021, pues pudo mantener dicha energía mínimamente organizada vía el conjunto de las redes sociales. 

Se ganó espacios a pesar del terror aplicado. Porque el simple terror no sirve. Se requiere de una narrativa. Y esta última fue ofrecida por el discurso sobre la “violencia” que, progresivamente, cuando se inició la carrera presidencial –ese simulacro tan bien armado- fue pulido y derivado tribunal por el que todo candidato debía “condenar o no la violencia”. Una violencia siempre abstracta –por cierto- y un discurso tribunalicio que operaba desde las grandes corporaciones mediáticas con los periodistas como sustitutos cómicos de un juez que exige que todos depongan la violencia, salvo él que se consolida como el gran Leviatán. El discurso de “condena de la violencia” es una táctica eficaz para apropiarse de ella, y ejercerla sin contrapesos. 

¿Cómo es que la revuelta devino pinochetismo ciborg? Y curiosamente, varias columnas, omiten el schock normalizado que han experimentado los pueblos de Chile desde que salieron a descolonizar su matriz neoliberal para el 18 de octubre de 2019. La aceptación de que la revuelta no era más que violencia o una “fantasía política” sin destino ha sido, en el fondo, con matices más o menos, la aceptación de la matriz discursiva de El Mercurio en voz de Peña.  Para dicha matriz, el terrorismo de Estado aplicado por Piñera, los agotadores meses de pandemia, o las angustias provocadas por la situación económica, pareciera no haber existido nunca o, quizás, como simple detalle, un epifenómeno aún no analizado y que resulta imprescindible analizar. Sobre todo, porque el octubrismo no fue derrotado, a pesar de la experiencia de terror aplicada. Para la narrativa “peñista” todo se trata de que, finalmente, la revuelta expresaba un conjunto de población pro-neoliberalismo cuya consumación termina, ni más ni menos, en la potenciación de la candidatura de Parisi y Kast. La elección presidencial del pasado 21 de noviembre aparece, para este discurso, como el triunfo de su tesis: el votante Parisi y el triunfo de Kast en primera vuelta confirma que lo que el pueblo “quería” era más neoliberalismo y no menos. 

Sin embargo, esa supuesta explicación –explicación que no explica-  habría que explicarla a su vez en virtud de la aplicación biopolítica del terror devenido “nueva normalidad” (¿o acaso nadie recuerda ese término tan original?). ¿Qué hace el terror? En este breve esbozo, advertimos algo crucial: las tres líneas del terror no operaron simplemente como “represión”, sino como una nueva territorialización afectiva, como una restitución de la subjetivación neoliberal, pero en forma hipertrófica: la microfísica del terror produce el efecto de separación de los lazos, y de aislar a los individuos. A pesar de todo, procesos de vida común continuaron porque la conflictividad asociada no cesó jamás. Si la revuelta abrió la dimensión erótica en la que los cuerpos se encontraban y abrazaban, el terror sobrevenido trabajó capilarmente para producir su aislamiento y separación. Si la revuelta traía consigo la “rabia” –que siempre denota el quiebre del principio de justicia-; la aplicación del terror pudo territorializarla en “odio”, pasión favorita del fascismo. Vida común por individualismo hipertrófico: he aquí la clave del triunfo de Parisi y Kast que capitalizaron la mutación sobrevenida gracias a la aplicación del terror que termina reconduciendo al discurso anti-oligárquico (presente en Kast y Parisi, de formas diferentes) hacia la reivindicación de la individualidad: no somos ni de derecha ni de izquierda (sino puros) –dice Parisi; o queremos “paz” (orden) y afirmar la “libertad” (esa soberanía individual) contra la violencia de la revuelta –dice Kast. Ambos operan bajo el simulacro del outsider: Parisi porque no viene de la “clase política” (pero había sido candidato otras veces y hace años que tiene un trabajo al respecto), Kast porque proviniendo de ella, se fue de la misma e irrumpió para apropiarse del sector reconstituyendo a la “verdadera derecha” característica del pinochetismo. En ambos, anti-oligarquismo –que era la referencia octubrista por excelencia- se anuda al individualismo. La crítica a la clase política, en Parisi contra la “derecha y a la izquierda”, en Kast al “piñerismo” como su cristalización. ¿Cómo Parisi –ese avatar que casi sale presidente- pudo ser votado? Justamente por eso: su ausencia produjo mayor goce, y su devenir avatar expresó lo que la “salida de la democracia” que estamos experimentando anuncia: el mundo fáctico de la cibernética, el pinochetismo cyborg

Asistimos, pues, a una cuota de sorpresa: el progresismo neoliberal que no dejó de machacar con la “violencia” e infantilizar la revuelta de Octubre adhiriéndose tácita o explícitamente a la narrativa “peñista”, experimenta un singular asombro: el eventual triunfo de Kast. Ahora nos llama a “defender la democracia” después de que, por dos años, contribuyó a construir la narrativa de la violencia y la modernización (el “peñismo”) que deslegitimaban los esfuerzos de los pueblos de Chile por descolonizar su histórica devastación. Se “asombran” de que estas cosas (Kast-Parisi) sean “todavía posibles” cuando, por dos años, han contribuido abiertamente a instalar sus condiciones. Se “asombran” de que estas cosas sean “todavía posibles”, pero parecen no ver que Kast es su propio hijo y Parisi su hermano menor.

Kast y Parisi solo hablaron el lenguaje que el “piñerismo” legó y que el “peñismo” aceitó. Ese es todo su pecado, su única virtud. Capitalizaron su fuerza para catalizar no la “rabia” sino el “odio”, y así imaginar no una vida en común sino una verdadera comunidad de separación. Ahora bien, el pinochetismo cyborg ¿qué es? La forma actual del devenir de dicha violencia. Si ésta se cristalizó en un primer momento bajo el cuerpo físico de Pinochet y posteriormente bajo su cuerpo institucional (la Constitución de 1980), hoy se apuntala otra fase de su devenir, en que su desmaterialización deja la forma física y jurídica para identificarse plenamente a la abstracción infinita del capital en el nuevo ciclo de acumulación neoliberal. Eso es Pinochet. 

Que la segunda vuelta pueda desactivar al pinochetismo cyborg implica recobrar los afectos perimidos, abrirlos a los otros, sin miedo hacia la vida común, sin miedo al “octubrismo” y su imaginación. Pero eso implica invitar a atravesar –sin miedo, con esperanza- el fantasma de Chile que aún sigue anudado a esa violencia golpista de 1973 como condensación de la violencia portaliana que estructuró los 200 años de República. 

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