Pero cómo te vas a llamar Tehuel, pibe.
Es imposible.
Los invisibles no tienen nombre.
No caminan la calle, no entran en los negocios, no pagan, ni piden, ni dan.
Sus teléfonos no suenan, silenciados, en la noche de los barrios; no los localizan los radares; ni los buscan las radios policiales con sirena y armas largas y sus ojos tuertos de no mirar.
No los registran las cámaras, ni los arrepentidos, ni los buchones; ni el cuchillo de los asesinos; ni las pruebas de ADN Made un China, for export.
Los invisibles no tienen nombre, pibe.
Ni trabajo, ni CV en LinkedIn, ni hacen fila con el diario enrrollado; ni se refleja su cansancio en la vidriera de los negocios; ni se oye tras el muro su terror.
No tienen carteles en blanco y negro con su rostro, palo de madera, santuario, velas, marcha, misa o procesión. Ni fecha de nacimiento, ni fecha de defunción. Ni sueños, ni santo, ni seña, ni huevos de pascuas confites de colores y borde azucarado. Ni resurrección.
Ni gira por las redes su foto aunque sus familiares, por naturaleza o elección, las suban una y otra vez a sus cuentas. Y las asociaciones hagan flyer, y los ajenos escriban extensas declaraciones, y haya un comunicado oficial o dos o tres, o se pronuncie algún funcionario en Twitter, hashtag preocupación.
Ni así aparecen los invisibles porque nadie sabe si están muertos o vivos, una incógnita, quizás tirado su cuerpo desnudo en medio de la calle imposible de ser visto.
Vos, y tu nombre, Tehuel, que no es tu nombre, porque los invisibles no tienen nombre, pibe.
Y eso hace que todo lo que dice de vos también se vuelva invisible, tan poderosa tu condición.
Y por eso no aparecen aunque los busquen, desesperadamente, sus queridos, vevo.