La penúltima vez que vi a Horacio Verbitsky fue en Avellaneda. Corrían los primeros días posteriores al anuncio de Cristina Fernández postulando a Alberto Fernández. El movimiento táctico era inesperado, efectivo y a la vez preocupante. Garantizaba el triunfo electoral y al mismo tiempo blanqueaba un horizonte sin demasiadas expectativas. En el auto que nos llevaba al lugar de una de las tantas presentaciones de Vida de Perro, escuché las mismas palabras que luego se pronunciarían en la conversación pública: el desafío político principal, en ese contexto y durante los próximos cuatro años, sería el de evitar una fractura en la coalición de gobierno. Si hubiera que imaginar lo que pasaba por la cabeza de Horacio, y quizás también por la de Cristina Fernández, uno podría escuchar: hay que evitar la tragedia del ’73. La ruptura entre Perón y la juventud, entre dos velocidades dentro del mismo proyecto: el apuro de jóvenes militantes y organizaciones sociales y la conciencia de la dificultad de los funcionarios en cargos del Estado. Su tono era moderadamente esperanzado. Advertía las enormes dificultades, pero confiaba en la conciencia que Cristina Fernández de Kirchner, Alberto Fernández y Axel Kicillof tenían de la situación. Lo que se venía, escribió luego, no era un período de transformaciones, sino un gobierno de la “sensatez”: demasiado poco para lo que se necesitaba, pero imposible de despreciar frente a la alternativa de cuatro años más de Macri.
La Argentina del antimacrismo se hizo ver de modo contundente y definitivo durante los días de diciembre de 2017. Se trató de una reacción popular extensa, ante un plan de gobierno criminal cuya crueldad había ido en escala. Del asesinato de Santiago Maldonado al de Rafael Nahuel, pasando por el caso Chocobar. Imposible olvidar la fría crueldad de la argumentación oficial, por entonces a cargo de la ministra Patricia Bullrich: cada agente de seguridad que dispara un gatillo representa la defensa de la propiedad privada, fundamento del Estado nacional. Fueron los años de las grandes movilizaciones sindicales, universitarias, del movimiento de los feminismos. Verbitsky fue, durante aquellos años, el periodista mejor informado y el más eficaz comunicador político.
La última vez que vi a Verbitsky fue en un departamento luminoso, al que se había mudado recientemente. El nuevo gobierno acababa de asumir. Retomamos una antigua preocupación suya: encontrar una editorial que se ocupara de que sus libros estuviesen disponibles. No había llegado a un acuerdo satisfactorio con Siglo XXI, surgió la posibilidad de trabajar con la editorial Las Cuarenta. La idea de armar una biblioteca virtual con todos sus textos e ir publicando unos cuatro libros en papel cada año comenzó a tomar forma. Luego del verano y ya en medio de la pandemia, comenzamos a preparar los libros: La mano izquierda de Dios con nueva introducción –“Los fantasmas del Papa Francisco”–, doscientas páginas extraordinariamente documentadas sobre la conducta de Jorge Mario Bergoglio durante la última dictadura; El vuelo y La música del Perro. Fue un año de distancias en el que, sin embargo, su presencia fue constante. A las tradicionales columnas dominicales se sumaron sus apariciones radiales de los lunes, miércoles y viernes, en El Destape. Recuerdo dos episodios –para mi ríspidos– que nos llevaron a hablar muy brevemente y por WhatsApp de cuestiones políticas y personales. Uno, fue su duro cuestionamiento a la querida Rita Segato por declaraciones de esta sobre el golpe en Bolivia y la figura de Evo Morales. No fue fácil. El inmediato y firme rechazo al golpe en Bolivia era y sigue siendo compatible con el respeto a la valiosa obra de Segato, en particular, a su insistente rechazo –comunitarista y feminista– de los razonamientos de tipo binario. El otro fue la infame represión, encabezada por el ministro bonaerense Sergio Berni y respaldado por el gobierno de la Provincia de Buenos Aires, a la toma de Guernica por parte de cientos de familias humildes, y la arrogante difusión de un video con imágenes de la descarga violenta contra personas humildes. El CELS confirmó que ese desalojo –y toda esa violencia desproporcionada– hubiera sido evitable, y la revista Crisis expresó lo que muchos sentimos en lo más íntimo al calificarlo como un “punto de inflexión”. Sin embargo, el ministro Berni fue ratificado en su cargo, demostrando que no se trataba de un mero exabrupto sino de una política orgánica. Esa política –débil con los fuertes y fuerte con los débiles– terminó por transparentar los límites estructurales del proceso político en curso. Verbitsky no dudó en decir estas mismas cosas en una columna radial, aunque a sus ojos –como ante una gran mayoría– no se trató de una partición de aguas. Se trata, por tanto, de las mismas distancias y diferencias que ya habían quedado registradas en Vida de Perro. Esas que se acotan frente a la derecha, y crecen en épocas de oficialismos.
Hace dos viernes, mientras escuchaba la que sería la última columna del Perro en El Destape, atravesé el difícil trance de advertir que algo malo –¿extraño?– estaba ocurriendo. El habla pausada y el tono irónico de Horacio era el mismo de siempre; la columna no brindaba información, narraba una historia personal. Reconocí de inmediato ese modo de narrar, esa argumentación fundada enteramente en criterios propios. Luego de compartir con él tantas horas en conversaciones públicas y privadas, creo que el Perro no miente: se autoedita. Recibí la impresión de que el derrape no se explicaba según las alternativas más obvias (opereta o chochera), sino que había ocurrido un desliz dramático, traicionero y casi imperceptible para él mismo: esos mismos rasgos de confianza en sí mismo –intuición, vocación por la pelea, sentido del honor– que lo llevaron a escribir las mejores páginas en momentos extremadamente adversos, se sublevaban jugándole una mala pasada en vivo y en directo. No me parece que este sea el primer traspié de Verbitsky. Sí, seguramente, el primero con notables implicancias éticas y políticas. No fue difícil anticipar la secuencia que sobrevendría: linchamiento mediático, cloaca en las redes sociales, necesidad de proteger la tarea del CELS del desastre, crisis política de gran magnitud, todo tipo de declaraciones oportunistas sazonadas con la aparición de antiguos resentimientos por derecha y por izquierda y, en general, el desagradable espectáculo de destrucción y derribo de una obra de investigación cuyo rigor está, aún hoy, fuera de discusión. Lo que no es fácil es anticipar cómo será el próximo capítulo.
Porque si algo distingue este episodio de tantos otros, de los que Verbitsky fue partícipe o protagonista, es que esta vez la pelea del Perro es contra sí mismo. Son sus propios criterios éticos y opciones políticas los que fueron violados por su acción. No hay en quién descargar culpas. El Perro cayó víctima de sí mismo. Y de ahí habría que partir si se quiere comprender y sobre todo aprender algo de este episodio desgraciado, que quizás no pueda ser tratado en el lenguaje de la equivocación y las disculpas, aunque sea lo que le corresponde hacer. Llegado a este punto, ya no se trata de Verbitsky, sino de cómo funciona cierto sentimiento de decepción que forma parte del mecanismo de las idealizaciones. Es cierto que Verbitsky no es reemplazable –como dice la carta de los colaboradores de El Cohete A la Luna, de la que participé– y, en esa medida, seguimos esperando más de él. Pero también es cierto que no se trata solo del juego de las titularidades y de las suplencias (agregar algo sobre los oportunismos periodísticos sería redundante), sino de identificar nuevas eficacias en el plano de la inteligencia colectiva, vinculada a las causas a las que Verbitsky fue tan útil y de las que se volvió un referente fundamental. Me refiero, sin lugar a dudas, a las décadas de lucha en el terreno de los derechos humanos y, desde ahí, a las investigaciones referidas a formas de acumulación, emparentados con corrupción y represión. Lo verdaderamente urgente no es el juicio a Verbitsky, que seguramente seguirá realizando sus aportes desde El Cohete A la Luna y desde otros lugares, sino la maduración de nuevas figuras de investigación y justicia, sean individuales o colectivas, capaces de aprehender, en su escritura, el simultáneo de pasado y presente en el que se desenvuelve todo movimiento social auténtico.
Conforme pasan los años hay preguntas que en lugar de apaciguarse no hacen sino crecer. ¿Se trata de Verbitsky? Pero, ¿quién es Verbitsky? Cuando comencé a escribir Vida de Perro, lo primero que hice fue intentar responderme estas preguntas, hasta que se despejaron cada una de las leyendas negras, tanto sobre su conducta en los años ’70 como sobre los aportes de la fundación Ford al CELS. Según me explicaron los propios miembros del organismo, esos aportes comenzaron con la presidencia de Emilio Mignone y se minimizaron y diversificaron durante la presidencia de Verbitsky, quien —me consta de primera mano— no se ocupaba de obtener estos recursos. Tras esta tarea preliminar y necesaria –debidamente registrada en el libro–, pasé a dedicarme a la pregunta que me parecía verdaderamente importante: ¿qué es lo que se puede aprender hablando con Verbitsky, en vistas a un balance histórico argentino del tiempo reciente, a un diálogo entre generaciones y perspectivas políticas diferentes en tiempos en particular adversos y, sobre todo, con relación al tratamiento de los hecho? La mejor de las respuestas a todas estas preguntas está en sus textos. En la escritura que sobrevive espléndidamente bien al tiempo. Pienso, sobre todo, en textos que son ya clásicos imprescindibles, como los cuatro tomos de la historia política de la Iglesia Católica Argentina, como El Vuelo o como Ezeiza. Pero también esos textos en los que el periodismo deviene ciencia política, y da cuenta de la dinámica de las fuerzas en pugna en ciertas coyunturas, con una profundidad que se le escapa a la crónica habitual, como La educación presidencial.
En estas horas en que Verbitsky saca cuentas con Verbitsky, cae sobre sus lectores, de todas las generaciones, el peso de evaluar qué tratamiento dar a semejante carga histórica.