Perecer // Luchino Sívori

Hoy todos somos, aunque reneguemos de ello, postmodernos. No hay acto que no implique performance, perfil que no encubra disfraz, idea que no encierre elección. Pero sobre todo: no hay Fe que haya nacido, previamente, fuera del pensamiento. 

El religioso hoy predica habiendo pasado antes por numerosas etapas de ensimismamiento. El militante no lleva una bandera si no es bajo la sombra de una duda, que le vuelve una y otra vez (por eso exagera, vociferante). Los que hacen, y hablan, lo hacen mientras se escuchan convencidos.

La consciencia de sí -es decir, perspectiva, es decir, premeditación- calcula. En categorías que saca de terapia o internet, o de alguna teoría normativa, la vuelven previsoramente ambiciosa. Siempre está definiéndose; es el síntoma de época. Hasta a la incertidumbre vuelve un PowerPoint.

Están (meta-taxonomía) los que se visten de Pasado, los neo-positivistas, el revival Namasté. Hasta los evangelistas se visten de creyentes. 

Nadie en una cena familiar no piensa cómo llevar a cabo sus premisas de forma eficiente y eficaz. El lenguaje-algoritmo habla por nosotros.

El filósofo francés está en stories, y el cementerio de Maradona cae, solemne, en las garras del análisis somático. Lo racializado es blanco, y Pasolini viaja en el tren de Liniers para que Naty Peluso juegue con el lenguaje en Barcelona. Proxies rodeando la espontaneidad.  

Y luego está la crisis: sin ontología, sin meta-relato, sin sujeto político, sin significante vacío, sin acontecimiento. El Excel, como el haiku, no son conmemorativos. Describen, interpretan, explican. La “irrupción del ser” convenientemente comunicada, para que lo parezca. 

Donde hay énfasis hay enfermedad.

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