por Heriberto Yépez
Justo hace veinte años yo era un obrero de la maquila en Tijuana y planeaba poner bombas en esas fábricas y en el edificio del PRI frente al muro que puso Estados Unidos.
No sé si por excelente o pésima suerte, la maquila (Verbatim) en que yo trabajaba en aquel año estaba frente a una universidad pública, y solicité ingreso, y fui aceptado y decidí cruzar ese puente, que me sacó del ensamblaje y de la cartolandia del este de Tijuana donde vivía sin servicios públicos y rodeado de laboratorios de droga, porque aquella era la mera época y zona operativa del cártel.
Muchas cosas han sucedido desde entonces. A veces me pregunto por qué quise dejar de ser un maquiloco, ese miserable tan encabronado con cada punto del sistema.
Hoy soy un escritor (odiado por muchos) pero, al contrario de aquel joven tijuanense que soñaba ser “alguien” (escapar de la miseria), hoy quiero ser “nadie”.
A mitad de septiembre de este año anuncié cerrado el proyecto de “Heriberto Yépez” porque lo consideraba el sueño de un joven marginado para salvarse convirtiéndose en un escritor de la “literatura mexicana”; no faltaron idiotas que saltaron de gusto por la desaparición (imaginaria) de una obra, nombre o, peor aún, un escritor.
Unas semanas después, el gobierno decidió organizar otra más de sus matanzas de descontentos. Ante aquello reiteré que mi decisión de desaparecer como “nombre” no era un capricho “personal” sino abono de algo mayor.
A uno de los ejecutados de Ayotzinapa le arrancaron la cara, lo desollaron; mientras ese crimen tan horripilante circulaba (como anti–selfie), no pude evitar pensar que la decisión de desaparecer mi nombre y, prácticamente auto–sepultar mi carrera, era congruente con este momento (y otros).
Aquel joven soñaba ser alguien, porque era lo que en una colonia marginada del norte de México y el patio trasero de Estados Unidos se podía soñar.
Antes fui un apestoso proletario y hoy soy un apestoso intelectual. Hoy quiero solidarizarme con los ejecutados de todas las causas (y cárteles) y, por ende, desposeerme de mi propio nombre. No tener rostro o firma personal, ser otro desaparecido más (en este control colonial–capitalista).
Nunca más aparecerá un libro ensamblado por estas manos bajo aquel nombre.
Desgraciadamente, tengo que vivir de algo y seguramente tendré aquí o allá que firmar con el nombre aparecido en mi acta, que es falso (como todo nombre e identidad) pero como mínimo gesto intelectual y como mínima señal de congruencia con la historia mexicana de la que soy parte quiero dejar claro que estoy convencido de que ser éticamente mexicano hoy significa abandonar todo, comenzando por nuestra propia cara (desollada) y nuestro propio nombre (punto de un dron de la CIA).
El viento dice que es justo el momento de perder la cara, perder el nombre.
Nada del mundo anterior ya sirve para nada. Viene otro mundo.