El período 1983/2023 admite ser concebido en dos segmentos, cada uno delimitado por una crisis: el primero de ellos concluye en 2001 con el derrumbe del bipartidismo (crisis del radicalismo). El segundo se estaría cerrando en el proceso electoral en curso con la irrupción de la extrema derecha. Se trata de “pequeñas muertes”, en torno a la que se juegan mutaciones que trascienden la politología y plantean cambios en la relación entre pueblo y Estado o entre multitud y política. Cada una de estas mutaciones ilumina la distancia en la que la política se sitúa con respecto a los problemas impuestos de modo eminente durante el período comenzado a partir de 1976. Los sucesivos desfallecimientos poseen, a pesar de ser tan distintos, una recurrencia en común: la sensación colectiva de frustración con la política convencional, impotente a la hora de afrontar problemas cuyo solo planteamiento apunta a una fuerte transformación (la Argentina de 2023 no logra superar la lógica impuesta en 1976).
Al señalar al terrorismo de Estado como fecha clave de la que dependen las demás, hacemos propio el argumento de Alejandro Horowicz, autor de Los cuatro peronismos, para quien la última dictadura apuntó a liquidar no sólo las bases de la argentina peronista, o fordista con base en la industria por sustitución de importaciones, sino, sobre todo, la voluntad de lucha política del movimiento obrero aniquilando en el camino toda oposición política autónoma. ¿Por qué acudir al terror masivo para modificar un patrón de acumulación y de distribución del ingreso si dicho programa no incluyera la decisión de aniquilar a las fuerzas inconformistas organizadas? El uso del terrorismo político estatal sobre el mundo popular apuntó a liquidar las condiciones que permitían al movimiento obrero actuar como sujeto político. El objetivo último -y exitoso en sus términos- fue desarmar, por un período indeterminado, la voluntad de lucha política de la clase trabajadora. El peronismo, que había sido la forma política mayoritaria de aquella clase obrera subsistió, pero ya “sin tarea histórica” (a esa condición posthistórica Horowicz la denomina “cuarto peronismo”). Sea renovador o menemista, el movimiento peronista/partido justicialista posterior al 75 dejó de funcionar como instrumento político al interior del cual una clase obrera se constituía como fuerza capaz de forzar una democratización del conjunto de la sociedad.
Una democracia signada por la desactivación del campo popular, en la que se vote al partido que se vote triunfa siempre el mismo programa político -el programa del Partido de Estado: privatizaciones e impunidad a los genocidas- es una “democracia de la derrota”. Tal es el título de un texto clave de Horowicz escrito en 1989. Más de tres décadas después cabe preguntarse si tal caracterización resulta válida para el segundo subperíodo antes mencionado, aquel que comienza con la crisis de 2001 y la emergencia del kirchnerismo.
Esta es la pregunta que se hace el autor en un libro recién publicado –El kirchnerismo desarmado. La larga agonía del cuarto peronismo– que actualiza las hipótesis de sus trabajos anteriores. A Horowicz se lo mortifica con la cuestión de si cada nueva metamorfosis del peronismo da o no lugar a un quinto peronismo. Este libro ratifica su reiterada respuesta negativa y suscita al mismo tiempo nuevas cuestiones que bien podrían encadenarse del siguiente modo: ¿hay que concebir al estallido de 2001 y/o el posterior kirchnerismo entre las tentativas de cuestionar los términos de la derrota impuesto por el bloque de clases dominantes a la sociedad argentina a partir del 76? De responder negativamente, ¿no se estaría entonces proponiendo una eternización de la derrota de los años setenta como clave explicativa de todo lo ocurrido durante casi cinco décadas? Y si este fuera el caso: ¿no obligaría semejante larga duración de una derrota sin objeciones ni cuestionamientos a sugerir nuevos criterios teóricos y recursos subjetivos que nos permitan, por fin, salir de la condición de vencidos?
En el fondo, lo que está en juego es la validez de la premisa misma que define el trabajo intelectual de Alejandro Horowicz. Ésta puede formularse así: el entendimiento -la lectura de la situación vivida- es una operación imprescindible para dar curso a una nueva eficacia política. De otro modo, el enfrentamiento estará por siempre perdido de antemano. Al definir al derrotado en términos cognitivos -incapacidad de apropiarse conceptualmente de su propia derrota- se postula la carencia del término reflexivo sin el cual es imposible revertir la situación. En otras palabras: la derrota política acentuó aquel diagnóstico de una “izquierda sin sujeto” que León Rozitchner propuso a mediados de los años sesenta. La incapacidad de los vencidos (el movimiento obrero, las izquierdas) de elaborar su propia condición habría llevado a desear, casi como único horizonte posible, una vida política a salvo, sin enfrentamientos. Puesto que las relaciones de fuerzas impuestas por la intervención de la dictadura “burguesa-terrorista” no hicieron más que sellar un vínculo íntimo amenazante entre enfrentamiento, exilio y muerte, nada más razonable para los vencidos de entonces que abrazar los límites de una democracia castrada, incapaz de revisar los términos impuestos por los vencedores. La “democracia de la derrota” no sería más que la parlamentarización de la dominación y no la condición de posibilidad para su cuestionamiento.
El título del libro es ya una tesis, que no se comprende si se ignora que el militar prusiano y teórico de la guerra Carl von Clausewitz afirmaba que en todo conflicto bélico se trata de desarmar la voluntad de lucha del enemigo. Ese desarme, fechado en 1976 y sostenido en el tiempo justifica la noción de derrota de Horowicz. Desde esta perspectiva, 1983 no puede ser considerado como el año de una gran ruptura. La “conquista de la democracia”, luego del inevitable fracaso en Malvinas del Partido Militar, da lugar al primer gobierno de la democracia, que sin embargo no puede ser leído sino como el primer gobierno constitucional de la época marcada por la derrota. Alfonsín podía juzgar a las juntas militares, pero no podía revisar el modo en que las Fuerzas Armadas implementaron el programa del bloque de clases dominantes.
Si los derrotados lo son mientras no comprenden lo que les pasó, la primera tarea para dejar de serlo sería conceptualizar sus propias circunstancias. A esa comprensión se dedica la casi totalidad del trabajo de Horowicz. Se trata de una tentativa original de una historia conceptual de la derrota, orientada a reintroducir la problemática política de la revolución, cuya ausencia o cristalización mítica no son sino el más claro signo de la derrota en cuestión. Con este objetivo inmediato el autor pone en marcha un proceso categorial cuya eficacia consiste en iluminar el modo en que se delimitan los fenómenos políticos como expresiones legibles del desenvolvimiento histórico de la lucha de clases. Hay toda una metodología de las singularidades y de las diferencias específicas en juego: cada desplazamiento categorial pretende captar la dialéctica interna del campo contradictorio de lo real múltiplemente determinado tanto por los requerimientos de la acumulación de capital y sus mecanismos inherentes de dominación de clase como por las luchas obstaculizan tal desenvolvimiento.
El campo político de la democracia, enseña Horowicz, funciona en torno a una categoría particular a la que denomina el “Partido de Gobierno”. El gobierno es el espacio articulador de la política, puesto que en él se instituye (y también se quiebra) la intersección entre el programa del bloque de clases dominantes (vínculo orgánico entre acumulación y forma estatal) y el programa del arco de votantes. El Partido de Gobierno es, durante el tiempo que lo logre, el encargado de operacionalizar la sutura entre ambos programas. El Partido de Gobierno que en una determinada coyuntura es capaz de realizar con éxito el desdoblamiento que le permite articular -parlamentariamente- a un amplio arco de votantes con los requerimientos permanentes del bloque de las clases dominantes se vuelve él mismo Partido de Estado (Partido que asume el programa del bloque de clases dominantes). Horowicz distingue dos programas de Estado en la argentina reciente: el Plan Pinedo de sustitución de importaciones, vigente hasta el Rodrigazo; y el Plan Austral que con variaciones y nombres sucesivos no hace sino repetir el mismo ciclo el pago de deuda externa y fuga al sistema financiero del excedente productivo.
¿Qué pasa cuando esa labor de intersección fracasa? El bloque de clases dominantes procura evitar por todos los medios a su alcance que la crisis de gobierno se convierta en una crisis del Estado. Durante buena parte del siglo XX el modo de evitarlo corrió por cuenta de la intervención del brazo armado del propio Estado: el Partido Militar. Esto fue así hasta la última dictadura. En lo que va de estos últimos cuarenta años, esa situación varió radicalmente. La parlamentarización de la dominación ocurrida a partir del año 83 fue el efecto -entre otras cosas- de la derrota de Malvinas, que Horowicz presenta como derrota de una fallida política independentista del propio partido militar respecto del bloque de clases dominantes. La novedad posterior a 1983 -el juicio a las Juntas Militares de 1985- es, precisamente, que el juego parlamentario basta por sí mismo para administrar las crisis de gobierno. ¿Cómo gestionó el bloque de clases dominantes la crisis de 2001 de modo tal de preservar el programa de Estado y dar lugar a la formación de un nuevo partido de gobierno? Con una resolución desde arriba que combinó represión policial y combinaciones parlamentarias. Se trata del proceso que se extiende desde la asamblea legislativa que nomina a Duhalde como presidente provisional hasta las elecciones legislativas de 2005 en que Néstor Kirchner se consolida como nuevo jefe del Partido de Gobierno. Si el orden político del subperíodo 83-2001 pudo beneficiarse de los efectos duraderos del terror en la sociedad, esos años fueron también los de la desactivación de la amenaza de golpe militar (que hoy se intenta recomponer a partir de apelaciones como las de la candidata de La Libertad Avanza, Victoria Villarruel). La recomposición del partido de gobierno posterior a 2003, debió enfrentar con cada vez menos margen de maniobra dos exigencias cada vez menos compatibles entre sí. Gobernar se ha convertido -dice Horowicz- en un intento de integrar por medios enteramente políticos las demandas de salario obrero, consumo popular, educación y la vivienda de la base social (arco de votantes) junto al requerimiento del bloque de clases dominantes de una “normalización de las condiciones de reproducción ampliada del capital”. Si 2023 asume el aspecto de una segunda pequeña muerte de la democracia lo es en la medida en que cada vez hay “menos margen” para garantizar la fuga del excedente sin sumergir a masas enteras de la población en la pobreza.
La pregunta que retorna es la siguiente: ¿qué es lo que permite afirmar que el estallido de 2001 y/o ciertos momentos del primer kirchnerismo en el poder no apuntaron a provocar modificaciones en el programa de Estado (repetición de Plan Austral: administración de la deuda, hiperinflación, ¿default?)? La tesis de Horowicz es que con independencia de la intención que atribuyamos a los agentes políticos aludidos, no hubo transformación efectiva y duradera de los lineamientos del programa de las clases dominantes (suerte sellada en 2008 en la derrota de la 125 contra las patronales del campo), sino ratificación de un patrón distributivo regresivo entre patrones y asalariados. En las páginas dedicadas al gobierno de Alberto Fernández, se detalla la dilapidación del poder político acumulado por el actual gobierno durante el comienzo de la pandemia, que hubiera resultado de suma utilidad para proponer medidas destinadas a modificar el panorama impuesto por el criminal endeudamiento de Macri con el FMI. La oportunidad desaprovechada es esbozada por Horowicz en tres señalamientos precisos: la incapacidad para plantear medidas de emergencia amparadas en un tiempo de excepción, la posibilidad efectiva de estatización de la empresa Vicentin y la simultánea recuperación del control de la hidrovía.
El kirchnerismo desarmado es un breve tratado sobre la incapacidad de la fracción militante más dinámica de la política argentina posterior a 2001 para articular una voluntad de enfrentar con éxito -constituyendo un proyecto histórico popular- el programa de endeudamiento y fuga impuesto por el bloque de clases dominantes a partir del 76. Pero también es una amarga reflexión sobre la incapacidad de la izquierda constituida como tal de asumir esa misma tarea con un mínimo de efectividad en el curso de la crisis presente. La hemorragia electoral de Unión por la Patria (ex Frente de Todos) no vino acompañada por un crecimiento de alternativas progresistas, sino por una notable reducción de la suma de votantes dispuestos a ejercer un voto válido positivo a fuerzas políticas no explícitamente ultra-reaccionarias. Que la verdadera novedad en curso sea la irrupción de una fuerza de extrema derecha que crece al ritmo de la inflación y la erosión de salarios e ingresos populares actúa por sí misma como una señal lo suficientemente alarmante como para no formular graves cuestionamientos sobre el estado de impugnación que cae sobre la actividad política del llamado campo popular en sus diversas expresiones.
La tesis de Horowicz también se podría plantear del siguiente modo: si el kirchnerismo no consiguió (o no se propuso) una tarea histórica diferenciada (y por tanto no pasó de cantar la música del cuarto peronismo con la letra del tercero, el de Cámpora y la JP), no dejó por eso de sufrir las represalias -aquí la mecánica del desarme- del bloque de clases dominantes. El intento de asesinato de CFK en septiembre de 2022 es la muestra más extrema de un proceso dilatado que abarca de modo notorio la prédica continua del aparato de comunicación y la persecución montada por el poder judicial en sus más altas esferas. De allí la pregunta inevitable: ¿qué es lo que se desarma cuando se desarma primero a las organizaciones populares de 2001 y luego al kirchnerismo? Si el peronismo nació con la irrupción de un nuevo movimiento obrero allá por el ‘45, el kirchnerismo -única expresión política en condiciones de heredar la gran impugnación callejera del neoliberalismo- desistió de organizar cabalmente (como si de su propia fuerza se tratase) las energías desencadenadas durante el estallido de 2001. Esa desestimación política y conceptual le dio al kirchnerismo su ambivalencia constitutiva: por un lado, su proximidad por contigüidad con el estallido, que lo convirtió en blanco de los ataques del bloque de clases dominantes, y junto a ello su renuncia a constituirse plenamente sobre aquella experiencia, privándose de la única fuerza en base a la cual hubiera podido contar para eludir el desarme al que fue constantemente sometido.
Pero el asunto no termina ahí. Porque las razones por las que ninguna fuerza popular -sea de izquierda peronista o no- ha logrado hasta el momento romper con el dispositivo de la derrota desborda largamente la coyuntura nacional y supone incluir una reflexión sobre el funcionamiento del semio-capitalismo (o el pasaje a la era digital) en contextos de precariedad -laboral y psíquica- extendida [1]. En una entrevista reciente Horowicz respondía a una pregunta sobre aquello que no sabemos leer de nuestras propias circunstancias haciendo referencia al dolor acumulado (nunca debidamente procesado) en estas últimas décadas. ¿Hay afectos congelados bloqueando nuestro pensamiento político? En esa entrevista Horowicz elogia el modo en que Ricardo Piglia trazó sus mapas de lectura en literatura. Lo considera “leninista”. ¿Admite la política en su bancarrota actual ser tratada como un campo de prácticas capaz de autoconocimiento (como hizo Piglia con la literatura)? En la página 145 del libro que estamos reseñando el autor usa la siguiente expresión: “una lectura crudamente política”. Esa crudeza es un poco la clave del asunto. En el momento en que la extrema-derecha cree haber encontrado el modo -los mecanismos, las tecnologías- de conducir un enorme cansancio y una vasta humillación hacia la peor de las trampas, el mundo de las izquierdas en todas sus variedades se debe una reacción a la altura de las circunstancias. El asunto del desarme de la voluntad política -o lo que es lo mismo, la “larga agonía”- es también el llamado a asumir (tanto en el terreno político como en el conceptual) el fin de la autocomplacencia.
[1] En este sentido, resulta necesario leer el libro de Horowicz en un dialogo no del todo fácil con otros tantos libros como Deserción, de Franco Bifo Berardi (de inminente publicación en Prometeo), que plantea el agotamiento para las condiciones del semio-capitalismo de la voluntad como facultad decisiva de un paradigma político y el rescate de sensibilidad como potencia cognitiva y actuante efectiva; e Implosión. Apuntes sobre la cuestión social en la precarización, libro de Leandro Barttolotta e Ignacio Gago, miembros del colectivo Juguetes Perdidos (Tinta Limón Ediciones 2023), con su precisa comprensión de la vida popular implosionada como la de una extenuación física y psíquica que define en términos emotivos a la multitud contemporánea separándola de los requerimientos que la calificarían como actor político.
¿Puede una derrota durar 50 años? Semejante cosa supondría que los términos de la batalla, los contendientes, los objetivos, el horizonte epocal, todo permanecería inmodificado. Esto es para pensarlo. Las consecuencias materiales de aquella derrota son nuestras condiciones de partida, es cierto, pero ¿por qué tenemos que heredar intacto el peso subjetivo de aquella derrota? ¿O acaso no abandonamos voluntariamente los términos (unos cuantos al menos) de aquella contienda? ¿Cuáles son los mecanismos de esta especie de herencia generacional que se nos desliza íntegra, inadvertida e incuestionada? ¿Estamos obligados a situarnos en el lugar de quienes desearíamos lo mismo que hace 50 años pero no hacemos nada para conseguirlo?
Pareciera que la soldadura conceptual que ha efectuado AH en sus últimos textos le permite elaborar un discurso que obtiene de ahí su contundencia narrativa y su potencia esclarecedora en el mapeo de la dinámica de las fuerzas conservadoras o reactivas, lo cual es francamente para agradecer, pero me parece que abre muchas preguntas en cuanto a su eficacia política presente, a las tareas de resistencia y construcción que hoy podemos poner en juego. El peligro es que el análisis se sitúe demasiado del lado de arriba del “doble poder”, volver a trazar (y a creer) en la línea demarcatoria de la representación política que aprendimos a desaprender los que crecimos con el 2001.
Entiendo el gesto de AH de no ofrecer respuesta concreta a la pregunta «¿y entonces qué hacemos?» desde un punto de vista de cautela política e intelectual, pero no puedo escapar a esa sensación de callejón sin salida cuando escucho la repetida mención a esas «fuerzas de abajo» que son constantemente invocadas pero nunca (hasta el momento) historizadas por él (salvo con cierta distancia en El Huracán Rojo y en un breve pasaje de Los Cuatro Peronismos sobre el cordobazo y que le baja un poco el precio en términos de autonomía…).
¿Son historizables esas “fuerzas de abajo” que son invocadas una y otra vez como determinantes? ¿No es hora de analizar cuáles fueron los errores tácticos y conceptuales cometidos “de este lado”? ¿No es imprescindible no sólo esclarecer quienes son y qué están dispuestas a hacer, sino cómo dominan las “clases dominantes” y actualizar nuestro rol en la reproducción de esa relación? ¿Podemos avanzar sin revisar la composición de estas intactas unidades analíticas? Creo que realmente nos aportaría mucho un movimiento en esta dirección. Quizás en un futuro trabajo AH nos ofrezca algo al respecto.
Pd. La fórmula de AH es la música del tercer peronismo con la letra (guión) del cuarto.