Pensar sin Estado (al Estado, y a nosotrxs). Ignacio Lewkowicz y el presente. // Agustín Valle

Intelectual de singular brillo y capaz de dejar una huella indeleble en sus centenares de interlocutores, profundo lector de Marx, Foucault, Althusser y Badiou, entre otros, Ignacio Lekwowicz (IL) tenía una erudición no burocratizada, con un marcado sentido situacional del valor de las lecturas, lo que le permitió desarrollar una teoría y un lenguaje propios. Era historiador, pero un historiador raro, que insistía en que la historia no se dedica a investigar el pasado: la historia toma al pasado como campo de muestras para investigar los procesos de mutación en la forma humana, la subjetividad, el lazo. La historia estudia alteraciones, agotamientos, novedades. Mira al pasado para entrenar la mirada en distinguir —nietzscheanamente— qué fuerzas están activas y son configurantes en un entramado; y qué elementos, por el contrario, son restos, que todavía están más o menos inertes como árboles en pie pero sin vida. De hecho, fragmentos inerciales (que todavía existen) pueden persistir por siglos, pero su efectiva supervivencia se adapta a la pragmática actual, aunque sus habitantes puedan percibirse igual que siempre, como parados en una esquirla grande sin advertir el Big Bang. Las monarquías, la Iglesia católica, los diarios en papel, son ejemplos diversos.

Ahora bien: si se entrenan en estudiar las mutaciones, lxs historiadorxs pueden dedicarse a pensar el presente. Es lo que hacía IL: un radical pensador del presente.

Tras la muerte de Dios, aún debemos lidiar con su sombra, citaba IL a Zaratustra para decir que “así nos pasa a nosotros con el Estado-Nación: murió pero lidiamos con sus sombras”. Aquella meta-institución que coordinaba integralmente el conjunto de las instituciones y las relaciones entre individuos sufrió el desfondamiento de su capacidad de producir subjetividad. El Estado ya no es lo que era. “Tiene mucha influencia, sí, pero influencia no es soberanía”, escribió. Ya no produce ciudadanos, administra (si acaso) consumidores. El mercado —incluyendo los medios de comunicación— produce la subjetividad. Para la subjetividad mercantil (el consumidor, el espectador, el usuario) el Estado es un dato, un recurso, una nostalgia, un enemigo…

Sin embargo, agotado como Estado-Nación, el Estado puede ser pensado bajo nuevas figuras que le devuelvan potencia vital para la población y el territorio. Esa inteligencia caracterizó el proceso de relegitimación gubernamental desde 2003, con la presidencia de Néstor Kirchner. Una nueva legitimidad de gobierno y Estado, que se nutrió de subjetividades previas, sublevadas contra la representación en 2001, y desplegó potencias nuevas. Empero, si las sombras del Estado oprimen el cerebro de los vivos, impidiendo pensar con representaciones ajustadas a la realidad concreta del presente, tal revitalización está condenada a chocar. Así es como se produce la “farsa” de la repetición marxiana de los acontecimientos en la historia, porque la “segunda vez” no acontece la cosa sino una cosa con estatuto de eco, sombra o representación de aquello que tuvo fuerza efectiva en su vez primera.

En una entrevista realizada por Luis Gruss, incluida en el flamante libro Todo lo sólido se desvanece en fluidez (Coloquio de Perros, 2024), IL afirma que Marx dice eso en El 18 Brumario porque lo que le importa es que no se repita la historia, que no derive en farsa. Esa preocupación —ese deseo, mejor—, acaso sea de Marx, pero seguro de IL: pensar el presente con rigor, precisión y efectos subjetivantes, animándonos a asumir lo poco que a priori sabemos sobre él sin la lluvia de representaciones inerciales con las que podemos creer que sabemos algo, que tenemos un mapa eterno de lo real. Lo llamó, en aquellos años, pensar en inmanencia, pensar en situación, pensar en fluidez, pensar sin Estado.

Pensar sin Estado. La subjetividad en la era de la fluidez (Paidós, 2004) es su libro más conocido. Se publicó días antes de su muerte y puede que sea el libro más rico de la revuelta de 2001 (la mayor sublevación popular argentina en medio siglo), libro partícipe de ese gran movimiento político, subjetivo, intelectual, estético, económico, nombrado por la vitalidad de la insurrección. “2001 liquida nuestra posmodernidad” es su primera frase en el libro. Ya durante el 19 y 20 (y en enero y febrero de 2002), IL había escrito lo que conforma su libro Sucesos argentinos. Notas ad hoc (Paidós, 2002), con varios textos de amigxs e interlocutores. La propuesta fue pensar el estatuto actual de la ley (estatal), el consumo, la figura del vecino, la transferencia, las cacerolas, el amor, la exclusión, la escuela… de todo.

Pensamiento de una radical presentificación que constantemente se quita las secas pieles de percepciones obsoletas, la obra de IL incluye ocho libros (Arquitectura plus de sentido, con Pablo Sztulwark, 2019; La Historia sin objeto con Marcelo Campagno, 2007; Pensar sin Estado, 2004; Pedagogía del aburrido, con Cristina Corea, 2004; Estado en construcción, con el Grupo de Reflexión Rural, 2003; Del fragmento a la situación, con Mariana Cantarelli y Grupo Doce, 2003; Sucesos Argentinos, 2002; ¿Se acabó la infancia?, con Cristina Corea, 1999), que incluían mucha conversación y colaboración. Trabajaba más conversando que escribiendo; coordinaba grupos de estudio y pensamiento, y mucha de su obra escrita proviene de desgrabaciones de esos encuentros y de charlas y presentaciones (amén de que escribía con marcado orgullo literario).

sin precedentes


“Pensar sin Estado”, aclara IL, no equivale a pensar que no hay Estado. Tampoco a pensar contra el Estado. Se trata, insiste, de pensar sin el Estado como lugar a priori del pensamiento. Para poder incluso pensar sin Estado al Estado. Un pensamiento postestatal es imprescindible para potenciar al Estado que hay; un Estado, cabe la paradoja, postestatal. O “Estado posnacional”, como se titula un libro del lewkowicziano Pablo Hupert.

Un Estado que no precede sino que procede. El kirchnerismo armó así, desde 2003, una gubernamentalidad como interfaz entre la movilización social y la representación institucional. Ofreció cauce y contención a las subjetividades de la revuelta. Forjó potencias en el Estado a partir de una ligadura con fuerzas que no estaban fundadas estatalmente; ejerció un pensamiento posestatal desde el propio Estado. Un gobierno que sabía que no tenía soberanía sino influencia, que el Estado procedía y no precedía (que no producía la realidad), que articulaba interfaces con subjetividades autónomas.

Pero allí comenzó a crecer, poco a poco, una “razón de Estado”, como observara Horacio González. Se fue imponiendo un realismo institucional de reproducción de los recursos (los cargos, la guita). Las fuerzas no estatales pasan de participar como interfaz a ser encausadas, luego contenidas y finalmente incorporadas. La contracara fue lo que Diego Valeriano llama la delegación del estado de ánimo: una deposición del fundamento autónomo del deseo, apoyado, pues, en una adhesión o idolatría. Así, de nutrirse de (o con) fuerzas de subjetivación autónomas (los laburantes desocupados, las asambleas, los redonditos, los movimientos de DDHH), el gobierno estatal pasó prácticamente a pensarse a sí mismo con autonomía. De allí a la resultante “separación entre política y gente” tan mentada el año pasado. Y también de allí que pasamos de un nombre casi vacío (Kirchner) que fue llenado por movimientos de subjetivación presentes, a nombres puros de la razón de Estado, nombres de la separación, los candidatos “sin herencia” como fueron Martín Insaurralde, Daniel Scioli, Aníbal Fernández, Alberto Fernández, Sergio Massa (con Alberto fue notorio el intento popular de investirlo, de llenarlo de una fuerza preestatal, Alberta presideeeente).

El pensamiento de la subjetividad, el laicismo nietzscheano de pensar sin Estado, invita a bajar un poco la mirada del Palacio y pensar en el sustrato subjetivo de la política. En las dinámicas que dan forma a los sujetos de una época, las prácticas, instituciones, máquinas o dispositivos que organizan la forma humana. En el capitalismo financiero no son justamente las instituciones estatales las que producen la forma del bicho humano. IL define su noción de subjetividad de manera muy simple: el conjunto de operaciones necesario para habitar (o sobrevivir en) unas circunstancias históricas. Circunstancias estatales-nacionales (el ambiente cerrado de la institución disciplinaria) producen ciudadanos; circunstancias feudales producen, producían campesinos, vasallos, monjes y señores; el mercado produce consumidores, las pantallas espectadores y las redes usuarios.

¿Y no vemos hoy una subjetividad mercantil y conectiva a sus anchas en la escena argentina, en desmedro de los “deseos de Estado”?

la única verdad es el mercado


Las elecciones ofrecieron una especie de referéndum sobre lo público y lo público perdió. Ganó la percepción de que la única verdad es la mercantil. El Estado fue un “discurso” derrotado por un realismo selvático del capital. Selva que se habita con rigurosa etnografía conectiva: el botón de eliminar, cancelar o mutear para administrar conflictos; la percepción automatizada en códigos simplificados ante la saturación que aturde; el estado de disponibilidad permanente; la autopromoción y la autoexplotación; la insensibilización ante el exceso de estímulos, etcétera. Si somos cuerpos con experiencia selvática, claro, no sorprende que se festeje un león ordenador. Milei: un rugido para descontracturar —un momento al menos— la multitud bruxante. Una intensificación sensible para los quemados, aunque sea fugaz.

La agresión y el odio hace rato que son una operación necesaria en la guerra atencional mediática (más que un “discurso”). En cambio, no abundan las experiencias o dispositivos que instalen en el cuerpo la verdad de que “la patria es el otro”. Quizá la mayor sea la escuela pública, con su abrumadora fragilidad, y acaso por eso el ultracapitalismo la desprecie y quiere aniquilarla. Esa frase queda como “ideología abstracta”, como muchas otras del “partido del Estado”. De hecho, muchos de los programas que realizaban la “inclusión” y la “expansión de derechos” se apoyaban en la neoliberal precariedad de las condiciones de trabajo de sus agentes. Como los contratos anuales (para labores crónicas) que ahora fueron “discontinuados”. Esos laburantes, que en muchos casos habitaban su rol con “subjetividad heroica”, al decir de IL y Elena de la Aldea, eran nombrados por un discurso estatalista y democratizante mientras su facticidad jurídico-institucional y económica era mercantil.

Este defasaje entre representaciones y prácticas es uno de los vectores que debilitaron la “política de un Estado activo”.

Pero acaso el más flagrante caso de desfasaje —o peor, inversión— entre representaciones y prácticas subjetivantes fue la insistencia de Cristina Fernández en decirle a la gente ustedes son empoderados, empoderados por el gobierno, por el Estado. ¿No era al revés? ¿No era ella empoderada por las fuerzas de la rebelión de 2001, por el pueblo y su capacidad de subjetivación? Después, claro: le decía “sos un empoderado por el Estado” a quien durante tu gobierno “le fue bien” (bajo los obvios parámetros mercantiles), y a ese próspero argentino le cayó mejor que un líder le diga que es exitoso emprendedor, individuo que sale adelante…

Si la realidad la funda el mercado, es lógico que la población hable la lengua mercantil como lengua madre. Si Mercado Libre es lo bueno, lo verdadero, ¿no es lógico que la subjetividad de época “elija” libre mercado? La subjetividad mercantil encuentra natural la política del mercado. Y el mercado es un ordenador político, distribuye recursos, define jerarquías, localiza poblaciones, asigna poder de verdad, etcétera. El capital tiene su orden para la polis (ordena por supuesto la desigualdad, busca que algunos ganen y otros sufran ser perdedores).

IL plantea la noción de subjetividad instituida, que es la subjetividad producida por los dispositivos dados (hoy en vez de instituida podríamos decir dispuesta). Cada máquina social produce su tipo subjetivo. Pero dice que cada forma subjetiva tiene un envés. Un lado oscuro desde el punto de vista de los dispositivos que la producen. Por ejemplo, para los obreros, los proletarios del capitalismo industrial, producidos —y alienados— por el dispositivo fabril, en el envés estaba su unión, emancipatoria porque volvía prescindible al capitalista. El capital forjaba su sepulturero.

Pero el capitalismo mutó de su cuño industrial al financiero, en un desplazamiento de sentido no solo económico sino político que disminuye la dependencia del capital de las grandes fábricas socializantes. El capitalismo financiero —una de las grandes curiosidades de IL— produce de forma recombinante (para decirlo con Franco “Bifo” Berardi), de forma conectiva, de forma fluida: las conexiones son aleatorias, siempre precarias, es decir, pasibles de desarmarse. No produce y requiere tanto encierro institucional y solidez de relaciones, como red de recursos y ocasiones disponibles. La sociedad red del capitalismo financiero. Una red capaz de organizar un aislamiento físico sin precedentes, con su continuo conectivo. Cada formación social tiene su régimen práctico de existencia, dice IL, y en la sociedad red existir es estar conectado. Algunos puntos son nodales, otros al borde de caerse.

¿Qué puede haber en el envés de la red? Puede haber nosotros, plantea IL. Nosotros es el nombre genérico del pensamiento en situación, el nombre genérico de la presencia, de la inmanencia terrena. Subjetivación sería pasar del estado en red al nosotrxs. Encuentros en el envés de la operatoria mercantil-conectiva que dispone y da forma a la vida.

La asamblea —modo del nosotros—, escribió IL, no debe pretender ni proclamar cosas que no puede realizar. Si pregona tareas que no puede realizar depende de poderes mayores; ya hay —de nuevo—delegación del estado de ánimo. Su tarea subjetivante es solo intensificar las potencias presentes. Es un radical anti-finalismo, sin metas espectaculares. Requiere “darse tareas” porque las potencias no están ya en acto: se pueden realizar o no-realizar. La potencia del nosotros está en el presente, pero no en la actualidad. No es parte de lo obvio. No es un conjunto sociológico; se produce en la subjetivación que lo instaura.

IL insiste en el pensamiento como modo, como lugar y así se aleja de las ciencias. Se abstiene de “diagnósticos de certificación académica”. El pensamiento, dice, no busca demostrar “la” verdad (de vuelta nietzscheano) más bien organiza ideas que valen como estrategia subjetivante. Un pensamiento historizante para habitar con más fuerza el presente; el trabajo intelectual como extensión del instinto de supervivencia.

Para sobrevivir, IL —también, judío de la diáspora— vivía en estado de conversación. Género del pensar sin Estado, de la igualdad y del nosotrxs; la conversación es también refugio ante la catástrofe. Porque afirmaba que la catástrofe está, es punto de partida, premisa: hay que pensar qué podemos hacer mientras tanto. Quizá, en medio de la velocidad como exigencia permanente, mientras esperamos que la marea vuelva a cambiar, sea realizable desear la multiplicación de uno, dos, mil nosotros para el atestado desierto argentino. Porque nosotros —nosotres, nosotras—, dice IL, es el nombre posible de los sujetos que parten de la catástrofe y no que la concluyen como derrotado diagnóstico.

 

Vía Revista Crisis

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