Pueblo y multitud
En febrero de 2002, apareció en el diario Clarín una entrevista a Paolo Virno, realizada por Flavia Costa, en la que el refinado filósofo italiano comparaba los cacerolazos con las protestas de Génova (1999) y Seattle (2001). Para Virno, estábamos ante la emergencia de un nuevo sujeto político, la “multitud”, que es el modo de ser de la fuerza de trabajo en el posfordismo. A diferencia del pueblo, este sujeto rechaza las categorías de la representación política y la delegación de los poderes en el Estado, absorbiendo las “capacidades genéricas” de la especie humana, el lenguaje y la comunicación, y reapropiándose de los saberes y poderes “congelados en los aparatos administrativos del Estado”. La revuelta argentina, para el italiano, mostraba la cara más sensible de la globalización. Una política de éxodo como defección colectiva del vínculo social ligado a la forma salarial, a la soberanía moderna y al consumismo social.
Nicolás Casullo respondió rápidamente criticando el optimismo acerca de las consecuencias de la globalización. En su opinión, la aparición de la categoría de “multitud” para dar cuenta de la superación del viejo proletariado y de los frentes policlasistas de las izquierdas clásicas era una muestra más de un conjunto de categorías manualescas, como tantas hubo en el siglo XX, que obraban como recetarios esperanzadores para “grupos militantes a la intemperie”. Para el director de la revista Pensamiento de los Confines, la lectura del nuevo poder global, asumida como la resultante de la sociedad de mercado articulada por el mundo de las finanzas, impedía desarrollar una lectura de los poderes reales y concretos. El belicismo norteamericano y el nacionalismo relativizaban el fin de las fronteras globales tan declamado y volvían ilusoria la idea de unas multitudes anárquicas que enfrentaban ese poder difuso y abstracto. En la mirada de Casullo no había un éxodo, sino una expulsión por parte de esos poderes “reales” de las poblaciones respecto al trabajo, el salario y el Estado. No eran multitudes en fuga, sino desesperados y estafados. Restos de la vieja clase obrera y ahorristas “clasemedieros” que corrían en defensa de los últimos vestigios de su individualismo propietario.
También en febrero de 2002, en Página/12, María Moreno entrevistó a Horacio González. Para él, no se podía pensar en una exclusión entre dos categorías, pueblo y multitud, sino que había que pensar un “interlineado” en el que la multitud está en el pueblo y este reaparece en los momentos de multitud. A pesar de que manifestaba no conocer a Paolo Virno —a quien le editó su gran libro Gramática de la multitud, en la editorial Colihue, dentro de la colección Puñaladas, que él dirigió—, para González había que “pasar el nuevo sujeto constituyente por el cedazo de la tradición popular argentina”. La multitud no se desprendía de una dócil recepción de bibliografías, sino que había que consultar los “folios de los anaqueles nacionales” para extraer el concepto de multitudes de Ramos Mejía, a las que veía como síntoma de la emancipación y no del modo asustadizo con el que las pensaba un Gustav Le Bon. Las multitudes, en Ramos y en González, son la problematización de la razón de la mano de unas pasiones políticas que expresan la emotividad del que sale a la plaza pública. Pero ese momento clave, en el que uno sale arrojado por la decisión y las circunstancias, puede dar lugar a distintas situaciones: “La cacerola incluso podría ser el símbolo de que aun en la calle deseamos la pronta reclusión en el ámbito doméstico”. Esta sería la versión del ahorrista desesperado que sale por temor a la posible pérdida de su propiedad. Reconociendo esta posibilidad en que la excepcionalidad se predispone a ser reabsorbida en la vida cotidiana “normal”, González reprende a Casullo por su condena a priori. A pesar de disfrutar de su acidez corrosiva, advierte que esta podría llevarlo a perderse de las novedades que puede traer la lucha política. Entre una multitud como aquel acto espontáneo de “iniciación” política y el pueblo que “está siempre ya iniciado” se cifra una dialéctica entre el abismo y los antecedentes de la historia. En su opinión, “cuando los caceroleros hablen de los piqueteros, todos estaremos más cerca de la memoria nacional”. Y ese gesto abriría la posibilidad de percibir una nueva relación de la ciudad con los cuerpos y con las ideas.
Solo una volta nella vita
La reunión transcurría con un altísimo grado de concentración. Ya habíamos estado un par de horas discutiendo sobre distintos asuntos medulares. La necesidad de producir instituciones propias para desplazar el “mal” y dar consistencia a la duración de las prácticas, la relación entre regla y experiencia, entre potencia y acto, la infancia como el estado de mayor lucidez para asumir las nuevas condiciones sociales y políticas, por su disposición permanente a la novedad, el problema del Estado y su relación con los movimientos sociales. Eran muchas cosas importantes. Había un plato con yerba usada —que fuimos cambiando a medida que se lavaban los mates— en el que los fumadores hundían las colillas de cigarrillo para evitar que siguieran quemando en el cenicero. ¡Una chanchada! El humo flotaba estancado, aun con una de las hojas de la ventana abierta.
En la reunión participaban Antonio Fonseca, Nadia Mansilla, Valentina Balbo, el Polaquito Soiler y el Negro Fuentes. También estaban Sandro Mezzadra, quien durante muchos años fue un interlocutor muy importante, y Paolo Virno, que con su voz pausada y gruesa saltaba de un tema a otro con tremenda profundidad. Paolo era alto, con rasgos pronunciados y manos grandes. Ojos claros y poco pelo. Sonreía buenamente y disfrutaba de cada comentario. Por momentos uno tenía la sensación de que en su mirada se traslucía un dejo nostálgico. Virno había tenido una vida dura. Estábamos todos muy contentos con el desarrollo de la conversación. Se notaba en nuestros rostros. Hasta que una frase cortó el clima. Dijo Paolo: “Solo se tiene una experiencia política una vez en la vida”. Todo lo demás, lo que viene después, de acuerdo a la visión de Virno, ya está teñido por aquello que viviste y modificó tu sensibilidad. Hice un paneo rápido y noté cómo lo que era una sonrisa complaciente hasta hace minutos iba trocando en gesto adusto.
Paolo no estaba diciendo una cosa demasiado distinta a la que formuló en su extraordinario libro El recuerdo del presente. Ensayo sobre el tiempo histórico, en cuyo prólogo a la edición en nuestro país sostenía que el libro solicitaba un lector argentino que fuera “capaz de interesarse igualmente por la ‘Historia de la eternidad’ de Borges” como por “el destino de los piqueteros”. Borges y los piqueteros. Una relación a la que pocos intelectuales argentinos se hubieran animado. Habíamos leído el libro con fruición. Un bellísimo trabajo sobre el tiempo en Nietzsche y Bergson, lleno de reflexiones sobre la relación entre memoria y experiencia, entre lo actual y lo virtual. Pero esa frase de Paolo, dicha en ese momento, cuando todos percibíamos que nuestra experiencia política, esa que dio sentido a nuestra existencia colectiva, estaba extinguiéndose de a poco, sonó como un estilete que se clavaba certero en el corazón.
Reaccionamos todos. Primero el Negro, que si hubiese pensado más serenamente las palabras de Paolo, que a nosotros nos sonaban provocativas, se habría dado cuenta de que no hablaba de otra cosa que de lo que había sido su propia historia, la de alguien que sobrevivió a la dictadura en el exilio y volvió para rehacerse bajo el peso de esa experiencia primera. Luego fuimos de a uno planteando reparos y objeciones diversas: que si la vida debía darse por concluida, que siempre se puede recomenzar, que lo propio del ser político es el devenir, etcétera. Y Paolo, con gesto amable y tono cordial, se mantenía en sus trece. Nos fuimos preocupados. Nos tomó mucho tiempo descubrir que Paolo Virno tenía razón, y que toda experiencia política, cuando atraviesa un umbral en el que uno logra percibir algo más allá de lo posible de una época, va a moldear nuestro modo de concebir el mundo. No porque lo que venga sea sencillamente una repetición degradada de aquello que vivimos con tanta intensidad. Tampoco porque uno deba retirarse y dejar de hacer cosas. Paolo, sencillamente, planteaba que eso que hiciste y te dio vuelta como una media siempre va a estar con vos en todo lo que hagas. Y cada cosa va a ser tamizada por ese modo de sentir que funda una nueva existencia. A partir de ese entonces, ya teníamos unos lentes para mirar el mundo que venían con nosotros y nos ayudaban a ver lo nuevo con una predisposición adquirida que ya estaba en nuestra memoria. ¿Eran las palabras de Virno un ejercicio de la nostalgia y la resignación o había allí una sabiduría que nos transmitía para anoticiarnos acerca del tiempo que vendría?
El sonido de los caracoles
A Paolo lo conocí en Barcelona. Había sido invitado por un museo que también siempre nos invitaba a nosotros (hacía de su sentido el “invitar”). Santiago López Petit, a quien conocí también en esos días, le pidió que fuera a dar una clase a su curso (enseñaba filosofía en la Universidad de Barcelona). Y Paolo fue. Santi hizo una presentación muy amorosa, en la que narró las vicisitudes biográficas del italiano y también repasó algunos de sus aportes teóricos fundamentales. Virno contó, para describir la mutación del tiempo histórico alcanzada en el posfordismo, que cuando entró a la cárcel trabajaba con una vieja máquina de escribir Olivetti, y cuando salió se encontró con el mundo de los “ordenadores”. Era muy emocionante escuchar el modo en el que los conceptos eran narrados por el hilván de la historia personal. Al día siguiente, dimos una charla con Paolo en una “ocupación”, cercana al barrio Forat de la Vergonya, que también era objeto de una disputa entre el ayuntamiento y los movimientos sociales. Allí recuerdo que planteé dos cosas: que un colectivo debía ser lo suficientemente fuerte como para poder ser flexible y rehacerse cuando las circunstancias ya no ameritaban su “modo de ser” anterior, y que había un problema con la circulación de los conceptos de la teoría “italiana” que en Buenos Aires flotaban como fraseos a la moda sin reapropiaciones creativas que los pudieran traducir y reelaborar en función de una lengua propia. Este planteo no era más que una estupidez arrogante de mi parte. No porque no fuera cierto, sino porque Paolo Virno, que se aprestaba a sacar el libro Cuando el verbo se hace carne, que más adelante editaríamos en Argentina, no tenía nada que ver con el modo patológico en que los porteños convertíamos todo en una moda banal.
Nos fuimos a comer. Ya era de noche y teníamos hambre. Garpaban las instituciones globales. Quería aprovechar la situación para conversar con Virno porque se iría al día siguiente. Cometí el error de sentarme a su lado. Pidió una “orden de caracoles” para comer. Empecé a incomodarme con la situación. Tal vez era una venganza por la tontería que había dicho hacía un rato. Cuando llegó la comida yo estaba al borde del estremecimiento. Y Paolo charlaba contento, interiorizándose de Buenos Aires, adonde viajaría prontamente. Entre frase y frase, tomaba con sus grandes manos un caracol y lo sorbía con potencia. Yo estaba muy impresionado con estas ingestas. Decidí empezar a conversar un poco con Santi, a quien tenía a mi derecha, al menos hasta que llegáramos a la hora de los postres. Pero entre palabra y palabra, no podía evitar escuchar el sorbido potente que venía del filósofo italiano.
Nostalgia del presente
Cuando vino Paolo a Buenos Aires editamos su libro Ambivalencia de la multitud, que reunía dos artículos fundamentales acerca de la actividad neuronal (las neuronas espejo) y del chiste como potencia que demanda de un tercero, un espectador capaz de convertir esa potencia en acto. El libro lo íbamos a presentar en la Biblioteca Nacional, en el auditorio Jorge Luis Borges (uno de los autores predilectos de Paolo). Pero unos días antes, un intimidante llamado llegó a la Biblioteca Nacional. El editor Alejandro Katz llamó a Horacio González pidiendo que se suspendiera la actividad. Aparentemente, un agente literario había vendido los derechos de una parte del libro que estábamos por presentar, lo que constituía un claro acto de ilegalidad que “no permitiría”, dijo el editor. González le contestó que no era juez ni policía. Que la Biblioteca Nacional era un espacio público y abierto a todas las manifestaciones culturales y que no censuraría ningún acto, porque no le correspondía a una institución que hacía de la circulación de los debates el alimento de la creación colectiva. Cuando colgó, me miró y me dijo: “En qué quilombo me metiste”. Y luego sonrió y siguió escribiendo un prólogo para un libro que prontamente editaría la Biblioteca. Tuvimos que mandar a desencuadernar los libros y quitarle la parte sometida al litigio “contencioso administrativo” que fogoneaba el Sr. Katz, a quien Virno nunca le interesó y al que nunca terminó publicando.
Después de la presentación fuimos a comer. Estaban Sandro Mezzadra —que en la actividad de la presentación se había revelado como un traductor expansivo, un showman, que dotaba de alta dramaticidad cada frase que Paolo despachaba con tranquilidad—, el propio Virno, Horacio, Valentina, el Polaquito y Sergio Lanzilloto, un amigo que colaboraba con Tinta Limón, especialmente en los rubros dedicados al pensamiento italiano que suscitaba un interés especial para él. Horacio había elegido un restaurante caro, a Virno lo consideraba un filósofo importante y había que agasajarlo. Él lo había editado anteriormente pero no lo conocía personalmente. Fuimos a Chiquilín, ubicado en la esquina de Sarmiento y Montevideo. La charla fue muy amena. Borges era un tema obligado. Sin querer, Paolo incomodó a Horacio cuando le preguntó si conocía el poema “Nostalgia del presente” (una pieza muy cortita en la que Borges plantea el deseo de alguien de estar con su amada en Islandia mientras efectivamente allí estaba con esa mujer). González, conocedor profundo de la obra del escritor, no lo recordaba. Virno le dijo a Horacio que necesitó venir a Buenos Aires para poder descubrir, en sus calles y en los rostros de los bares, esa nostalgia borgeana que había sido tan importante para él y para su propia obra. La cena terminó, y cuando vino la abultada cuenta, que sumaba unos cuantos bifes de chorizo, mis amigos pensaron ingenuamente que pagaría el director de la Biblioteca Nacional como parte de sus gastos protocolares. Pero no, para Horacio el protocolo no existía. Nunca pasaba ni un taxi como viático. Todo salía de su flaco salario. Cada uno pagó lo suyo, invitamos a Virno, y nos fuimos a nuestras casas al borde del quebranto económico. Tuve que soportar la mirada incrédula y de reproche de mis secuaces.
(*) Fragmentos del libro Nada que esperar. Historia de una amistad política (2001, Tinta Limón).