Parar todo, frenar la marcha // Alejo di Risio Olivera

Cuando pase la pandemia ¿A qué normalidad volvemos?

 

Un freno de mano a todo. No porque querramos. No porque podamos, Sólo porque por ahora no queda otra. Porque ahí fuera llega una pandemia, invisible y letal. Pero letal para qué, para quiénes. Crónica de miles de muertes anunciadas, sobre las cuales nada se podrá hacer. No más letal que el hambre, o que algunas pandemias ya conocidas, pero si implacable en su velocidad, inigualable en su publicidad y inigualable en su magnitud. Una pandemia que implica niveles nunca antes vistos de responsabilidades. Individuales, comunitarias y sociales. Hacia dentro, hacia fuera y hacia todes. 

 

Y todo se frena. El palo en la rueda de la máquina nos castiga y nos manda a pensar en el rincón, para los que tienen un rincón donde pensar. A reflexionar, casi en soledad, con nuestros miedos y angustias como única compañía. Bueno casi, porque al acecho siguen estando el alquiler, los servicios, la muy visible mano del mercado. Nos acompaña la factura de la comida, el ticket de la yerba que mata el tiempo, las chirolas para los tragos que te pide la garganta cuando parece que no hay final. Y las curvas de la montaña rusa emocional llevan como motor el precio de sobrevivir. La máquina no resigna a que le llevemos nuestros sacrificios: lo que nos queda de disponibilidad, nuestro tiempo y nuestra fuerza. Eternas ofrendas que nos exige a cambio de habitar con dignidad este suelo. Lo que cuesta mantenernos con vida, para llevar con entereza esta nueva adversidad. Y como nunca antes se nota la profundidad del fracaso de la máquina, la fragilidad de los hilos que atan nuestra vieja normalidad. 

 

Y duelen esas heridas. Tajos de decepción que afloran cuando aparece el tiempo para mirarlos, cuando nuestra sensibilidad se queda sin distracciones. Arde la dependencia en cada uno de nuestros corazones precarizados. Los economistas-panelistas te culpan, dice que es tu falta de capacidad. Tal vez no sos tan bueno en lo que hacés, tal vez no aprendiste a venderte bien, a ser buen “emprendedor”. Hubieras ahorrado más, previsto una emergencia, dicen mientras compañías enormes piden salvatajes al Estado. Pero son incapaces de confesar sus propias violencias. La falta de oportunidades para quienes se confiesan incapaces de sacrificar su felicidad por un full time. Mejor vivir precarizado, que apenas sobrevivir un full time. 

 

Ciudadanos en rebeldía violan la cuarentena. Pasean por las calles hasta que los enchufan, y al rato ya están desfilando por tus pantallas. La pandemia no tiene responsables claros en su origen y expansión, pero estos giles son el chivo expiatorio perfecto. Desde las garitas balconeras se pide venganza contra los que pasean. Flagelados en cada hogar y en cada conversación,, se roban un poco del veneno que el balcón aplausero no llega a depurar. Ícaros que vuelan demasiado cerca de la luz azul del patrullero que hoy manejamos desde cada celular. El linchamiento algorítmico atraviesa una autopista digital para canalizar la indignación popular. Las cárceles desbordadas piden piedad, mientras afuera claman más privación de libertad. En la lluvia de selfie-videos se entremezclan quienes piden años de encierro y quienes cuentan la tortura de dos semanas de hogar. Se manijea más hacinamiento en tiempos de distancia social. 



En el país donde el bidet es orgullo, dos doñas batallan cuerpa a cuerpa en un súper barrial. Que a naides le falte el papel higiénico, nuevo oro blanco de la conciencia social. Quién hubiera dicho cuanto miedo daba no poder limpiarse el culo antes de que todo esto acabe. El miedo a que se nos note la mierda, lo mierda, que puede asomar cuando las estructuras nos dejan la responsabilidad. Será que no hay culo sucio que se salve cuando no hay hacia donde escapar. 

 

Los guardianes del desborde social están precarizados. El superávit de aplausos sigue sin pagarle el alquiler a la tan elogiada primera línea, el personal de salud. Jardineros de la vida y su calidad, de la muerte y su (cuando se puede) dignidad. Les tiran el muerto de la sobreexplotación para que lo lleven como si fuera un honor (se les pide tanto heroísmo como a las maestras maternidad), y se les aplauda que sea su vocación, “m’hijo el dotor”, el que tiene naturalizado el trabajo desvelado. Ay, pero qué ardor, las personas más necesarias para funcionar, justo tan despojadas de un buen sueldito mensual.

 

Adentro videollamadas. Series. Libros, juegos, siestas, limpiar la casa, yoga, limpieza mental, estudiar, aprender, formarse, acabar, escribir, proyectos postergados, tele, teletrabajo, telefonía ¿Productividad? Distracciones. Que hagan pasar el tiempo sin pensar, que lo vuelvan más liviano, más rápido. Estamos lejos, pero nos acercamos bastante. Los tejidos socio-afectivos se recomponen en la virtualidad, sostienen el peso del encierro ¿Y si mantenemos esa conexión cuando ya no haya hiperconectividad? Cuando nos cansemos de distraernos y nos enfrentemos con lo que nos quede después. ¿Saldrán más fuertes los espacios de solidaridad fuera de lo individual? ¿Nos podremos sacar la gorra cuando salgamos del balcón?

 

¿Y si en la pausa encontramos otra cosa? ¿Si reconocer este dolor nos permite sanarlo? ¿Y entendemos que hay que pagarle un sueldo digno, no al cura, sino a quien nos cura? Si los gestos comunitarios se reformulan y reconfiguran tal vez sanamos, cicatrizamos, nos rescatamos y seguimos adelante. No volvemos a la normalidad. Tal vez la recomposición de los tejidos socio-afectivos fuera de la virtualidad nos lleva a otra humanidad. A una que sí queremos ser; una que reconfigura la máquina y la reconstruye al servicio de la vida, no de la productividad. Quien sabe, ojalá. Mientras tanto buscaremos en lo comunitario lo que supimos olvidar. Parar la pelota y poder recalcular. Después de la pausa, hay que tener en claro los horizontes, para saber hacia donde caminar.

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