Para salir de lo posmoderno // Diego Sztulwark

Cada tanto leo las primeras páginas de la Biblia. Meschonnic escribió sobre severos problemas de traducción que nos alejan del poema original redactado en hebreo antiguo. La actividad del “poema” –lingüística y de modo inseparable ética y política– se pierde en beneficio de lo sagrado. Lo que se pierde es la potencia del lenguaje –ser capaz de poema–, tejer sentido, materia sutil sin la cual los hechos no devendrían jamás en experiencia. Si el lenguaje posee una función poética, entiendo, lo es en pos de una cierta historicidad. Es decir, una cierta tendencia a la desobediencia de los vivos con respecto al peso de la censura y a la compulsión a la servidumbre que caracteriza toda época. Escapar, crear, conectar con irreverencias del pasado enriquece la lengua. Es la obra, dice Meschonnic, quien crea la lengua. Y siendo la teoría la reflexión sobre lo que no sabemos, podemos intuir lo que vislumbra Meschonnic cuando enuncia que la teoría del lenguaje descansa en el ritmo. Es decir, en la máxima corporeidad que pueda cargar el lenguaje. Más que una teoría, se trata de una crítica. De un combate. Contra lo que Spinoza llamaba lo teológico-político. Que es siempre la sustitución de las historicidades por las sacralidades. De lo que se crea por lo ya siempre creado. Esa sustitución implica un borramiento del cuerpo. De los cuerpos. Borramiento que redunda en la sacralización del signo. El signo, él solo, como representación del lenguaje.

Si hago caso a Meschonnic, no puedo leer la Biblia. Ni a Spinoza. Ya que las traducciones son ruinosas. Borrando el ritmo –esa presencia de los afectos en el lenguaje–, la escritura resulta privada de los afectos que animaban y daban sentido a aquellos poemas. Los textos quedan teologizados. Puros sistemas lógicos. Lo que desaparece son los “marcadores afectivos”. Las marcas de la presencia del cuerpo en el lenguaje. Así lee Meschonnic a Spinoza: “no se sabe lo que puede el cuerpo en el lenguaje”. Quiere decir que no es ya posible separar –aunque sí distinguir– entre concepto y afecto. No hay dos substancias (extensa y pensante), sino una única substancia –Dios, Causa Sui, Substancia, Naturaleza– que se expresa de modo simultáneo y no jerárquico en modos de diversos atributos (tenemos ideas en la medida en que tenemos cuerpo). Lo que precipita una convicción ética y política: no hay “unión” (juntura de cosas distintas) entre cuerpo y alma, sino unidad (distinción en el elemento de lo mismo) entre cuerpo y pensamiento. Meschonnic desea pasar al acto, concretar esta convicción, anudar la comprensión de cuerpo/pensamiento (afecto/idea) tal y como se singularizan en –y solo en– el lenguaje. Asunto que retoma de otro modo

François Zourabichvili cuando afirma en su libro Spinoza, una física del pensamiento que sin un “habla spinozista” no es posible acceder a su proyecto.

Máximo del cuerpo en el lenguaje es una expresión gráfica. El sujeto del poema es el que se singulariza en esta fórmula. Este rasgo ético del discurso se completa en un rasgo político. Singularizarse en el lenguaje es crear modo de vida. El sujeto del poema hace pasar afectos. Y este pasaje provoca efectos, transforma: conecta invención en el lenguaje con creación de modo de vida. El sujeto del poema está en posición de salida con respecto a lo que Meschonnic llama lo posmoderno. Un proyecto reaccionario. Un intento de bloquear la historicidad. Un retorno de lo teológico. Una reacción del signo sobre el ritmo, de la lengua sobre la obra. Una maniobra de cierre político y secuestro del poder constituyente. Criminalización de lo intempestivo. Gran celebración de la época y el presente. Una definición definitiva de lo que es –y debe ser– la vida. Asfixia.

En Spinoza, poema del pensamiento, Meschonnic escribe: “Caute: ‘¡prudencia!’, es el lema de Spinoza. La prudencia es para los contemporáneos. No se vive para los contemporáneos. Se vive con ellos, unidos o separados por muchas cosas. El para corresponde al pensamiento. El contra también. Y el pensamiento, en el sentido de la invención de un pensamiento, tiene un tiempo distinto al nuestro. Viene desde mucho antes que nosotros, va más allá de nosotros. Y solo vale eso que él hace vivir. Es la razón de su rigor, y por eso solo le rendimos cuentas a él. Este rigor mismo es la alegría de vivir. El resto son los aires de la época. Y la época tiene necesidad de que la ventilen. Y solo el pensamiento libre puede cambiar el aire enrarecido de lo contemporáneo”.

Los contemporáneos estamos todos sujetados por las mismas seguridades (por las mismas ansias de seguridad). Es en nombre de estas seguridades que se sanciona a quien se desvía. La sanción es la contracara del suelo consensual sobre el cual se despliega el entendimiento entre contemporáneos. De allí el problema spinoziano, siempre actual, de la cautela. La cautela es para quien se singulariza huyendo del consenso de la época. Y si vivir es crear modo de vida, se vive contra lo contemporáneo. No quizás contra las personas, pero sí seguramente contra las coordenadas que organizan el presente. Contra su censura. Se escribe para “ventilar la época”.

Hacer obra es entonces substraerse al consenso del presente, que es ante todo un consenso sobre la previsibilidad del tiempo. La obra es todo lo contrario: lo intempestivo. Se plantea otra relación con el tiempo. Como recuerda Sandro Chignola en su libro Foucault más allá de Foucault, “a la “verdad del cielo”, la genealogía opone  la “verdad del rayo”. A Platón Foucault opone Nietzsche (…) Una filosofía entendida entonces en sentido nietzscheanos, como “periodismo”. Concentrada en el “hoy” como aquello que está dado a pensar”. Se trata de aquello que los filósofos llaman “acontecimiento”. Lo que también quiere decir que por libertad ya no se entiende el libre albedrío sino el derecho a la invención. A la crítica, a la fuga. La libertad -esa en nombre de la cual Spinoza se enfrentaba a lo teológico-político- es disposición a lo intempestivo. Derecho al acontecimiento. Lo que equivale a decir que lo difícil de pensar es un sujeto previo, para una libertad disruptiva. Porque los individuos reales, los contemporáneos, se definen por el modo de aferrarse al tiempo presente (en tanto que “tiempo de cielo”). El sujeto de lo intempestivo es otro. Es el individuo, quizás, pero en tanto que tomado por un proceso de singularización. Un devenir (un “rayo”) que se concreta en el lenguaje. El sujeto del poema es no-contemporáneo.

El orden, el ser consensual de lo contemporáneo, es un modo de distribuir lo sensible. Hay una policía de la sensibilidad (no solo de la propiedad privada). Si lo intempestivo es la pesadilla de la policía es porque el acontecimiento es la redistribución misma de lo sensible (redistribución de potencias). Es el tiempo en su aparición no normalizada, la variación de los modos de ser y percibir que demanda la introducción de nuevos criterios para decir qué es vivir. Es la dimensión política del poema.

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La tensión entre creación y contemporaneidad aparece en todo inicio: en el lienzo en blanco del pintor (Francis Bacon) o en la pantalla –o la hoja– en blanco del escritor. El blanco no es inicio, proyecto abierto, espacio despojado que invita a crear sino campo saturado de imágenes (lienzo) o de palabras. El blanco es el cerebro del individuo   colmado de clichés. El blanco debe ser roto de algún modo de obra que se insinúe. Bacon: romper el blanco provocando manchas sobre el lienzo. Si el blanco contiene una serie de hipótesis probables –explica Deleuze en su libro Francis Bacon. Lógica de las sensación–, la intrusión de una mano animalizada, la muñeca del pintor, altera el espacio de proyección sometido al régimen óptico soberano liberando, sobre la base de una conmoción catastrófica en el lienzo blanco, el espacio para hipótesis nuevas, antes incalculables. El boicot táctil del régimen óptico despeja y crea un espacio potencial (llamado “diagrama”), que altera por medio de un cierto azar la percepción de las fuerzas, la emergencia de una “Figura”. El rechazo de los posibles más obvios, de los ya  disponibles, aquellos que la realidad nos ofrece de entrada, fuerza un acceso imprevisto a unos im-posibles, rompe automatismos perceptivos, crea nuevos posibles.

En palabras de Meschonnic, “el artista es el único que no tiene arte”. No cultiva un estilo sino un “no estilo”, en la medida en que crear sensaciones es desafiar la forma. Es la ética de la singularización. La contracara de la exigencia del orden según la cual toda potencia posee imagen. Como el pintor deleuziano, el sujeto del poema rompe la relación previa entre imagen y potencia. Se dispone a una travesía por la catástrofe de las imágenes y el derrumbe de los posibles (la pesadilla del individuo neoliberal preso de imágenes, preso de posibles). Hacia una potencia sin imagen. Y una cierta potencia sin potencia, también. Ricardo Piglia lo afirma en Los diarios de Emilio Renzi: “No puedo escribir”.

 El poema rompe la ilusión de la unidad eterna. El spinozismo de Meschonnic asume la unidad de cuerpo y pensamiento en el lenguaje a condición de que se capte hasta qué punto el cuerpo es dispuesto por Spinoza previamente como un dispositivo anti-teológico. El alma, imagen actual del cuerpo actual, es historicidad pura. A la unidad sacralizada, Spinoza opone una concatenación naturalista en la que los “modos de ser” buscan aumentar su potencia de pensar y de obrar. Lo que desde otro ángulo Laurent Bove ha captado en su libro La estrategia del conatus: el cuerpo, ese poder de afectar y ser afectado de muchas maneras simultáneamente, se constituye en una pragmática deseante, en ruptura o desborde respecto de toda contención moral, jurídica o económica rígida (el secreto de la democracia).

El poema posee una dimensión involuntaria: hace pasar afectos al lenguaje. Afectos que el propio sujeto ignora. Algo de eso ocurre en los mejores textos de Diego Valeriano. Un amor por ciertos individuos cuya vitalidad resulta lo más temido y despreciado. Ruptura del confort por una vía sutil: la reproducción de los clichés más obvios sobre las vidas jóvenes de los barrios populares invirtiendo la carga afectiva. Atención a la correlación entre modos de vida y lenguaje. Máximo de corporalidad en la escritura.

Singularización, entonces. Aquello que resulta bloqueado por lo teológico-político. Y por lo neoliberal capitalista. Es un poco el tema del libro de Gilbert Simondon, La individuación. Lo colectivo, se lee allí, no debe ser entendida como una asociación de individuos sino un medio de singularizaciones. Sus categorías sobre lo pre-individual (un medio común anexo en relación con el cual el individuo continúa su proceso de singularización) y lo trans-individual (el carácter común y reticular de los procesos mismos de individuación) permiten ir más allá de la noción de individuo tal y como nos la ofrecen las tradiciones religiosas y las laicas-liberales. El individuo acabado como detención del proceso de sus singularizaciones. Hay una relación entre singular y común que en el individuo formado se pierde. ¿No se esboza aquí una comprensión del lenguaje? ¿No se hace presente un acto ético y político en evaluación de las vías de adecuación entre lo pre-individual y lo trans-individual así como en el “campo de resonancias” entre actos de los que habla Muriel Combes en Simondon, una filosofía de lo transindividual? Los procesos de individuación suponen singularización –conjugación determinada e irrepetible de lo común– en el lenguaje.

Lo colectivo en Simondon deja de ser un ideal moral –no importa si libertario, comunitario o religioso–, que en los hechos acaba por aplastar o borrar el juego de las singularidades. Se trata de una red abierta, un medio para el inacabamiento del sujeto: proceso.

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Según varios autores, el capitalismo se ha convertido menos en un modo de producir mercancías y más en un modo de producir mundos controlados (Mauricio Lazzarato) o de codificar/compatibilizar sistemas de signos (Franco Bifo Berardi). Otro modo de volver sobre la preeminencia del signo, el borramiento del cuerpo.

Si el lenguaje es el punto donde cuerpo y pensamiento pasan al acto (acto de singularización del sujeto como sujeto de poema), esto ocurre –según Bifo– por medio de la ironía, juego de la sensibilidad que consiste en comprender lo no dicho en el lenguaje, es decir, de eludir el campo de las codificaciones pre-compatibilizadas por el régimen conectivo del semiocapitalismo. El máximo de cuerpo en el lenguaje es el máximo de pensamiento en el lenguaje. Porque –al menos desde una perspectiva no teológica, escondida tras el “semio” del semiocapitalismo– hasta que el cuerpo no singulariza sus afectos en el lenguaje, el pensamiento no piensa.

En Fenomenología del fin, Bifo asocia la ironía con el movimiento social. La ironía produce un desplazamiento respecto del orden, y el mando del signo. Lectura humorística de los signos que permite resistir la muerte posmoderna del lenguaje a manos de los sistemas de signos codificados (algoritmizados).

Si el signo es lo serio, lo cómico es la capacidad de maximizar algo del cuerpo en el lenguaje. La ironía rompe el halo de lo sagrado en el que se perpetúa el algoritmo. ¡La lucha de clases en el lenguaje! (¿No decía Lenin que los rasgos que amaba en los bolcheviques eran “paciencia e ironía”?) La ironía caracteriza al comunista (y no a la inversa), en la medida en que lo común del comunismo no es el partido ni la ideología, sino el uso de lo sensible para captar y comprender más allá del modo como la máquina del capital produce hombres y mujeres. O quizás sí haya partido. El partido del ritmo. Resistir como se pueda al mundo como comunicación, como posverdad. Persistir en un mundo lúdico-irónico.

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Los tres tomos de Los diarios de Emilio Renzi sostienen un mismo proyecto: mostrar cómo una vida se puede hacer a sí misma en su totalidad en un movimiento de amor e interrogación sobre la ficción. Vida y literatura. El diario personal como producción o registro de unas singularizaciones a partir de ciertas operaciones eminentemente literarias. Ni compromiso ni realismo sino emergencia del poema. Siendo ficción toda veracidad no garantizada por el correspondiente yo narrativo. La firma Renzi alcanza para que los diarios de Piglia sean ficcionales. Es decir, verdaderos de acuerdo con una determinada concepción literaria de verdad. Máximo de singularización en la escritura. Al punto que la muerte misma deviene literaria. El escritor argentino muere por haber vivido inmerso en una lengua incandescente. Infectado de lenguaje. Por no haber usado escafandra.

El escrito, visto por Piglia, se preocupa por contar algo antes de tener nada para decir. Porque ha entrevisto ya la potencia de la escritura. Los diarios de Emilio Renzi se colocan en serie con los hermosos relatos de los antiguos ejercicios espirituales de las escuelas griegas, de los que habla Pierre Hadot en sus libros. Ejercicios para aprender a vivir. Para advenir sujetos por medio de una transformación de sí (allí donde lo neoliberal invita a ser individuo afirmado emprendedor, sin fragilidad, pura presencia). Ya en El último lector, Piglia revelaba su obsesión por leer a los vivientes como lectores. De modo eminente al Che Guevara. La más alta voluntad de revolución como concatenación entre vida y literatura.

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