Cuaderno de protesta 3 // Juan Francisco Maldonado | Liga Tensa 

Para el rio que todo lo arranca

Las ciudades modernas han sido históricamente cúmulos de población producidos para la aceleración y abaratamiento del trabajo en la producción capitalista, pero han presentado desde sus inicios una serie enorme de problemas de control de esa “masa”, desarticulada e individualizada muchas veces, que las compone. La labor policial representa el brazo armado de ese esfuerzo de control poblacional y de mantenimiento del statu quo de la opresión capitalista.

 

La ciudad es un arma y la policía es el filo. De allí, por ejemplo, que racismo y policía hayan llegado a ser términos prácticamente sinonímicos con todas las complejidades que encarnan. Pero por esa misma enormidad, las ciudades han sido también, históricamente, puntos de encuentro, mezcla y ensamblaje de las más heterogéneas e inconcebibles combinaciones de grupos, personas e ideas, muchas de ellas bastante contraproducentes para los esfuerzos del Estado y el capital.

 

El uso de violencia en las manifestaciones de protesta, pues, está inextricablemente ligado con otras violencias, sistémicas, sistemáticas, a veces directas y a veces indirectas, de las sociedades en las que esas manifestaciones se producen. En este texto intento trazar líneas de relación entre unas y otras –bajo el entendido de que el tema es tan grande y complejo que siempre se dejará algo fuera–, con la intención de llevar la discusión, a fin de cuentas, al ámbito de la protesta callejera.

 

El trabajo de la Liga Tensa en general, y de este texto en particular, se centra en las manifestaciones políticas de protesta en las ciudades, simplemente porque quienes lo llevamos a cabo habitamos ciudades y nos sentimos incapaces de hablar de organizaciones y procesos que nos son lejanos. Saludamos sus luchas desde lejos. Por último, este texto es un intento de recopilar una interminable serie de conversaciones de las que hemos sido partícipes o escuchas, pero también es una reflexión que tiene una postura específica. Nada de lo dicho aquí está fijo ni pretende un grado absoluto de verdad, sino que busca encontrar interlocutores y convivir o discutir con elles.

 

(…)

 

Umbrales de represión Umbrales de dolor 

La Ventana de Overton, noción acuñada por Joseph P. Overton, un tecnócrata liberal, es en principio una herramienta electoral para medir qué agenda podría impulsar un político sin perder el apoyo popular, es decir, una herramienta de manipulación a la que no deberíamos tener mucha confianza. Sin embargo, y sabiendo que es desde allí desde donde se nos lee y desde donde se ejercen las políticas públicas o las medidas policiales, vale la pena revisarla, con lo problemático que pueda ser, entendiéndola (independientemente de lo electoral) como el nivel de aceptación que una población tiene sobre un tema en particular y cómo ese nivel puede ir modificándose o moviéndose de un lado a otro del espectro político. En el contexto específico de la manifestación, el umbral de represión tolerada por la población o posible para un gobierno no puede darse por hecho nunca. Puede cambiar muy rápidamente de un día para otro y de una situación a otra. ¿Qué hace que la Ventana de Overton tienda a favorecer o a repudiar la represión de la protesta? Por poner un par de ejemplos, aun con todo lo atroz que ha sido la guerra del narco y el despojo en México, nos suena lejano el nivel de represión de las recientes manifestaciones de Irán (2019), en las que la policía disparó abiertamente contra les manifestantes y en donde se cuentan entre trescientas y mil quinientas muertes, un número indeterminado de desaparecides, se bloqueó el internet a nivel nacional, etc. Tampoco nos imaginamos ahora en este territorio los niveles de agresión de los carabineros de Chile durante las protestas urbanas contra el gobierno de Piñera: tanquetas tirando agua a presión con químicos corrosivos, gente ciega por los balines disparados deliberadamente contra los ojos de les manifestantes, etcétera. No se trata de poner a competir el número de muertes sino de entender las diferencias; entender que, en diferentes contextos y situaciones, las ventanas de Overton operan de maneras distintas. Es un hecho que en México, por más masacres que haya, aún no nos imaginamos trescientes manifestantes muertes en una ciudad. Los asesinatos y las desapariciones, aunque también muy numerosas, ocurren de otras maneras y en su mayoría lejos de los centros de las ciudades. Como dice un amigo, la manifestación es una, pero los muertos se ponen en otro lado. Cada gobierno genera una estrategia multidisciplinaria de control de masas que incluye varias formas de intimidación y que en muchos casos llega hasta donde la ventana lo permite. La violencia física de la policía, la violencia física de grupos porriles, la potencial violencia judicial (últimamente muy en boga en el mundo mediante los cargos por terrorismo), la posibilidad de una desaparición forzada o asesinato extrajudicial, o incluso de un “suicidio o accidente”, la exclusión de ciertos círculos u oportunidades, la amenaza a personas cercanas, la siempre presente sombra de la tortura directa, etcétera. Esa estrategia, evidentemente, es planeada ex profeso para cada caso, y aunque el know how y otras herramientas se compartan entre gobiernos, la especificidad de la planeación es fundamental para el éxito de la represión. En ella entran en juego muchos factores: el carisma del movimiento, la inapelabilidad de las exigencias, el peso moral de las caras visibles, los prejuicios operantes en la lectura de un acontecimiento, el nivel de clasismo y racismo introyectado de una población, el rechazo o la aceptación que reciba el gobierno, la visibilidad internacional, etc.

 

En la estrategia de guerrilla se habla de lo importante que es la simpatía que un movimiento le merece a la población. Ya Lawrence de Arabia decía que si un movimiento guerrillero tiene apoyo mayoritario, basta con que un mínimo porcentaje de la población sea parte de la lucha para que ésta lleve la delantera. Es a partir de la contra-estrategia de este tipo de prácticas de guerrilla, que cada civil es un posible enemigo, según la lógica del ejército estadounidense cuando combate contra “países árabes” (y aún más si el teatro de operaciones es urbano).

 

En contextos de manifestaciones de protesta, la lucha también es mediática. La criminalización de la violencia de les manifestantes, y el enaltecimiento de la “protesta pacífica” como una práctica moralmente superior, más civilizada, por ejemplo, es uno de los grandes logros de la derecha mundial sobre la retórica de lo que diferencia una protesta legítima de una que no lo es, buscando generar miedo en la población y ponerla del lado de las “fuerzas del orden”. Si ya está ganada la discusión sobre la violencia y su legitimidad, los medios oficiales tratarán siempre de incluir más y más cosas dentro de lo que es considerado “comportamiento violento”. Y de pronto nos encontraremos con que cubrirse la cara, hacer un graffiti, o incluso bloquear una calle por unos minutos, será considerado violento, una agresión a la paz pública, un atentado contra el bienestar del Estado, una amenaza contra la estabilidad del país, terrorismo. La rapidez con la que el discurso represor puede escalar y llegar a sonar como algo perfectamente racional, a convertirse en sentido común, es impresionante, y es por eso que la batalla contra la violencia represora siempre se libra también en el campo de lo simbólico. O, dicho de otra manera, el tamaño, inclinación y ubicación de la Ventana de Overton buscan definir qué vidas importan y qué vidas son desechables o invisibles.

 

Dependiendo de la solidez con la que un gobierno esté parado frente al mundo y frente a su propia población, este puede permitirse o no reprimir de cierta manera, o puede necesitar o no reprimir, para empezar. Por supuesto todo es siempre más complicado que esto, pero hay que entender que la apología neoliberal de los derechos humanos (que no su defensa desde los movimientos sociales) parte, en primera instancia, de defender la propiedad privada. No se trata de que los derechos humanos sean buenos o malos en sí mismos, sino de la forma en que se instrumentalizan en defensa del statu quo o se exigen y aplican efectivamente como una herramienta de transformación social. La relación entre ser un país “democrático” y permitir el libre flujo de capital por sus venas es, en muchos casos, bastante estrecha.

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