*este texto, que forma parte del capítulo «Cuerpo empantallado» del libro «Jamás tan cerca», se basa en un artículo escrito junto a Juan Manuel Sodo y publicado en revista Crisis en 2016
Otro espacio de cruce fuerte entre cuerpos, cámaras y pantallas es el de las denominadas redes de citas. Allí los tatuajes pueden ayudar a que la imagen del cuerpo llame la atención en la escasez de tiempo y espacio que otorga el escroleo de gente. Escribo esto y aún no hay, creo, redes de citas en las que se suban videítos bailando. De todas maneras, no todo es imagen pura. También se dicen cosas con palabras, en la gestión conectiva del sexo y el amor. La escritura tiene su versión para la tempo-espacialidad de la imagen. Por ejemplo, Marcos, 33, diseñador y baterista; Jimena, 29, repositora en Easy; Facundo, 37, empresario de software; Sandra, 38, ejecutiva de cuentas; Diana, 35, profesora de educación física; cada cual tiene su divisa: “Amo los asados, el vino y lo simple de la vida”, “Sé reírme de mí si vos también”, “No tengo jefes y no quiero que nadie me diga cómo vivir”, “No confundas mi personalidad con mi actitud”, “Los sueños se cumplen. Lo sé por experiencia”. Luego, sí, las fotos. Una mirando hacia arriba, haciendo trompita (muscularmente, ¿hacer trompita es lo contrario a sonreír?) a la camarita que ella misma sostiene. Otro parado sobre una roca en un lago del Sur. O con la Torre Eiffel detrás. Muchas y muchos, con torso desnudo, o incluso semidesnudes, ostentando sus logros musculares, anatómicos, y sus tatuajes. En la playa, en una pileta, manejando, en el baño, en el Machu Picchu. Otro con lentes oscuros y la guitarra; otra vestida de entrecasa con su gatito.
La pantallita ofrece una sucesión interminable de fotos con nombre-edad y acaso algún dato: así se presentan las personas. Muy parecido, parecidísimo, a la publicación de oferta de una casa o departamento, o un auto o libro o mueble. En fin, si alguna persona llama tu atención, podés profundizar y ver el resto de sus fotos y sus datos. Bueno, “persona”: está claro que nosotros no somos eso, esas poses, esas frases de cabecera no somos nosotros, pero también sí. Si después hay un encuentro en persona, aparece la persona –no solo vale la redundancia, sino que parece necesaria–. ¿O sea que esos datos, lemas (“Tengamos una charla copada no una entrevista”), gustos (“viajar y ver series”) y fotos de perfil no eran la persona? Y viceversa: sabemos que el otro se encontrará, ahora sí, de frente, con nosotros. De pronto, hay alguien. Una gestualidad, un olor, un tono de voz, unas oscilaciones en el tono, en la mirada, variaciones y matices en múltiples sentidos; un cuerpo viviente. Y al cuerpo del otro hay que llegar, por así decirlo; la conjunción corporal no tiene la instantaneidad inmediata de los contactos virtuales –¿o sí?–. Hay diversos modos de llegar. Por ejemplo, con desafección: la mente separada del cuerpo eminentemente conectado con la representación de lo que hago mientras lo hago, “actuando el erotismo”, en una performance en la que se borronea la diferencia entre simulacro y verdad. Como los hombres que filman furtivamente a sus amantes (¿dónde están y con quién mientras cazan de manera furtiva la imagen de lo que están viviendo? ¿Qué es lo que están viviendo?). O como ofrece el porno: vivir el sexo como espectáculo, espectáculo de un rendimiento (de valor-placer) sin el estorbo de las emociones.
Pero también se puede llegar al cuerpo del otro pensando desde el encuentro. Es que al cuerpo propio, en rigor, también hay que llegar. Quizás la mediatización consista centralmente en esa escisión entre cuerpo y mente.
Como un encuentro erótico amoroso tiene su complejidad –dicho esto bajo la premisa de que no todo acople genital es un encuentro erótico amoroso–, las redes de citas ofrecen, en pantalla, una oferta (de personas) que resulta en sí misma excitante. ¿Cómo no excitarse ante tamaña oferta de carne deseante, si no directamente excitada? Oferta luminosa de carne erotizada. El paseo por la oferta es un estímulo fenomenal para el cuerpo urbanita. ¿Cómo no excitarse cuando la yema acaricia un brillo y pasa una interminable góndola de personas que, si están ahí, están dispuestas? Sujetos que son todo promesa pero con efectos inmediatos: no hace falta tener consistentes deseos de coger o de conocer a alguien para entrar un rato a la red. Estar en la red –el dispositivo mismo– produce el ansia. No es necesario que haya un deseo. El catálogo de gente que se muestra deseante y deseable, la dinámica de novedades permanentes, la posibilidad siempre abierta de que alguien ponga que le gustas o de matchear con alguien o de que te responda, o algo, ofrecen a la libido, de forma directa, la temporalidad del continuo actual continuamente excitante. Y a su vez, claro, le ofrecen otro vector de entrada a la autopista dominante de la Actualidad.
No es necesario siquiera desear; el dispositivo presupone al deseo. Y lo supone abstracto. Es decir, supone que el sujeto tiene deseos en sí, universales en su universito, y no que el deseo aparece en encuentros que lo generan –o, acaso, donde se genera–. El dispositivo no produce propiamente deseo sino excitación –un fenómeno más nervioso que otra cosa–. El deseo, como fuerza creadora de sentido, se intensifica dentro de procesos en los que estamos involucrados, implicados, de algún modo que arma mundo. En cambio, se puede estar deprimido, triste, tomado por desconfiguraciones más que por procesos configurantes y, empero, excitarse crispadamente. Algo cercano a la ya mencionada “hedonia depresiva” de la que habla Fisher (una forma de la depresión consumista y desesperada por microgoces) o a la depresión eufórica de la que habla Bifo en sus trabajos sobre las masacres juveniles en Estados Unidos.
La estimulación no precisa más que esta fabulosa galería de Homo sapiens en oferta. Gente sexualizada, infinita, al alcance de la yema, disponible ahí para que a cada quien se le arme su fantasía -o su fantasmagoría. La del uso de redecitas puede ser una experiencia básicamente autoerótica, en la que el medio, entonces, no solo media (enlazando, vehiculizando, uniendo) sino que funciona como instancia de efectuación de goce en sí misma (como decíamos de la publicidad). La sexualidad se ejerce con la pantallita; es ella la que excita (pantalla, fantasma, fantasía); después viene lo difícil: es difícil componer algo con alguien; el dispositivo ofrece llenarte la soledad de algo (más que de alguien).
La pantallita embellece, nos muestra rozagantes, nos mejora. Sujetos editados, de mil fotos elegimos cuatro. Pero ¡ay!, cuando hay una cita, una primera cita, el miedo a que el cuerpo no esté a la altura de su representación pantalleril. El cuerpo del otro y el propio.
La pantalla no solo embellece; en realidad, modeliza, consagra, versiona, cosifica. Lo vivo es por naturaleza mutante. Un latir, un pulso, una respiración. Algo vivo es algo en gerundio, algo que está sucediendo (o incluso, que es sucediendo…) . La pantalla cristaliza. No por ofrecerte mil versiones de vos, mil íconos, deja de ser identitaria; es una identificación instantánea. Lo vivo no es idéntico a sí mismo ni siquiera en el instante porque el instante no es más que una idea abstracta sobre la duración.
La pantalla –la virtualidad mediática– ofrece lo múltiple: podés ponerte filtros, tonos, matices, dibujitos; podés ver cómo serías de vieje, según proyecta la máquina (cuál es la imagen anciana de tu actualidad); te ofrece espejos múltiples de vos, especulaciones al fin, y mil datos posibles para identificarte. Me gusta hacer cucharita; no me gusta la pizza; creo que los celos son algo perjudicial en un vínculo; no me gusta la gente complicada; prefiero la playa a la montaña. Mil atributos pero que codifican en términos binarios: podés poner sí o no. No podemos decir “depende”. ¿Qué te parece tal cosa? ¿Te gusta tal otra? ¿Querrías esto? Bueno, ¡depende! Algo parecido a cuando Facebook pasó de ofrecer solo el botón “me gusta” a agregar “me divierte”, “me enoja”, “me entristece”, “me asombra”: no podemos poner varias a la vez, que nos pasan cosas contradictorias. Sí o no. Un binarismo en el infinito de opciones que refleja el lenguaje último de lo digital, este electrón sí o no.
Así, la subjetividad mediática da forma a un binarismo de lo múltiple. Mil opciones pero, en el fondo, cada una sí o no. Podés armar –diseñar y editar– tu identidad, o tu imagen o perfil, de modo aditivo, simultáneo, entre mil opciones de diferenciación; pero la elección de cada una está binariamente definida.
Zarathustra da uno de sus discursos después de ir a un mercado. Y dice: “Solo en el mercado le exigen a uno que responda ‘¿sí o no?’”. Acaso la razón mercantil (¿sí o no?), el frío lenguaje de los números, es la razón conectiva (distinta, según el planteo de Bifo en su Fenomenología del fin, a la lógica conjuntiva, en la que los enlaces no pueden ser automáticos y requieren elaboración). Quizás en el fondo (y no tan fondo…) sean uno y el mismo código y las redecitas, a priori (o sea, según el dispositivo), un mercado de cuerpos sexuados –una mercantilización de la sexualidad–, almas en soledad atestada.
Lo que no cabe en la binarización de lo múltiple es, por ejemplo, lo ambivalente. Lo que se duda no entra en la multiplicidad de opciones (si pongo que “no sé” o no contesto estoy eligiendo esa opción). No cabe algo que es y no es, o algo que en un momento es así y luego asá, o algo que está dejando de ser, en tránsito hacia algo –porque lo trans es, acaso, una ontología, lo vivo es trans, transitando constantemente de un estado a otro, aun si es básicamente al mismo–.
El dispositivo redecita solicita al sujeto que diga lo que sabe de sí, lo que es (soy demisexual, non-monogamous, vegana, peronista, amante del sambayón…). El cuerpo mismo: las fotos pretenden mostrar lo que el cuerpo es. Así se abstrae que el cuerpo es alguien –¿no es eso cosificar? La objetualización del cuerpo alcanzó su summum en la incorpórea virtualidad–.
Por otra parte, está la benemérita cuestión del control. No solo las fotos, no solo la información de preferencias; además, en varias aplicaciones, el dispositivo geolocalizador de tu teléfono, tobillera electrónica, te va mostrando el punto del mapa en el que te cruzaste con tales y cuales personas, la cantidad de veces y a qué hora. Esto se inscribe en un marco de época en el que nuestra trayectoria urbana, el derrotero de la presencia corporal toda, es convertido en información. Dónde estamos en cada momento, qué movimientos son rutinas habituales, cuáles son ocasionales, a qué espectáculos vamos, cuánto tiempo en el shopping y en qué fechas, etc., etc. Nuestra ubicación va siendo grabada en un mapa, como si para alguien fuésemos un ente enemigo o una presa (un target) cuyos movimientos analiza. Se registran también niveles y tipos de actividad, y se procesa algorítmicamente: ese día mandaste muchos saludos, entrás a mirar gente a la tarde, chateás en el trabajo más que en tu casa, y un largo etcétera de bytes acaso útiles mercantil y securitariamente: el erotismo –o, más bien, la excitación libidinal– como proveedor de información (económica, psico y biopolítica). Lejos de requerir cuerpos de deseo reprimido, la producción contemporánea explota la excitación de la libido en una sobreoferta constante cuya inercia –si no hay una resistencia subjetiva que instaure algo concreto–, desconfigura toda consistencia habitable.
Fuimos siempre imágenes, cuando menos desde el charco reflejante que, acaso, haya sido el mismo que el verbo onduló dando comienzo. Narciso se fascinó con su reflecta imagen plana. Ahora bien, aunque el narcisismo alimente el control, el usuario puede descreer que exista o vaya a existir una voluntad interesada y capaz de usar sus datos personales para algo. El desesperado yo financiero, crispado por autovalorizarse, inflarse, no depreciarse, se sabe irrelevante. Quizás, en el fondo, ese saberse irrelevante es necesario para la desesperación inflacionaria. Lo que no puede es evitar verse reflejado en la vitrina de personas-producto, personas-paquetitos (Germán, 34, rulos, electricista, me gusta el blues y cocinar; Paola, 32, agente de turismo, honesta, inteligente, compañera). No son datos personales; es la persona hecha datos.
Los propios cuerpos se conciben a sí mismos –en la práctica– como un conjunto de información tipificable. Seguramente nadie esté ni cerca de identificarse en pleno con la imagen que emite (aunque habría que ver), pero esto no modifica el hecho de que cada vez más el cultivo de sí (o “diseño de sí”, como dice Boris Groys) consiste en procedimientos que implican habitar la concepción de uno mismo (y de los otros) como paquete informacional (de binarismo múltiple) que provee actualizaciones permanentes.
El uso de las redes virtuales de citas creció de manera notable durante la pandemia, pero ya era parte del patrón de vida conectivo. Es el mundo entero el que se nos ofrece en la pantalla –el camino, la verdad, la vida–. Es todo lo que queremos (totaliza el deseo), así de simplificado (según nos lee el dispositivo…). Tener que andar viviendo, habitando lugares, vínculos, ir a espacios donde hay desconocides, acercarte a alguien y proponerle algo es complejo (encuentro conjuntivo, sin tutorial). Mucho más complejo que el tiqui tiqui de la pantalla, donde es mucho más sencillo armar una cita. Antes era bañarte, vestirte, salir, que alguien te guste, que te vea, hablarle, quizás llevarte el contacto para posteriormente, otro día, armar cita… Ahora te bañás y vestís solamente cuando ya hay cita. Nomás hay que cargar los datos de unx, likear otrxs, matchear, chatear, salir, coger. Se allana lo que era –y, en paralelo, sigue siendo– una experiencia rugosa con mayores incertidumbres. La lógica del aplicacionismo es esa: ahorrarte pasos, ahorrarte situaciones, ahorrarte procesos. Todo ya y directo, como el Metrobus: a los bifes. Excitante, práctico, fácil y ahorrativo. Ahorro sapiens somos, con aparatos para ahorrar experiencia, para ahorrar presencia.
Pero el ahorro –de experiencia– es especular. A diferencia del clásico ahorro de dinero bajo el colchón (que disminuía el consumo), este ahorro experiencial sirve para que haya inflación de conexiones. Evitar el pegajoso proceso de un vínculo fomenta tener mil ventanas y chats abiertos a la vez. Si de pronto hay match y se abre un intercambio de mensajes (porque, huelga decir, “conversación” no es cualquier intercambio de mensajes), vamos a estar hablando con alguien mientras, al lado, en la misma pantalla, tenemos simultáneamente la bandeja de entrada con las líneas de mensaje con otres, docenas de otres, algunas activas “en esos días” o semanas o en el mismísimo momento, otras caducas pero que ahí quedan.
Donde clásicamente había un problema de falta (cómo conseguir chicxs), hoy domina la sobreabundancia. “Tengo mil matches, algunas citas, por ahora ninguna me gustó posta, con varias después de vernos una vez y coger directamente no hablamos más, a lo sumo algún mensajito a los dos días y después nada, o directamente nada”, cuenta Diego, 36, docente y dramaturgo. “Pero tengo siempre cuatro, cinco o seis chats activos; con algunas capaz cambio uno o dos mensajes cada dos o tres días y vamos viendo… Capaz en algún momento pasamos a otro nivel.”
El usuario es agente de mantenimiento de chats. Los riega o alimenta como tamagochis, como inversiones que requieren una ficha cada un par de rondas. ¡Que no decaiga! De pronto, una línea se convierte en una persona; puede hasta haber acople, hasta haber orgasmo y, si no despuntó un lazo, algo, pues si te he visto no me acuerdo. Acá vemos tres típicas operaciones del sujeto mediatizado: la saturación, que inunda; el fantasmeo, que vacía; el olvido, que reabre espacio para la plétora de estímulos.
El estado de mensajeo permanente, de notificación permanente, de disponibilidad permanente ofrece llenar el vacío –que no es lo mismo que poblarlo (que haya alguien)–; un vacío atestado ofrece la sociabilidad digital.
En este sentido red: no solo enlaza, también atrapa. ¿Va a querer la red que tengas un encuentro tan bueno como para abandonarla a ella, a la red? ¿Cómo le afecta a un encuentro que sus asistentes concurran a la cita con las otras cuatro personas con las que tienen diálogo como dato abierto en el bolsillo, en la cabeza? Mientras la cita actual va al baño, ¿se contesta un mensaje de otrx match de redecita? En el baño, la otra persona, ¿hace lo propio? Algo análogo vemos con WhatsApp: hecho para charlar, abundan los encuentros en persona donde la conversación se pincha por la tracción que el dispositivo ejerce sobre lxs presentes, tironeados por ver si hay un nuevo mensajito…
Una de las muchas redecitas de citas existentes se llama Kickoff (“patada inicial”), nombre que oculta que su diseño no está hecho precisamente para retirarse tras el primer empuje. Ofrece los siguientes distintivos: “Calidad versus cantidad (mostramos solo personas que tus amigos ya conocen); Relevante (detalles que importan, tales como la escuela y el trabajo); Simple (tan solo unas pocas personas al día)”. ¿No es maravilloso? ¡Tan solo unas pocas personas al día!
Siempre puede haber otrx; siempre puede haber más. Un polvito más; un cuerpito más. Los cuerpos de la ciudad son una gran oferta de opciones de inversión libidinal: a ver dónde se obtiene la mayor intensidad posible. Es entonces abrir mil posibles, arriesgar una inversión, apenas un contacto, e ir a la carne rápido, a ver cuánto rinde sin que insuma un tiempo que inhiba otras inversiones veloces. Por supuesto, el yo financiero reivindica su libertad de elección y de movimiento sin ataduras –“Hago lo que quiero”–, su derecho a perseguir el rendimiento máximo sin la demora de un proceso orgánico –igual que el capital financiero, si hablara–.
El dispositivo, en cuanto tal, atenta contra la decisión de estar en un vínculo. Incluso por la inercia con que está diseñado: “Mi novio, con el que había vuelto hacía poco después de varios meses separados –cuenta Cecilia, 42, trabajadora social–, quería poner una película en mi compu. Tuvo que darse de alta en un sitio y fue a mi mail, que estaba abierto, para buscar el correo de confirmación. Pero lo que encontró fueron no sé cuántos mails de dos apps, que yo no había conseguido que dejaran de llegarme, a pesar de haberlas desinstalado del celu hacía tiempo. Nada grave, pero fue un momento incómodo y enfrió la noche”. El dispositivo, ahí, actúa motu proprio; su inercia se prolonga contra la decisión subjetiva de organizar una implicación y ligadura consistente que prescinda del aparato. El diseño prefigurado puede ser obstáculo para la decisión de afirmarse en un lugar. Y, acaso, estar en un lugar sea condición para hacer un viaje, a diferencia de estar a la deriva, porque es desde un lugar desde donde se viaja; es en alguna nave, como mínimo, en el cuerpo-nave. Cambiando siempre el contenido del contacto meta dedito, quizás subjetivamente estemos siempre en el mismo lugar.
¿Por qué abrimos tanto el celular?, ¿por qué lo miramos mucho más de lo que realmente lo “necesitamos”? Es como con la máquina tragamonedas: sabemos que solo en una de muchísimas bajadas de palanca daremos con un jackpot pero, igual, cada palancazo ofrece el goce de que por ahí, quizás, alguna de estas…; que no deje de correr la cinta. Cada desbloqueo de celu, cada operación cuyo mensaje implícito es quizás la siguiente, bloquea el robustecimiento de esto, ahora. Recuerdo el lema que tenía una amiga en la red de citas que usó durante un tiempo: “Busco compañera para rajar de acá”.