Mi nombre es Silvia. Hace poco supe su origen latino, quiere decir mujer del bosque. En árabe se pronuncia silviya, en idish silvishque. Así me decía mi bobe. Algo del sonido los emparenta o así lo quisiera. No sé qué me hace judía. Gaza me hace temblar.
Mi apellido materno es Czeczyk. Mi madre nació en una zona de Polonia que según la circunstancia histórica pertenecía a Rusia o eventualmente a Polonia. O sea mi madre no tuvo más patria que su lengua de resistencia (el idish), esa que sobrevivió al exterminio de sus hablantes.
Mi padre nacido en Ucrania, es Duschatzky. Un apellido que me costó desde el origen. Escribirlo era borrar y volver a dar con la letra correcta, ejercicio que a los 6 años implicó varios agujeros en la hoja. El apellido de mi madre lo aprendí más tarde pero su escritura me resultó más fluida.
De pequeña quise ser más judía de lo que me permitieron. Pocos ritos comunitarios y mucha moral antisionista que sólo bajaba como imperativo inscripto en un ecosistema stalinista.
No les fue fácil a mis padres domar un espíritu que no sabía bien de que huía pero huía.
Me vienen imágenes de mi abuela materna en el templo cuando se celebraba alguna festividad religiosa. Corpulenta, vestida de negro, paradita siempre del lado del fondo del salón. Creo haber escuchado algo sobre la disposición de la gente en ese espacio. Los ricos están adelante los más pobres atrás, me explicaban cuando preguntaba porque ella ahí. Atrás era casi en el umbral de la puerta. Me gusta la imagen del umbral. El interior en el exterior, escribía Benjamin. Atrás era más claro, la luz del día se hacía sentir y la puerta abierta podría atravesarse cuando el adentro sofocara.
Czeczyk era la palabra del afecto. Duschatzky, la de la exigencia. Basia se llamaba mi mamá, Jaike (Clara) mi tía, Feiguele (Fanny) mi otra tía. Mis tías eran argentinas, mi madre no. De ahí su nombre polaco que significa extranjera o extraña. Siempre me gustó como sonaba su nombre, tal vez porque la extranjería me es afín. Entre ellas hablaban en idish, yo no entendía; me alcanzaba su sonido. Pocas veces tuve la sensación de hogar tan nítidamente como cuando las escuchaba reír en esa lengua.
Crecí dividida entre el timbre de una lengua que no se dejaba decir del todo y la fuerza de otra amasada en la prohibición, la contundencia y la moral del buen sentido. Se me prohibía frecuentar chicxs judíos sionistas y más tarde también afiliarme a juventudes de izquierda porque ponía en riesgo la seguridad de las tareas que desempeñaba mi viejo en el partido al que pertenecía, “Cuando te pregunten de que trabaja tu papá decí comerciante.” Mi padre: un soldado de la revolución. Tímido al extremo, tartamudeaba cuando los nervios le jugaban una mala pasada. Bueno, eso de soldado de la revolución me lo inventé. Creo que era el modo de encubrir su fragilidad.
A los catorce años me veo sentada frente a mi escritorio, pullover beige, cabello largo y la hoja de carta en la que le escribía a mi papá; preso. Le decía que estaba orgullosa de él y su lucha por un mundo mejor. También me inventé esa estatura épica. Así como madre era el nombre de la tierra del afecto, padre el de la lejanía afectiva revestida de atributos ampulosos y virtuosos. Así disimulaba cierta orfandad. Mi madre lo admiraba. Le cocinaba enormes ollas de comida que le llevaba a la cárcel, mientras permaneció detenido en Buenos Aires. En la calle Moreno. Luego lo trasladan a la provincia de Tucumán. Nunca supe por qué tan lejos. En una de esas visitas le grité a la distancia que estaba saliendo con un chico, mucho más tarde, sería el padre de mis hijxs. A ese chico lo conocí en un grupo de pibxs judíos, algunos sionistas, otros simplemente judíos que, como yo, caían ahí azarosamente y sin motivación más que la de hacer amigxs. Yo venía de esas instituciones progres en las que la pasé muy mal. Era profundamente tímida, rasgo que compartía con mi padre. Rara vez hablaba en público y sentía que pocos me registraban. Había que cumplir cierto rango para pertenecer a esa tribu; demostrar una mezcla de intelectualidad y cancherismo, contar con un buen rendimiento deportivo y poseer un vocabulario de corte ideológico progresista.
En el colegio secundario y un poco antes de volverme militante desembozada conocí a una compañera con la que discutíamos a muerte sobre Israel y la entonces URSS. Ella sostenía que yo era judía, lo quisiera o no y que Israel velaría por mi vida, siempre en peligro. Yo fiel a mi legado defendía con ritornellos a la URSS. Ella me decía asimilada, la peor de las ofensas para una judía sionista y yo ya ni recuerdo cómo me pegaba ese epíteto. Pero por esas cosas enigmáticas me gustaba ir a su casa que curiosamente vivía en un conventillo. La única judía pobre pobre que conocí. Un día me llevó a una fiesta y creo que esa fue la primera vez que un flechazo me atravesó como nunca antes había sentido. Ese pibe de rostro árabe se llamaba Julio, pasados algunos años no volví a verlo. En mi casa mentía sobre el origen de esos nuevos amigos. Lo cierto es que esa circunstancia coincidió con la detención de mi padre y mis amigas me acompañaban al penal sin hacer ninguna pregunta, que no obstante hubiera respondido con la frase a mano: defensor de los mejores ideales humanitarios.
Creo que en ese período y durante esos encuentros sociales experimenté un sentimiento judío que me fue vedado. Se trató de una simple sensación que no requería ningún protocolo, ni lenguaje impostado, ni exabruptos ideológicos. Sólo se trataba de un modo de hacer lazo. No eran peñas, eran bailes, no eran discursos sesudos, eran charlas banales, no era desprecio por lo trivial era pasar el tiempo sin meta y con la adrenalina de la próxima fiesta. No eran padres clandestinos, eran familias alegres y “normales”. Ser judía me era familiar y extraño a la vez. Hasta que llego la militancia y la vida se arropó de riesgo, proyectos colectivos, combate y trascendencia vital.
La vida anodina, desprovista de epopeya y ajena a lo que se jugaba en la década de los 70 no era opción. La pregunta por lo judío -explicita o no- le dio paso a la mística de la tarea revolucionaria. Había salida, la pregunta sobraba o tal vez era privativa de las almas libres. Yo me alimentaba con respuestas.
Cuando viajé a Israel hace diez años tuve la sensación de estar pisando el más gélido de los países que había conocido. No se trataba de lo extraño sino de lo expulsivo. Altos muros marcaban la salida del aeropuerto y un espíritu bélico se respiraba apenas comencé a recorrer las calles. Los micros a los que me subía estaban repletos de jóvenes soberbios que desparramaban su cuerpo exhibiendo fusiles que cruzaban desde el torso hasta sus piernas. En una oportunidad mis amigos me llevaron a un kibutz, en la zona alta del Líbano. Alambrados electrificados lo separaba de una mezquita, ubicada a pocos metros hacia abajo de la montaña. Un soldado recorría el perímetro sin dejar de apuntar hacia el frente. De pronto voces de rezos de mujeres cruzan la valla. Miro al soldado con una sonrisa de venganza y pienso: no hay fusil que pueda frenar el eco de la voz.
A los pocos días paseo por el mercado árabe de Jerusalén, recién ahí volví a respirar olores de la tierra, especias, un andar “descuidado”, barullo vital.
Escribo estas líneas en el medio de Gaza. En estos días vivo en estado de shock. No encuentro una lengua que diga el horror al tiempo que lo ahueque. Marina Tsvietáieva escribía: mi dificultad está en la imposibilidad de mi problema, por ejemplo, con palabras (es decir pensamiento) decir un gemido: a, a, a. Para que en los oídos quede solamente a,a,a.
Dicen no es en mi nombre, digo no es en mi nombre. Y sin embargo solo lo que terminó por pegarse empuja a despegarse con tanto ahínco.
Poco sé de la historia judía, pero si algo abrazo es su carácter diaspórico; la relación con la palabra, el ímpetu de la interrogación y una lengua que balbucea y canta para unirse a otros cantos. No es ontología, no hay inocencia de origen ni paradigma de víctima.
Lo que ocurre en Gaza es genocidio. Y Gaza es el síntoma de la decrepitud de occidente con su legado de civilización o barbarie.
Continúa acompañándome el ritmo de una lengua materna. John Berger recuerda que a la expresión “lengua materna” en Rusia se le dice, radnoy yazik que significa la lengua más querida y agrega, dentro de nuestra lengua materna están todas las lenguas maternas. La amabilidad de cada lengua materna la vuelve porosa hacia las demás. Tal vez por eso podemos decir que es universal. En cambio, cada golpe de Identidad (con mayúscula) guarda el germen del monstruo agazapado con su veneno mortífero.
Silvia Duschatzky
5 de octubre 2025