Palabras que anudan // Roque Farrán

 

¿Alguna vez te faltó el aire de una manera tal que al volver a insuflar tus pulmones supiste de qué materia estaba hecha la vida, el espacio, el universo? ¿Alguna vez tiritaste tanto de frío que apenas unos abrazos desconocidos parecían sujetarte a este mundo? ¿Alguna vez habitaste tal silencio que al recuperar el habla sentiste que cantabas? ¿Alguna vez te sumergiste en una noche tan profunda que al emerger a la luz sentías que escribías letras resplandecientes? ¿Alguna vez perdiste tanta masa muscular y tanta fuerza que al volver a caminar y tirar unos simples golpes sentías que eras indestructible? ¿Sentiste la fragilidad de los lazos que nos unen?, ¿lo fácil que es el disolverse de todo?, ¿lo persistente que es, aun así, la vida humana? Me emocionan los gestos porque me han sostenido en muchos momentos y, a su vez, otros me han dicho que algún gesto mío los ha alcanzado para bien; pero también existen la duración y los pasajes y los cambios de estado, a veces alegres y otras tristes, no podemos negarlos ni controlarlos; y luego las circunstancias y necedades y maldades de gentes ancladas hace añares en profundas tristezas, desigualdades, miserias, muertos en vida, por eso tenemos que llegar a captar de manera urgente, impostergable, no solo el gesto y la duración, sino la eternidad: la eternidad del instante.

Necesitamos aprender a pensar con el cuerpo que es, de algún modo, como aprender a caer. En el psicoanálisis, como en el Aikido, se practica la caída: es muy importante aprender a caer. A veces nos esforzamos demasiado por sostenernos en posiciones sufrientes, rígidas o blandas, porque tememos la pérdida: mejor lo malo conocido a lo bueno por conocer. Soltarse y dejarse caer no es un simple acto de renuncia voluntaria o pasividad, sino una práctica ética constante: dirigirse hasta el punto ciego, una y otra vez, hacia el foco, cayendo, girando, en elipse, hasta encontrar la forma, el estilo, el modo singular de efectuar la caída. Con la palabra y con el cuerpo, a la vez, el deseo emerge de nuevo. Siguiendo una observación de la amiga Lara Lizenberg, diría lo siguiente: “El analista es al menos dos, el que se produce en la intervención (como resto), y el que conduce a lo mejor el caso (lo que cae).” Para eso hay que contar al menos hasta tres, y no apurarse en la caída. Un analista en tanto opera no tiene perspectiva ni ideología, pero sí orientación. Su orientación en análisis es materialista y transgénero, porque excede los géneros discursivos y sexo-afectivos: se orienta por el deseo y lo que aumenta la potencia de obrar. En este sentido, no solo no puede ser binario, sino que lee el rasgo unario de la repetición y conduce la cura hacia lo ternario (RSI) o cuaternario (el sinthome) del anudamiento, según el caso.

Pero hay además un núcleo político de lo inconsciente. Atravesadas las identificaciones a los significantes amos que hacen padecer al sujeto, sumirlo en la servidumbre, no obstante persiste el núcleo de indeterminación en que el sujeto debe dar un salto sin garantías, coraje o valor de verdad, inteligencia material del tiempo y confianza sapiente en el Otro (que es un lugar abierto y no un banco de garantías o créditos). Ese es el punto clave donde un sujeto puede retroceder ante su deseo y desmoronarse  (“los que fracasan al triunfar”, decía Freud), o peor: devenir escéptico o canalla. Algo que vemos, sucede a menudo: la banalidad del mal. Por eso me pregunto si además de la “banalidad del mal”, comentada por Arendt, no habrá también una “analidad del mal”, en términos freudianos: una pulsión de los pequeños miserables por cagarse en todo el mundo. La idealización de los miserables cagadores, por supuesto, corre por cuenta y riesgo de los pequeños ahorristas y otros neuróticos de carácter más bien obsesivo. Aunque la deuda, la mierda y la miseria nos las dejan a todos. Hay condiciones estructurales para esta sociabilidad tan conveniente y estupidizada del común, esta economía del goce tan acendrada del capitalismo, pero el carácter subjetivo parece que no deja de sorprendernos. De todos modos, si entendemos realmente las causas materiales, tenemos que dejar de sorprendernos y actuar en consecuencia: intervenir las modalidades afectivas en todos los niveles, componer otros espacios donde afectar y ser afectados diferencialmente. En fin, abogar por una democracia con sensualidad (no solo consensual), es decir, populista: donde el goce sea con sentido público (no solo consentido), donde el deseo sea asumido como deseo de deseo de deseo (no solo del objeto contingente).

El deseo no puede ser digitalizado ni algoritmizado. Para entender esta aserción tenemos que reponer la vieja distinción filosófica entre el buen y el mal infinito. Los trazados, huellas y elecciones que hacemos en red pueden ser recolectados infinitamente como datos: almacenados, procesados y ofrecidos como perfiles en inducción de conductas de consumo. Ese es el mal infinito: la iteración de lo mismo en la diferencia supuesta por el libre albedrío. Pero el deseo real no se identifica a sus marcas determinantes, significantes o algorítmicas, es deseo de deseo a la enésima potencia: marca sus marcas y las excede, soporta un vacío consubstancial a él y, aunque no se actualice todo el tiempo de manera evidente, guarda una conexión imprevista con la potencia infinita de ser que es incalculable. Solo lo determina una determinación singular, desde el punto de vista de lo indiscernible o genérico, cada vez. Por eso la subversión del deseo, aunque se juegue también en redes, no será jamás digitalizada. Por más que se alimente la fantasía pornográfica de acceso al Otro, a sus elecciones más íntimas, la irreductibilidad insiste en el acto de desear y perseverar en el ser. Allí se configura una ética que podemos retomar y reactualizar de los antiguos.

Foucault se sorprendía al estudiar los textos antiguos de que el paganismo, contra una fantasía común, no implicara ninguna supuesta liberación sexual y que de ahí mismo provenían en realidad todos los cuidados que luego se acentuarían con la moral restrictiva cristiana. La verdad que el acto sexual no es la gran cosa, podría decirse, son más las fantasías y negocios que se engendran en torno a un goce supuesto que el placer en sí mismo: las descripciones antiguas de los frotamientos, posiciones ridículas, movimientos espasmódicos de los cuerpos, intercambios de fluidos, etc., son bastante risibles y elocuentes al respecto. La erótica es otra cosa: modos singulares y culturales en que las relaciones entre las palabras, los sujetos y las cosas se invisten libidinalmente orientados por el deseo. Puede haber acto sexual pero, como la cura, es un efecto secundario, no el objetivo principal de la erótica. Para eso no tiene que haber garantías respecto al resultado, a que la cosa funcione, acabe o no, bien o mal. En todo caso: más allá del bien y del mal. Lo importante es el recomienzo, otra vez: el deseo. Quizás haya algo de método en ese ethos de sostener el deseo en su emergencia incesante.

Leí por ahí que Foucault dijo que su única regla metodológica era leerlo todo. Sin dudas era muy buen lector y un investigador escrupuloso, pero obviamente no leía todo. Él mismo lo dice en la continuación de su historia de la sexualidad, cuando sale del período histórico que más conocía, y retorna a aquellos textos antiguos. Me pasa cada tanto, pese a que hay textos a los que siempre vuelvo como ejercicios cotidianos, encontrarme con territorios textuales y problemáticas inexploradas; siempre es una alegría enterarse que hay quienes se encuentran pensando desde otros lugares, términos y tradiciones. Luego, mi evaluación y valoración singular de cada proyecto o empresa, procede de igual modo: la consistencia la leo como corp-sistencia (término que tomo de Lacan), anudamiento entre prácticas y niveles irreductibles, entre vida y concepto. La consistencia no es sólo lógica sino que hace cuerpo. He leído así al mismo Foucault y a otros autores de renombre, por supuesto, pero no hago distinciones entre clases o grados respecto a eso: en cada nivel se plantea el desafío y la honestidad intelectual para anudarse o no a lo que se sostiene vitalmente, discursivamente, entre las palabras y las cosas.

Nadie sabe donde empieza y termina un cuerpo. Me desperté hace poco con esa frase y luego comencé a leer y escribir sin saber cuando había empezado y si acaso terminaría, alguna vez. La muerte quizás sea esa instancia que nos sorprende haciéndolo y por eso una parte del día se la dedico: para que no me sorprenda tanto. Leer, meditar, escribir, para ir tejiendo palabras que hagan cuerpo y pensamiento. Palabras con consecuencias materiales. Pues si tus palabras no pueden parar el mundo, para tus palabras: bájate de ellas y cámbialas. Y si no puedes cambiar al menos su sentido evidente, entonces dirígete a ti mismo estas simples palabras: “soy allí donde no pienso, pienso allí donde no soy”. Si esta disyunción problemática entre el ser y el pensar, allí, no te hace reencontrar el deseo de un decir verdadero, que implique la palabra, el cuerpo, el pensamiento, entonces ya no me hables de cambiar el mundo. Ni de nada.

 

Roque Farrán, 13 de agosto de 2020.

 

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