por Universidad Nómada Brasil
(Traducción: Sandra Arencón Beltrán)
¿Existe alguna contradicción entre el oxi(no) del 5 de Julio y el acuerdo firmado, ocho días después, entre Tsipras y la Troika (comité compuesto por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional)?
La Grecia de Syriza desafió al núcleo de la governance de la Fortaleza Europea para, acto seguido, aceptar las imposiciones de los acreedores. ¿Habría sido cobardía, falta de fibra, capitulación de Tsipras? En las últimas semanas la pregunta ha inquietado tanto a la izquierda griega, como a la izquierda mundial, con una tonalidad emotiva que alternaba entre un desencanto amargo y rabiosas denuncias. El anticlímax causó perplejidad.
Sin embargo, la respuesta no puede caer en un diagnóstico de algún vicio de voluntad. Es preciso descartar de antemano cualquier evaluación que se limite a juzgar la intención del agente en relación a una escala de firmeza moral entre los más o menos corajosos del propósito anticapitalista. Aunque la guerra de clases en Europa sea un hecho, es cierto que no conviene re-editar alguna Orden tipo nº 227 que etiquete todo reculo como una traición y no dude a la hora de disponer de pelotones en la retaguardia para fusilar a los traidores, aunque se trate de un fusilamiento ideológico. Por otro lado, no podría ser el caso de conceder la indulgencia de la táctica con la finalidad de absorber los vaivenes de Tsipras, a título de correlación de fuerzas, como si el gobierno de Syriza hubiese alcanzado, objetivamente, su máximo límite. “Voluntad política” y “correlación de fuerzas” son, normalmente, argumentos automáticos, ex post, para justificar cualquier acción política. Entre la enfermedad de la voluntad y el determinismo de la coyuntura es necesario localizar el tiempo húmedo de la virtù maquiavélica, aquella que fuerza a la apertura de un espacio político de maniobra donde antes no lo había. Lo contrario sería la condena de la izquierda a revivir interminablemente una especie de Groundhog Day (Día de la Marmota), restaurando cada fracaso por la nostalgia de tiempos que jamás volverán (amén).
Además de eso, no es necesario hacer hincapié lamentándose por la ilegitimidad de la deuda griega, así como la de cualquier otro país o deudor del mundo capitalista. Se trata de dominación de clases a la vista de todos, en donde la relación acreedor-deudor no pasa de la incesante extorsión de la riqueza social y la subyugación de los pueblos. Esto es una obviedad indiscutible. En ese aspecto Syriza probó lo obvio, desnudando los violentos dispositivos de gestión y extracción de producción y de riqueza sociales. Aun así, lo que falta explicar es ¿por qué la clase dominante europea necesita de algo como la UE, el euro y el grupo de Bruselas para ejercer esa violencia extorsionadora? ¿Y por qué delante del mantra “no hay alternativa”, en efecto, continua no habiendo alternativa? ¿Por qué no se consigue nombrar al sujeto de lucha e implicarse en ese propio sujeto, que conferiría los elementos materiales a partir de los que se podría declarar, alegremente: es la alternativa? Apostemos en él.
Syrizas es el primer vector institucional del ciclo de luchas que, a groso modo, ganó momentum con las revoluciones árabes, disparando con la insurrección de Túnez y de la Plaza Tahrir en el Cairo. Sí, hemos de dar el paso para la osadía e identificar el terreno de la recomposición global. Es fácil reclamar precisión geográfica y denunciar el achatamiento de particularidades, muchas veces con algún andamiaje identitario de selección de las diferencias; es muy difícil aprender la dimensión global no local y vice-versa, cosa que la governance financiera concibe muy bien hace, por lo menos, 40 años, desde la transición al posfordismo.
Tener así la osadía para afirmar que, crucialmente, las luchas anti-austerity cuyo epicentro fue la Plaza Syntagma son las mismas, esencialmente las mismas, que las luchas del norte de África, las mismas que recorrieron el 15-M de 2011 en España, del Occupy norteamericano, de las jornadas de Junio de 2013 en Brasil, del Parque Gezi en Estambul, o de la Plaza Maidan en Kiev. Tal constatación no significa nivelar dinámicas singulares, sino reconocer que el mismo tejido conjuntivo en el que opera el capitalismo mundializado hace brotar tendencias antagonistas, una composición de clase que, con todas las particularidades, es impulsada por esos antagonismos. Es la misma composición ultra conectada entre plazas y redes, entre la politización de lo cotidiano y la recusa de la clase política, entre el acto ético del indignado al implicarse en la lucha colectiva y la denuncia de la corrupción de las “castas”.
Por lo tanto, Syriza es una continuación de los afectos políticos que circularon durante todos esos años y, por eso mismo, es la primera experiencia, frágil y precaria, en llevar el antagonismo al nivel institucional duro. No es poca cosa. Syriza no está entre movimientos e instituciones, como si existiesen dos planos concéntricos o separados, con lógicas propias, y entre ellos un intermezzo conectivo. Esta división esquemática, entre movimientos e instituciones, significaría admitir la autonomía de lo político, que es justamente lo que está en jaque cuando las multitudes afirman “no nos representan”. En las últimas décadas, el cambio de cualidad de los antagonismos viene determinando paulatinamente la obsolescencia de los formatos de movimiento social orgánico y de la militancia ideológica, con sus estructuras rígidas, identitarias, programáticas, que demarcan con exactitud el dentro y el fuera, la producción esotérica y exotérica.
Como si para situarse en el campo de la militancia fuese necesario atravesar la frontera del compromiso para convertirse a la comunidad de la izquierda, frente a los que se prestan cuentas y de tiempo en tiempo nos reconciliamos, bajo la pena de la excomunión.
Si Syriza detiene hoy una fuerza a la altura de los antagonismos, no consiste en asentarse sobre la constelación de lo que en Grecia se llama “campo de izquierda”. Su singularidad está, eso sí, en la capacidad de operar en lo continuo, en lo difuso, en borrar las fronteras y derramarse por el tejido conjuntivo, independiente de las profesiones de fe ideológica o de las identidades sociales –ahí precisamente es donde la governance extiende los mecanismos de dominación y explotación y funciona dispensando códigos significantes y fijos. La liquidez de la organización no es impotencia o ironía posmoderna, sino potencia social de tipo diverso.
No llama la atención que la reacción emocional de la izquierda griega y mundial frente al “reculo” de Tsipras cohabite con la indiferencia general de aquellos que no comparten los métodos obsoletos de organización y actuación.
Estamos hablando de la gran mayoría de la población, que no se conmovió con el escándalo de la izquierda. Si muchos no condenan al gobierno griego por no haber provocado el Grexit, tal vez no sea porque estén presos en la caverna de las falsas ideas, sino porque UE y euro para ellos, así como para los indignados de Maidan, asumen un sentido pragmático e inmediato. Que no es paceZizek, simplemente un ideal de Europa. Al contrario, consiste, en primer lugar, en la percepción de que la alternativa estatista y soberanista no es alternativa alguna, que tal discurso es tan ideológico cuanto algún ideal de Europa. Estatizar los bancos, forzar el medio circulante nacional ¿y entonces qué? ¿Un Plan Quincenal? El anti europeísmo de izquierda solo ha conseguido repetir formulas estado céntricas del siglo pasado o, entonces, valorar referencias vagas a Rusia o a China, como si los BRICS pudiesen, en cualquier medida, apoyar un proyecto de contrapoder. En segundo lugar, la percepción de que la alternativa posible, calcada en la creatividad del ciclo en que Syriza está engranado, aun depende de una larga cola de circuitos económicos virtuosos, de alianzas y contagios. El oxi fue no a la Europa de la troika, que hoy es la única que existe, pero no implicó, de forma lineal, partir hacia alternativas en las que las propias personas se vean implicadas. Por lo menos, no aun.
Que la troika esté preparada para expulsar un estado miembro por la ventana no es señal de su fuerza, como si Schäule, Merkel y Juncker fuesen un nuevo poder soberano en el interior de la UE. Esa apelación a una política “time-out” significa, en vez de eso, la flaqueza que consiste en accionar la coerción derecha. El objetivo del chantaje está en desmovilizar políticamente las alternativas en gestación, frente a un ciclo que va desde Islandia hasta las riots inglesas, desde Portugal hasta Ucrania, impidiendo así que el miedo vuelva a cambiar de lado. Además de frustrar en las negociaciones la posibilidad de reestructuración financiera griega, en Bruselas estaba en juego el estrangulamiento deliberado del primer gobierno de un partido forjado en las luchas anti austeridad, sirviendo de ejemplo para otros vectores que vienen siendo construidos, especialmente en el sur de Europa. Sobre todo en España, donde la formación de Podemos y las victorias de las confluencias municipalistas en Madrid, Barcelona, Zaragoza y otras ciudades, señala la emergencia de alternativas. Con Syriza derrotado, sea a través del Grexit,sea a través de un acuerdo de imposible sustentación, la troika busca conjurar la alteridad del acecho de las nuevas formaciones partidarias y electorales, que avanzan los antagonismos sobre el terreno institucional duro.
Mientras, en Brasil, el gobierno del Partido de los Trabajadores en el poder hacer ya 13 años, prosigue con el saqueo social. No lo hace por ser “rehén de las circunstancias”, sino por una doble y consciente elección, de la cual el PT y su coalición son responsables. Primero, la imposición del giro autoritario del crecimiento económico, mediante subsidios a montadoras y empresas, mega obras, mega represas, mega eventos, gigantescos emprendimientos del agronegocio. Y después, cuando el Brasil Maior se ahogaba, en medio de la falencia del proyecto económico y los sucesivos casos de corrupción sistémica, con la imposición de la austeridad neoliberal contra los pobres. La presidenta asume que el “ajuste fiscal” es bueno para el país, mientras moviliza los engranajes de los viejos movimientos y centrales de sindicato de orbe petista, para brindarla de la inestancable oposición institucional y social.
Con ese paño de fondo, la lectura política del “reculo” de Tsipras hecha en Brasil es ejemplar de la operación de sustentación de un gobierno de austeridad que, curiosamente, consigue presentarse (por lo menos ideológicamente) como de izquierda o “progresista”, sobre todo fuera del país. Recalentando análisis de coyuntura que tendrían su grado de validez en el año 2000, cuando el lulismo en Brasil y los demás gobiernos progresistas de América del Sur contenían brechas y ambivalencias; en la década de 2010 esa maniobra no pasa de un intento cada vez más vacío de prolongar indefinidamente el esquema entre neoliberalismo y neo-desarrollismo, entre el imperialismo americano y los BRICs (ni que sea para estimar la conveniencia táctica de los checks and balances de la multipolaridad). De ahí la prisa en domesticar la experiencia de Syriza y, con eso, apaciguar las inquietudes y agitaciones entre las fileras de simpatizantes, grandes o pequeñas.
Gobiernistas e izquierdistas brasileños se reencontraron en la condenación a Tsipras, hace apenas 6 meses en el gobierno del país más afectado por la crisis en la Unión Europea. Los primeros, adeptos del extremismo de centro, se complacen con la capitulación. Seria prueba de que no hay alternativa, y que en el mundo de hoy la dialéctica del menos peor resta inexorable. Ya condenaban las movilizaciones desde Túnez por “falta” de una alternativa de poder y ahora la condenan también.
Los últimos, haciendo un llamamiento a un mistificado “poder popular” o a fórmulas vacías dosificadas por la reconfortante palabra “estado”, se adelantan para desenmascarar lo que ya sabían desde el principio: la traición de Syriza frente a las luchas globales al avanzar sobre el terreno electoral e institucional, excediéndose. El primero por la falta, el segundo por el exceso, ambos se complementan en su mezcla de verdadero cinismo y falso radicalismo. Una vez más, el moralismo impotente y el inmoralismo cínico de poder se retroalimentan entre si, como vimos en las elecciones de Octubre de 2014, en la adhesión izquierdista a la campaña gobiernista del miedo. Similarmente equivocados, ambos interpretan la victoria de la Troika sobre Syriza como acto final de una tragedia. ¡Para ambos, nada nuevo se ve en Grecia, inmediatamente para atrás! No podemos compartir ese giro de 360 grados.
Para Tsipras y Syriza, ganar tiempo no puede ser distender la crisis indefinidamente. De nada vale cambiar el final amargo por una amargura sin fin, normalizando nuevamente la crisis. Continuar luchando, claro. Y continuar luchando sin perder de vista el nuevo terreno donde opera la tendencia antagonista a mediados del siglo 21. En la década de 1840, Marx y Engels no se cansaron de criticar la Liga de los Justos por su carácter sectario e aislacionista, en un momento histórico en que, a la luz de los impases, era preciso pasar a la masificación del movimiento de clase. La horizontalidad también nutre una extraña verticalización cuando interpreta su dislocamiento de las dinámicas de la vida social como una clave moralista de pureza. Ahí, la autonomía de lo político se reintroduce en la figura de la militancia sentada en sus propios principios y métodos, lo que corre el riesgo de convertirse aun en otra teología política. ¿No era Marx quien decía que la gran mayoría se mueve por intereses materiales y no por modelos utópicos o pertenencias comunitarias? Por eso el capitalismo funciona con tanta resiliencia, ya que para él la única comunidad autentica es la del dinero. Es en ese sentido, en el pasaje de la geometría (horizontal o vertical) a la mecánica de los fluidos, de los colectivos y movimientos sociales a la sociedad en movimiento, que grupos como Syriza o Podemos tienen que contribuir para la intensificación de un poder de ruptura.