Otro ruido en el pasillo // Pedro Yagüe

Un hombrecito porteño entra a un profesorado de Avellaneda. Está contento. A la mañana terminó de escribir un artículo en el que explicó las mezquindades del capitalismo, y ahora le toca disertar sobre su propia obra ante jóvenes del conurbano. No se puede quejar. Desde adolescente soñó con vivir de clases y regalías, con ser un todoterreno de la crítica intelectual. El hombrecito saluda, se sienta sobre la mesa y comienza a hacer lo que mejor sabe. Brilla. Al terminar, desliza un amable “gracias” y en el aula se escucha un aplauso de admiración. Algunos estudiantes se acercan a él con libros para que se los firme. El hombrecito no levanta la cabeza, sino que los toma uno por uno, con la misma precisión automática con que un obrero fordista ajusta las piezas. Los libros pasan y pasan hasta que, de pronto, una muchacha le acerca unas fotocopias de su última novela publicada. El hombrecito, como arrancado de un sueño, levanta la cabeza y la mira fijo: “Yo fotocopias no firmo”.

 

Y nos deja respirar

En la primera página de su Historia a contrapelo del arte argentino, Rodrigo Cañete empieza con una definición en la que, imagina, podríamos ponernos de acuerdo: al igual que el amor, una obra de arte abre un espacio entre nosotros y nuestras vidas, y nos deja respirar. Cuando, por ejemplo, un libro o una película nos afectan de verdad, sentimos que algo se nos desarma por dentro, que la percepción se nos altera de un momento a otro, a veces para siempre. Todos tenemos una experiencia de esto. Una novela, una serie, una imagen que, sin que lo viéramos venir, puso en cuestión lo que somos. Y nos hizo vivir de otra manera.

Sin embargo, hoy el arte se parece cada vez más a lo contrario: un medio, entre otros, para fijar una identidad. Nuestros consumos culturales tienden a recaer en lo que ya sabemos que opinamos, en lo que ya sabemos que sentimos. Sucede entonces aquello que Florencia Abadi identificó como la operación narcisista por excelencia: el sacrificio del cuerpo a la imagen. La experiencia desaparece como núcleo de elaboración de sentido; nos entregamos a esas imágenes y narrativas de siempre cuyo reflejo nos tranquiliza. Quedamos anestesiados por el mercado, ahogados en el algoritmo, sin poder respirar.

 

Las armas de la crítica

Hernán Vanoli escribió alguna vez que en la Argentina solo hay libros buenos. Al decir esto, se refería al modo en que la crítica literaria se convirtió durante las últimas décadas en un simple ejercicio adulatorio. La lógica del mercado remplazó casi por completo al pensamiento y su capacidad de intervención. Entre un periodista cultural y un vendedor de cosméticos, la diferencia parecería ser solo de objeto.

Distinto es el caso de Cañete. Su libro exhibe una forma de hacer crítica que, partiendo de la materialidad de cada obra, se propone ir más allá. El contrapelo desde el que peina al arte argentino, busca desarmar la lógica neutralizante del mercado y sus instituciones. Penetra la obra para hacerla hablar de otra manera. ¿Cuál es el modo en que una técnica artística da cuenta de una experiencia social? ¿Qué efectos produce un lienzo, un libro o una serie en esa misma experiencia?

Literatura argentina y política de David Viñas es otra cantera para la crítica. Ahí habla, por ejemplo, de la existencia solapada de un ser para Europa, de un vivir pendiente de allá y sus modas como elemento constitutivo del campo literario nacional. Pero sobre todo, aclara, se trata de un ser desde Europa: la validación de un escritor se consigue si es traducido al francés o si obtiene una reseña en The Guardian. Pasaba hace cien años, pasa ahora. No habría que ver en esta constante un mero gesto de tilinguería. Se trata del mercado con su efecto de verdad, inseparable hoy de las redes sociales y de la moralidad ya gastada de esta época. Tal vez la clave para entender el modo en que se produce y consume literatura en Argentina esté en la economía. Críticas como la de Cañete o Viñas permiten identificar lo que nos ahoga y, al mismo tiempo, dan señales para respirar mejor.

 

La literatura argentina y su revés de trama

En Nada que esperar, Sebastián Scolnik lee los años noventa y los dos mil de manera contraria a como suelen pensarse desde la narrativa oficial. Los noventa, lejos de ser un período esterilizado de política, fueron el momento de la experimentación y la resistencia, el de la creación de nuevos saberes y prácticas comunes frente a la indeterminación angustiante que se vivía. Los años dos mil, por su parte, no son vistos por Scolnik como el retorno celebrado de la política. Por el contrario, durante este período se produjo la cristalización institucionalizada y despolitizante de las prácticas vitales de las décadas pasadas. Como efecto silencioso del terror económico y político, tuvo lugar una operación sin la cual el presente sería incomprensible: se nos ofreció la posibilidad de tener una vida a cambio de la aceptación de que las cosas eran y serían de esta manera. Escribe Scolnik: El kirchnerismo, después de la gran conmoción, ofrecía una vida. Toda una política reparatoria. A los científicos, repatriar sus “cerebros” que habían fugado. A los intelectuales, revistas, programas de televisión, cargos académicos e institucionales y becas. Muchas becas. A buscas y empresarios, muchos negocios posibles. Soja, pañuelos blancos y Conurbano parecían ser los lados de un triángulo rara vez equilátero, muchas veces isósceles y en general escaleno.

En este contexto de la sociedad argentina, volvió a aparecer con fuerza la idea del “escritor profesional”, categoría que, como alguna vez escribió Fogwill, alude al desempeño de un rol, de una función asignada por las instituciones. A diferencia de lo que se espera de un artista, todo profesional –sea médico, docente o editor– obtiene su salario como retribución por el cumplimiento correcto de las tareas esperadas. Hay escritores –poquísimos, pero los hay– que, sin desearlo, logran vivir de la literatura y sus derivas. Estoy pensando, por ejemplo, en Carlos Busqued. Hay otros que están dispuestos a todo para hacerlo y adquirir la correspondiente visibilidad. Cuando esto sucede, el artista se convierte en profesional: acepta al mercado como límite para las reglas que asume en su trabajo sobre la lengua. La exploración literaria incorpora entonces criterios como “lo publicable”, “lo correcto”, “lo que conviene”.

 

El escritor profesional y su brújula

La imagen de escritor profesional que había tomado fuerza durante los dos mil, adquirió durante la última década un reconocimiento institucional por parte del Estado. En el 2012, después de su experiencia en Nueva York, María Negroni llegó a Buenos Aires con la intención de abrir un posgrado de Escritura Creativa (UNTREF). Años después, se creó la Licenciatura en Artes de la Escritura (UNA), conformada por un plantel proveniente en buena medida de los talleres más prestigiosos del circuito porteño. La supuesta democratización del arte que proporcionaría su aprendizaje en una institución estatal, terminó produciéndose a través de una tendiente internalización de los parámetros del mercado. Allí se cristaliza lo que Cañete denomina la mafia del amor: un grupo de escritores profesionales forman a jóvenes, quienes reciben amables consejos para entender cómo agradar a editores, agentes literarios, jefes de redacción y jurados de premios. Es algo explícito. Según María Negroni, el éxito de la Maestría en Escritura Creativa se verifica en el hecho de que los egresados “han publicado libros, ganado premios y hoy por hoy la mayoría de ellos escriben para los suplementos literarios más importantes del país”.

No habría que limitar este problema a Penguin Random House y al Grupo Planeta. También el circuito de las autodenominadas editoriales independientes se rige en buena medida por criterios similares. ¿Qué es la FED, sino la Feria del libro adaptada para un público al que le parece mersa la Feria del Libro? Alguna vez le escuché decir al Colo Mira que las editoriales independientes tienen todos los problemas de las grandes, pero ninguna de sus soluciones. La lógica del mercado, en su pequeña o gran escala, produce el mismo efecto que la moral y las redes sociales: confirma lo que ya sabemos, fija identidad. Es un problema actual, que a todos nos toca. Si algún sentido tiene señalarlo, es el de abrir la pregunta por el modo en que se consume y produce arte en la Argentina.

 

De la boca para afuera (del mercado)

Volvamos al principio. ¿Qué lleva a un escritor porteño de clase media acomodada que se autopercibe de izquierda a negarle un autógrafo a una piba del conurbano por el solo hecho de resguardar sus regalías? ¿En qué prácticas concretas al interior del campo literario se sostiene una retórica pública de izquierda? Mi hipótesis es la siguiente: este tipo de mezquindades son efecto de la subjetividad que se proyecta sobre quienes participan de la imagen del “escritor profesional”. No se trata tanto de quienes pueden o no vivir de lo que escriben, sino de la subjetividad que se asume y los efectos que produce.

Al comienzo de la pandemia, cuando la incertidumbre sanitaria nos tenía angustiados y empobrecidos, un grupo de Facebook se propuso compartir libros en formato digital para hacer más llevadero el encierro. Anoticiados de la propuesta, un puñado de escritores profesionales (en su mayoría, nucleados en la UNA) solicitaron que no se compartieran sus obras, puesto que no querían que se atentara contra sus regalías. A partir de este caso, muchos descubrimos el modo en que la mezquindad puede convertirse fácilmente en estupidez. Como es sabido, la circulación de libros en formato digital no suele disminuir la venta de los mismos, sino aumentarla. Cuando alguien empieza una novela en pdf y le gusta, lo más probable es que después la compre para leerla en papel o para regalarla. Ahora bien, lo que verdaderamente atenta contra las regalías de los escritores profesionales es la existencia de las bibliotecas públicas que, dicho sea de paso, en algunos países reciben las novedades antes que las librerías. Para suerte de los profesionales, muchas estuvieron cerradas durante la pandemia.

 

Todo riesgo se verifica en sus consecuencias

El campo cultural argentino se encuentra marcado por un fuerte consenso progresista con leves matices de trotskismo. Los profesionales lo saben mejor que nadie. Un artículo contra Macri o una solicitada contra el cambio climático solo tiene como efecto la consolidación de un público objetivo. El silencio sobre el lugar de Eterna Cadencia en la escena porteña, sobre el papel de las agencias literarias en los premios o sobre el modo en que Penguin y Planeta se reparten el mercado, también. Habrá que ser claros en esto: todo riesgo se verifica en sus consecuencias. Las escasas intervenciones de los escritores profesionales al interior del campo literario es sintomática. Sobre todo si tenemos en cuenta lo entrenados que están en el deporte de las solicitadas, entrevistas y artículos, cuando estos, por supuesto, no atentan contra las ventas ni contra su prestigioso lugar en el mundillo. Progresistas en la política nacional, conservadores en la literaria.

Seamos justos, también: es difícil escaparle al terror, al trauma de cómo comportarnos en la vida íntima y en la pública, de cómo vincular ambas cosas. El problema de la subjetividad profesional es que se proyecta sobre nosotros, sobre nuestras expectativas y fantasías, sobre el camino a recorrer. Entonces, con tal de publicar un libro, somos capaces de dejarnos estafar por cualquiera (por lo general, los autores no reciben ni el mínimo porcentaje que les corresponde). El hombrecito porteño –volvamos a él– no debe ganar mucha plata con las regalías, pero se aferra a ellas como un nene a su peluche. Ahí también opera el terror, y es difícil pensar que esto no tiene efectos sobre lo que se escribe. Porque –lo sabemos y sentimos– el mercado y las redes sociales no dejan ni un segundo de trabajar sobre estas marcas.

 

¿Y entonces?

El arte, al igual que la teoría, tiene la capacidad abrir una distancia entre nosotros y nuestras vidas: permite respirar. Es en la estética y en su capacidad de alterar la producción de sentido donde radica la fuerza política de una obra. Como siempre, lo verdaderamente importante es irreductible a los cálculos de probabilidades y algoritmos, a las redes sociales y al mercado.

No hay en estas palabras una valoración sobre el hecho de formar parte de tal o cual institución, ni de publicar en tal o cual editorial. Eso lo dejo para los juiciosos moralistas. De lo que se trata es de pensar funcionamientos. Si aceptamos la idea de que el mercado trabaja sobre el terror potenciando nuestro narcisismo, si aceptamos el hecho de que la obra más rentable es aquella que fija identidad, habrá que escaparle, por las consecuencias que acarrea, a la tentadora imagen del “escritor profesional”. Más allá de las buenas intenciones, la cuestión está en los efectos subjetivos que produce. Al poner estos problemas sobre la mesa, solo busco hacer de la discusión una fuente de sentido que nos permita pensar qué quiere decir escribir hoy en la Argentina.

 

 

* Texto publicado en Panamá Revista

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