“¿Y yo? Vivo en Venezuela y Santiago del Estero, ¡soy un mártir de estos condenados!”, les decía un septuagenario cajetilla a un par de congéneres en la esquina de Bolívar y Avenida de Mayo.
Apenas saqué mi cuadernito y tomé unas notas una señora me interceptó: “qué estás escribiendo, qué anotás ahí?”; y al toque otra “¿de dónde sos?”. A la defensiva.
Si bien había diversidad etaria y socioeconómica, claramente estaban sobrerepresentados (en relación a su cuantía en la sociedad) los adinerados (“el grueso de la gente viene de la zona norte, por las avenidas Córdoba, Santa Fe y Libertador”, dice TN en su transmisión) y, sobre todo, los ancianos. Primera minoría de ancianos: contraste rotundo con la presencia de adolescentes en el aluvión del 24 -la cantidad de gente, por otra parte, no tiene atisbo de comparación. Si el marzo igualitarista mostró que la Plaza de Mayo quedó chica para la movilización política callejera argentina, la reacción oficialista literalmente no llenó ni media Plaza.
Pero eso se debió también a que bastante gente no entró a la Plaza y se quedó en el asfalto circundante: Bolívar y las desembocaduras de Diagonal Norte y Avenida de Mayo. Hay tomas televisivas que muestran la Diagonal (la blanca; la Sur era desolación) “llena”: sucede que la gran diferencia de esta “concentración” con las habituales, es que le caben las comillas porque la gente no buscaba concentrarse como masa compacta. El flujo era más bien el de una peatonal llena, como advirtió mi amigo Rubén Mira. Se armaban núcleos, rondas de agitación cantarina, y entre esos polos de mayor densidad, la gente circulaba: alegre, charlando, filmando, asintiendo. Con mucho espacio para pasear, mucho espacio entre los cuerpos. La libre circulación es, al fin y al cabo, uno de los principales valores de los adherentes a un modo de la política que por principio general prescinde de las reuniones multitudinarias. No es gente que quiera devenir masa. Ahora se dispusieron a ensuciarse, en una nítida variación entre el primer momento de gobierno, buenaondista, y este más combativo (la confrontación como modo de acumular legitimidad política: ¿nos suena?).
Una cuarentañera orgullosa decía a una correligionaria: “¡Acá no hay olor a chori, no hay olor a nada!”
Entre sonrisas, saludos y brillos de celulares (“la nota de color en esta marcha la ponen las luces de los celulares”, también TN), la escena tenía la forma de una recepción social. En efecto, estaban siendo recibidos. Ya en el subte línea A se veía, por ejemplo: un padre, cincuenta años, ojos de joya, informal pero impecable chomba, charlaba con su hijo, de unos nueve años, rubio de toda rubiez, que le preguntaba cosas con inocencia y tono bajito: cuánto falta, dónde nos bajamos, ¿y ahí va a estar Macri?, y él, papá, le contestaba también en susurros, con prudencia hospitalaria. Dos señoras paradas justo ante mí, sexagenarias y pacatas, cuidaban que nadie las oyera; incluso yo que estaba pegado a ellas apenas cacé frases cuando se excitaban un poco más: “¡¡Yo no puedo creer, hay gente que dice que no robó!!”.
En las inmediaciones de la plaza el panorama era otro: alegría y emoción. Se cantaba el himno, se cantaba la marcha de San Lorenzo (“aaavaaaanzael enemiiigo aa paaaaaaso reedoblaaado”), se cantaba “De-mo-cracia”, “Sí-se puede”, “Mariaeu-genia/ Mariaeu-genia” (esas tres, con el cantito que en la cancha tiene “hi-jo-deputa/hi-jo-deputa”), “Si este no es el pueblo, el pueblo dónde está” (era la que más participaba del cancionero político argentino), y alguna que otra más: el resto, todas abiertamente reactivas. Como lo que la gente decía explicando su defensa a la democracia: “El peronismo tiene que dejar gobernar”, “El peronismo arruinó la gran potencia que era Argentina”, “El que para que no cobre, y que el gobierno saque los piquetes”, etcétera. Uno se presentó así: “El principal trabajador de la Argentina soy yo: treinta y un años como mozo, nunca paré, ahora estoy jubilado. Es todo mentira lo que dicen los peronistas, a mí cuando era chico en la escuela me hacían leer libros que decían ‘Eva te ama, Perón te ama’, pero a mí los únicos que me quisieron fueron mi papá y mi papá, eh, digo y mi mamá”. Su hija es arquitecta y decía: “¡Yo hace doce días voy a trabajar! ¡Basta de paros, hay que laburar! ¡Y el que para, no puede ser que interrumpa a los demás! Y el que quiere ser zurdo, yo no tengo problema, ¡¡pero que viva como zurdo!!, estoy podrida de los que hablan como zurdos y se van de viaje a Miami y tiene un celular espectacular”. “Al único zurdo que respeto -la apoyó el padre- es al Che, ese murió por lo que pensaba”.
Se ve: la única desobediencia concebible es la que ofrece una imagen de renuncia plena, aventura lejana y muerte. Participar en la realidad común implica aceptar el puro realismo capitalista: cada cual en su lugar. El peronismo, el sindicalismo, incluso los organismos de derechos humanos, son, desde esta óptica, estructuras vetustas de mediación, y por vetustas fatalmente corruptas; lo ideal es una política cuyas ideas se difundan por los medios, que apele directamente al individuo. Y que evite señalar que el lugar de cada uno forma parte de una división política del trabajo. Por eso es importante señalar que “cada uno vino como ciudadano”.
Esta sensología se expresaba fervorosamente en dos canciones en tandem (con la melodía también de insulto al referí): “¡¡No-al-paro/ No-al-paro!!”, y, el climax: “¡¡El seis a labu-rar!!/ ¡¡El seis a labu-rar!!”, que a varios enloquecía; recuerdo en particular una chica totalmente desatada, en éxtasis de alegría y furia, como intensamente encontrada con lo verdadero (un enunciado que sintetiza todo un sentir, toda una estructura perceptiva), con crispación de púber ante su estrella.
La estrella acá era una moral: que todos hagan sin más lo que deben. Nadie proteste. Que la realidad económica se naturalice, y no sea interferida. Es un sueño anti-político y, por eso, el valor “democracia” consiste en que los que jamás se implican en lo político puedan también ocupar la plaza política -que, claro, incluye la pantalla: “la marcha fue un éxito porque fue suficiente gente como para armar la cobertura mediática”, me señala también Rubén Mira, añadiendo el contraste de que “las concentraciones de cientos de miles que hubo en marzo, incluyendo Olavarría, al revés: no caben en la pantalla).
“República”, “democracia”, “Argentina”, las pocas afirmaciones que acompañan a la unánime cohesión reactiva (“¡¡No vuelven más!!!” fue por muy lejos el hit), son nombres de un alto grado de abstracción, que sirven para evadir afirmaciones más específicas -igual que “ciudadano” y “vecino”. No obstante esta plaza logra, al menos “para sí”, asociar lo políticamente “neutro” (apartidario, independiente, “libre”, etc, etc) a una política que en rigor es extremista: la negación plena a las luchas sociales (como dice Diego Sztulwuark, atribuyéndoles causa patológica o criminal).
Jamás se ha visto la voz del patrón afirmada tan literalmente por un encuentro sin líder presente. Dios Capataz debía estar echado en un sillón viendo la escena por tele, birra en mano y el látigo enrollado muy tranquilo a un costado, relajado y sonriendo. Era la polución nocturna del amo.
Por eso la cantidad moderada de la multitud propietarista no debe ser subestimada. Cierto que eran mucho más cuando la Mesa de Enlace hizo su acto en el Monumento a los españoles. Y los que secundaron a Blumberg en el Congreso. Y a “los fiscales” hace un par de años. Sin embargo ahora la antipolítica politizada avanzó en su prescindencia de referentes organizacionales unívocos. Y llegar a reunir, sin máquina de convocatoria explícita, una pequeña multitud que defienda el ajuste y el modelo de los grandes capitales concentrados, es un hecho cuya magnitud supera con creces a la cantidad de gente que reúne.
“A nosotros no nos mandan”: es la fantasía perfecta de quienes encarnan la óptica patronal y propietaria. Muchos llanamente lo son: los dueños de las cosas. Pero también ellos son mandados por su temor. ¿Y los no dueños? La pax riquistales ofrece al fin y al cabo una vida. Ajustada pero “tranquila” (sin estar recordando todo el tiempo la injusticia y el conflicto, sin chorros ni piqueteros…). Ofrece una consistencia vital ante el fondo de caos y desconfiguración acechante (“la derecha ganó la batalla por la vitalidad”, dicen los editores de Cuarenta Ríos en el prólogo a Los espantos, de Silvia Schwarzbock). La pax riquista ofrece una vida sin peronismo, entendido como la voz degenerada de los trabajadores organizados, de las mediaciones representacionales vetustas (claro: la negación de la potencia fundante de 2001, operada por el kirchnerismo mayoritario, dejó activa la parte no fundante sino antipolítica de aquella movilización que tan bien leyeron tanto Néstor como Macri).
La negación de la voluntad ajena (“los traen…”) puede ser el síntoma de un conflicto en la naturaleza de la propia voluntad, cuando la plaza de los que se sienten “no mandados” grita las consignas del patrón: lo que más afirma la plaza de los que se sienten no mandados, es el mando. Pero claro: el mando mediatizado no es percibido como tal.
“¡Es un dedo en el culo la Cristina, un dedo en el culo!”, otra perlita al pasar. Esta cohesión de sentido propietarista tiene en su centro al kirchnerismo: esta plaza es su herencia, y no solo por sus políticas democratizantes e inclusivas. También por su modelo de acumulación política, problema complejo, una de cuyas muchas aristas es la estigmatización del 2001, convertido de revuelta en pura crisis: esa conversión es uno de los argumentos por los que es comprensible que millones de vidas sientan que mejor seguridad desigual que lucha y conflicto; esa conversión (de la revuelta en crisis, o, según Mira, en vergüenza) abona la dominación derechista de la vitalidad. Ahora y mirando octubre los compañeros sopesan que “sin Cristina no se puede y con ella no alcanza”. Más que “no alcanza”, la kirchnerización de la resistencia fortalece las bases crispadas que pusieron al gato en la rosada. En cambio, en el 1A se cantó muy poco, casi nada por Macri; mucho más por Vidal; y Clarín le da un palo diario al presidente… Las fuerzas conservadoras prescinden de personalismos y eso les facilita constituirse como el sentido común y la obviedad: la realidad del mercado como la única verdad.