Odia ir con los tuppers al comedor, hacer la cola, que le encajen las hermanitas para que lo acompañen, tener que esperar paciente. El guiso que se repite, mancharse las zapas, que lo traten como a un nene, a esas minas que no se despegan del teléfono ni para agarrar la comida y un montón de giladas más que le pasan todos los días. Odia andar sin plata, se siente tan poco respetado que ni él se respeta. Odia a los cobanis que ni se molestan por él, que lo ven tan guachín, tan poquita cosa, que nada. Odia ser hijo, hermano, pollo. Hay días que está todo el día odiado, envuelto en un enojo constante con el que no puede, del que no sale. Una bronca que le nace de acá, de la panza, y sube. Que no se la puede sacar ni ranchando en la placita, ni caminando por ahí, ni saltando por los andenes, ni fumando. Odia como le habla la psicóloga de la escuela, la coordinadora del centro, el chabon ese que maneja las altas por bajas. Esa soledad fría y oscura que siente frente a los tipos que visitan a la madre. Hay veces que prefiere la suerte del hermano al garrón de vivir acá, así de aburrido, así de enojado, así de triste. Prefiere una sola hora al aire libre a la paja que son los talleres del centro, la copa de leche, hacer cola una banda por un bolsón. Prefiere una requisa a cualquier hora que dormir amontonado con la vieja y las hermanas en la misma pieza. Prefiere que nadie lo visite a no poder salir con los pibes porque tiene que cuidar a la María. Prefiere el olor raro, ácido, rancio que siente cuando lo visita, a este olor a humo y guiso que siempre tiene en la ropa. Cualquier cosa prefiere con tal de que el odio que tiene en el pecho desaparezca de una buena vez. A veces el odio es con cosas que no pasaron, que ni le hicieron, pero igual se siente re zarpado. A veces sí pasaron y todo es un poco peor. Es un sentimiento que le sale de adentro, que lo envuelve, del que no puede escapar y nadie le explica. Un sentimiento que le da ganas de mandarse cagadas, de ser grande, de lastimar gente y que también le duela a él.