por Diego Valeriano
No fue armado. Fue una fiesta. Y las fiestas siempre, siempre terminan así. Clonazepan, festejo, descontrol y vino son un coctel contundente. No hay horario más peligroso que entre las 6 y 8 de la mañana de un domingo. La fiesta está terminando y hay que realizar el ritual de cierre lacerando cuerpos propios y ajenos, rompiendo cabezas, destruyendo propiedad de otros. El obelisco fue una fiesta que terminó como termina cualquier 15 en Merlo Gómez, cualquier fiesta de la Virgen en Ezpeleta, cualquier banderazo tripero en La Plata.
Y la fiesta fue en el obelisco, donde hacía poco más de un mes había una muy ordenada carpa villera. Carpa que de villero tenía el nombre, alguna doña y no mucho más. Si la carpa hubiese sido genuinamente villera no la sacaban nunca más. Como no podían sacar a los quemados que enfrentaban a Berni y su infantería sin andar mariconeando, sin decirle represor. Cuerpo a cuerpo, sin claudicar su idea ni por un momento. Fiesta y guerra en el consumo no son antagónicas, son parte de lo mismo. Y los cuerpos guerreros/fiesteros no claudican, no gritan “pido», no negocian.
Podría seguir escribiendo sobre la demasiado prolija carpa villera o sobre el “agárrame que lo mato” mientras cortan la Panamericana. Pero siempre es mejor hablar de la fiesta popular, del pueblo en las calles desatando una liberación corporal y espiritual que va a transformando todo hasta perder la forma humana. La política ya no dice nada. «En el pensamiento y el análisis político, aún no se ha guillotinado al rey«. Busquen en las fiestas para descifrar los mundos por venir. No seas infeliz déjate arrastrar por el carnaval, noche de máscaras, déjate influenciar por el caos.