Por Sergio Tonkonoff
¿Cuál es el límite de la cultura? Tal es, creo, el problema descomunal que porta, lo reconozca o no, cualquier discurso sobre violencia. Cuál es el límite de la cultura, es decir, cuales son bordes, donde comienza y dónde termina esa estructura de posiciones diferenciales y jerárquicas que constituye un nosotros. Cuál es su límite en un sentido vertical o sincrónico: dónde se ubica el espesor fabuloso que vendría a marcar el final y el comienzo de un conjunto social en un momento dado –Argentina hoy, por ejemplo–, y que vendría a marcar también el final y el comienzo de las identidades que corresponden a ese conjunto –la mía, la nuestra, ahora. Y cuál es su límite en un sentido diacrónico u horizontal: dónde encontrar el origen, el inicio soñado de una nación, y dónde su finalidad, su destino último y su realización plena.
Cuestiones todas tan inconmensurables como ineluctablemente prácticas.
Tal vez pueda decirse que cuando el universal Hombre comenzó a ser la medida de todas las cosas, este problema se fue configurando como el del pasaje de la naturaleza y la cultura. A partir de entonces el mundo social ya no se define por oposición al dominio de los dioses tanto como al de la naturaleza – y quizá sobre todo al de la animalidad. En cualquier caso, lejos de desacralizarse este nuevo mundo ha debido reconfigurar sus valores trascendentes. El Hombre ocupa ahora el centro sagrado que instituye la sociedad. Y la sociedad, vista como el producto más impresionante de este Hombre, es el ámbito de las normas y la cooperación, el territorio laboriosamente cultivado por continuas evoluciones civilizatorias que se opondrá polarmente a la violencia entendida como su reverso caótico y agreste – entendida como una amenaza siempre presente pero siempre ya rebasada. De este modo, en el discurso mitológico de la modernidad el significante violencia –esa palabra abismante– se une a la animalidad y al primitivismo: es lo que ha quedado afuera y atrás. Pero por eso, porque el Hombre propiamente dicho ya no sería violento, aquel humano comprometido con la violencia, no cabrá plenamente en semejante definición.
Así por ejemplo los hombres violentos, encarnaciones de la barbarie, escasa o nulamente emancipados de la naturaleza que – del Facundo a El Matadero– pueblan de nuestras leyendas fundantes. Y así también el hombre-lobo del hombre de las teorías políticas y jurídicas europeas que informan nuestros códigos penales. Ambos cumplen en postular a la violencia como aquello que viene de atrás y viene de afuera, que nos es radicalmente extraña, salvo quizá porque en el momento es que nos defendemos de ella es cuando alcanzamos nuestra mayor consistencia identitaria.
Son conocidas las operaciones fundamentales del mito que la modernidad crítica ha fustigado: narrar los orígenes y el destino de un orden socio-histórico transformando lo que es cultura en naturaleza, legitimando de este modo dominaciones y ocultando conflictos. Aceptemos esto, pero agreguemos que el mito también cumple en establecer las diferencias que estructuran a la sociedad como orden simbólico y cumple en “separar la ley del sujeto”. Quiero decir, cumple instituir las coordenadas fundamentales de la vida societal, indicando lo que será más alto y más propio tanto como sus contrarios. Esto es, nombrando el mal, o más bien produciéndolo.
Por eso es posible rechazar uno o todos los mitos fundantes de la cultura argentina –sean estos sarmientistas, mitristas, alienistas, radicales, peronistas y neoliberales– pero ha de saberse que no hay cultura alguna sin mitos fundantes; que la operación de trazado del, de por así decirlo, perímetro final de un conjunto social, es una operación insuperable. Cualquiera sean las fuerzas sociales que hegemonicen ese campo de creencias y deseos múltiples que es lo social con el objeto de volverlo una unidad imaginada – es decir, de transformarlo en un nosotros– deben definir los límites sincrónicos y diacrónicos de esa unidad. Esto es deben procurar establecer qué es violencia y qué es cultura. Y sólo podrán hacerlo míticamente. Pero hay más. Deben decir lo más exactamente posible dónde se ubica el terreno incierto que separa ambos mundos. De modo que ese terreno imaginario y final debe ser encarnado para alcanzar eficacia social. En culturas antropocéntricas como las nuestras esto significa –o ha significado hasta ahora– que el mal será personificado, materializado en individuos y en grupos determinados. El anverso de la cultura, la violencia, se vuelve así socialmente perceptible en el cuerpo de los que son designados, y castigados, como violentos. Dicho de otra manera, la operación de producción de los límites de la cultura implica la formulación mítica tanto como la actualización ritual de esos límites. Y el mecanismo mayor de esa ritualización es, en las sociedades pos-tradicionales, el castigo penal.
Sea entonces el Nunca Más como mito fundante de la cultura democrática que nos es contemporánea, y sea el Juicio a las Juntas como su ritual de encarnación. Y sea para señalar que la mentira mítica es ciertamente necesaria, tanto como lo es la verdad trágica que la desmiente. Es decir, se trata de establecer la tesis según la cual para que haya sociedad y cultura resulta necesaria una memoria, que toda memoria implica su contracara (necesaria) de olvido, y que ese olvido es, en última instancia, imposible.
Nunca Más entonces. Tal es como, se sabe, del título del informe elaborado por la Conadep en 1983. Tal es además y fundamentalmente una sentencia que cristaliza de manera tan ejemplar la operación mítica – es decir, la producción de la verdad social– que separa violencia de cultura y que sostiene la comprensión (al parecer) actualmente mayoritaria acerca de los conflictos sociales y políticos que precedieron a la actual democracia.
Si Canetti tiene razón y eslogan deriva de una raíz celta que significa grito de guerra de los muertos, entonces nos encontramos ante un slogan. Slogan que tiene la fuerza de un relato colectivamente sancionado a través de su ritualización espectacular en los Juicios a las Juntas Militares. Tal proceso cumplió en determinar quiénes y cómo son los muertos que nos gritan y a los cuales debemos obedecer porque representan una parte central de la configuración ficcional que nos hace ser lo que creemos ser.
Nunca Más significa que la violencia de la que la nueva polis se separa para tener lugar es la práctica sostenida de la detención, tortura, ejecución y desaparición de ciudadanos por parte de agentes estatales. Nunca más significa haber probado, cumpliendo los requisitos de las formas jurídicas del Estado de derecho liberal, que existió entre 1976 y 1983 un plan sistemático e ilegal de exterminio de opositores políticos llevado adelante por las Juntas militares que gobernaban el país. Significa que esta práctica –llamada Terrorismo de Estado– es aquello que más clara y profundamente se maldice y se interdicta como lo completamente otro de la sociedad y la cultura que contra ella se (re)define. Y que lo hace castigando ritual, es decir pública y espectacularmente, a quienes se designa como sus responsables.
Ahora bien, como lo ha mostrado Emilio Crenzel, Nunca Más significa también establecer un modo de intelección (ahora colectivo) basado en tres decisiones estructurantes: rechazar la violencia guerrillera de los años 70 como causante de la reacción militar desmedida, presentar a los desaparecidos como muertos inocentes, carentes de cualquier relación significativa con las organizaciones armadas e incluso con cualquier compromiso político identificable, y postular a los altos mandos militares como los únicos responsables de su desaparición. Son esos muertos inocentes y casi apolíticos los que hoy nos gritan Nunca más. Y son esos hombres-lobos castrenses los únicos culpables de su ausencia –es decir, los portadores exclusivos de la violencia con ellos expulsada de la comunidad política naciente o renacida.
He allí entonces la dimensión vertical del límite que el Nunca Más establece: un nuevo “nosotros” emerge a través de la producción y rechazo de una alteridad radical encarnada: el militar genocida. Allí también se traza un límite horizontal: identificando y puniendo a un número determinado de individuos, transformándolos en responsables cabales de un complejo proceso histórico, ese mismo proceso se torna inteligible retroactivamente, al tiempo que se diseña un presente y se inaugura un futuro. Decir Nunca más implica entonces entender (o sentir) que porque condenamos ciertas acciones como atroces, y porque castigamos a los individuos atroces que las llevaron a cabo, podemos volver a recostarnos sobre la idea fundamental de que violencia y cultura se excluyen mutuamente.
Una de las consecuencias capitales de esto es que la sanción colectiva de este límite, de este Nunca Más, ha implicado a la vez que las múltiples relaciones de las fuerzas armadas con el resto de los actores sociales y políticos que concurrieron a constituir en diversos grados y de diversos modos la trama de su accionar sanguinario, se haya desdibujado hasta desaparecer. Decir Nunca Máscon la voz que ha hecho posible este mito, es invisibilizar los profundos y sostenidos vínculos (sociales, políticos, económicos, ideológicos) que tales prácticas tuvieron con distintos actores relevantes de su entorno.
Por eso resulta conveniente confrontar la (mito)lógica que postula (y en cierta medida crea) una relación de mutuamente excluyente entre ambos dominios, con la intuición trágica que liga el acontecimiento de cualquier violencia a razones y sinrazones inmanentes al cuerpo social e individual. Y es que allí donde el mito postula diferentes bestiarios que pretenden a la violencia como lo más exterior y lo más superado, la tragedia es una forma de pensamiento, un pathos, y una disposición ético-política, que la asume como una intimidad insuperable.
Tal vez sea posible diferenciar aquí dos modelos trágicos, dos arquetipos que han orientado la reflexión (y acaso la acción) relativa a la violencia en dos sentidos diferentes. Edipo y Antígona. Uno nos presenta – al menos en manos del psicoanálisis – la tragedia universal del deseo, y la otra, si se me permite la audacia, nos presenta la tragedia (acaso tan universal como la anterior) de la creencia, o más bien de la ineluctable multiplicidad de creencias conflictivas que pueblan el campo social y solicitan a sus sujetos.
Edipo enseña que por vivir más acá de las prohibiciones y por habitar en el lenguaje, todo individuo humano es un animal desregulado. Liberada de la sujeción instintiva que parece regir a los otros animales, su corporalidad desorbitada vaga entre palabras que la contaminan y se esfuerzan por cautivarla. Percudida de sentido, esa animalidad ya no es naturaleza, sino desmesura. Esta antropología Edípica ha servido de guía a quienes dispusieron su pensamiento, su arte y/o su vida como experiencias de exploración de la dimensión mortífera y demencial del deseo. Experiencias productivas de un saber que se define como trágico al menos en el preciso punto en el que vienen a reunir lo que el mito se esfuerza por separar y anuncian que no hay otros inhumanos allá afuera.
Todo esto para decir que habrá que seguir profundizando en el difícil estudio de aquello por lo cual un genocidio como el argentino puede pensarse como la terrible fiesta sacrificial de un deseo demasiado humano, seducido por la posibilidad de desplegar su despotismo y purgar su resentimiento.
Sin duda es esta una aproximación demasiado general y no resulta suficiente para explicar porqué si la tragedia de la cultura reside en reprimir un deseo que volverá como violencia, esa tragedia ha asumido la forma de genocidio en algunos países y en otros no. Pero al menos nos obliga a estar atentos a las dinámicas afectivas – seguramente favorecidas por disposiciones estructurales de nuestra cultura – ante las que debemos procurar con todas nuestras fuerzas no ceder. Disposiciones entre los cuales el goce autoritario parece destacarse entre otras oscuras delicias nacionales. Goce donde la conjunción disyuntiva (la o) de la formulación mítica “violencia o cultura” se revela su anverso ominoso: la trágica conjunción copulativa de violencia y cultura que da título a estas jornadas. La obra dramática de Tato Pavlovsky parece ejemplar en la exploración de esa copula abyecta.
El caso de Antígona tal vez nos ofrezca un modelo complementario, atento a las modulaciones con las que el deseo se anuda a la ley (y la transgrede) tanto como, y esta es acaso su diferencia central con Edipo, al hecho irreductible que todo campo social está articulado no por una sino por varias leyes, y que entre el cumplimiento de distintas leyes la relación puede ser de articulación mítica pero también de tragedia histórica. Permite además aislar un modelo ético que bien merece el nombre de imposible. Modelo de gran potencia heurística para el caso argentino, porque lleva a pensar la acción de la asociación madres de plaza de mayo, en su vector más trágico, como una sostenida política del trauma.
Creo que la consigna o el slogan que mejor condensa este vector, y que por ello se muestra como el anverso no complementario del Nunca Más, es ciertamente Aparición con Vida. Consigna que nació como la reivindicación del derecho antiguo, doméstico, familiar, de enterrar a los propios muertos. Derecho que se oponía al designio de una ley feroz que mandaba negarle a quienes consideraba traidores sepultura y nombre. Aparición con vida implicaba entonces ante todo querer saber. Saber para restaurar una trama familiar tajeada por lo incomprensible. Sin embargo, acaso inmediatamente, la consigna se convirtió en una voluntad de verdad y de justicia – pero donde, si se me permite la hipótesis, la punta trágica más aguda reside en la demanda de verdad. Porque la justicia, es decir el castigo a los perpetradores del genocidio, es siempre mítica: implica la asignación individual de responsabilidades, la expiación de la culpa, la reconciliación final y la memoria de esa reconciliación. Implica siempre el límite, trazado más o más acá, de un Nunca Más. La exigencia de verdad que comporta seguir sosteniendo la consigna Aparición con Vida aún después de saber que la mayoría de los desaparecidos están muertos, aún después de haber develado la estructura y los modos operativos del plan sistemático de su exterminio, pero también aun después del Juicio a las Juntas, e incluso aún después de la ampliación del rango de los castigados en los recientes procesos jurídico-penales, ese imperativo de verdad – aparición con vida – se muestra como una exigencia imposible que se afirma en su imposibilidad. Se trata de una exigencia interminable y sin límites, la que conduce a la permanente remoción de las fronteras que el mito traza. Ya no se trata entonces de enterrar a los muertos en nombre de una ley doméstica, sino de mantenerlos descubiertos, desenterrándolos cada vez. Rechazando los informes, las indemnizaciones, los homenajes y los monumentos. Los muertos que aquí gritan su ley son muertos vivos. Cadáveres insepultos por la actividad de resistirse a su simbolización, sostenida, en primer lugar, por algunos de sus familiares.
Una de las aristas fundamentales de la verdad que asoma tras esta política del trauma es, para decirlo rápidamente, que el Creonte exterminador argentino fue cívico-militar, que no sólo los altos mandos castrenses y sus subordinados estuvieron comprometidos con el genocidio, sino que fueron acompañados activa o pasivamente por distintos sectores del empresariado, la iglesia, la clase política, el sindicalismo, pero también de la población en general. Y eso es una tragedia. Es trágico saber, que la violencia soberana en cuestión no obtuvo su sostén tanto de una proclama abierta de justicia universal para la polis (al modo del Creonte hegeliano) como de su capacidad de recomponer –o más bien de fundar– un orden basándose en la fascinación y el terror que produce la promesa de participar del goce un amo absoluto.
Tal vez pueda decirse que toda definición de violencia es mítica. Y que su verdad – es decir, su acontecimiento y su conocimiento – es trágica.