Las mujeres biodegradables y la política
Cuando la indignación in crescendo le impedía encontrar su abrigo (dos veces creyó que Kautsky, el gato, era su bufanda) y acabar con el café ya helado, un grito del Gordo (que hacía ya más de quince minutos que tenía los ojos clavados en una pantalla que había pasado de 6,7,8 a Bailando por un sueño en una imperceptible maniobra de la que nadie, más tarde, se haría cargo) cortó el soliloquio: “a mí estas chicas todas iguales, con los pezones que parecen hechos de plastilina, ya me tienen las bolas llenas. Son todas de plástico. Las ves de cerca y ves que están todas operadas, los ojos, la boca, la nariz. A mí me gustan las mujeres biodegradables”. Las risas sonoras (algo espoleadas, seguramente, por los Santa Julia y la hora) y las adhesiones masivas velaron la remisión materialista de Lanzetta a las chicas de Carta como testimonio irrefutable de que la biodegradabilidad también tiene sus bemoles. Y las risas velaron, también, aquello que minutos después, cuando ya el silencio se había apoderado de la casa, se mostraba evidente: la conexión entre los dos enunciados.