Notas para la presentación del libro Doce lecciones con Spinoza, de Diego Tatián // Mariana Gainza

Experiencia del infortunio: la exclusión, la expulsión. Y del mayor infortunio: la expulsión de la propia comunidad: la excomunión. 

Spinoza es el que muy joven atraviesa esa experiencia, y hace algo fundamental con ella: escribe una Ética, una filosofía que surge de la experiencia del excluido que se pregunta por el sentido de la exclusión, y al hacerlo, llega a comprender cuáles son las imaginaciones, las fantasías, los afectos y las pasiones que colaboran con la conservación de esos poderes excluyentes. 

Explicar y compartir lo que atravesar esa experiencia le enseñó: esa es básicamente la política spinoziana. Una “política” que se vuelve insoportable en la medida en que llega a cuestionar un principio incuestionable para quienes adhieren al pacto de la tolerancia interreligiosa: la idea de finalidad, sin la cual se derrumba la providencia divina. La creencia en las causas finales es el prejuicio de los prejuicios, indisociable de los mecanismos imaginarios que perpetúan la superstición religiosa, la tiranía política y la servidumbre ética.   

Atravesar la experiencia del infortunio… y hacer algo con ella.

Implica un viaje hacia las “tinieblas interiores” de la exclusión, movilizando las propias vivencias sedimentadas, esos nudos donde un orden injusto se ata con nuestra participación o anuencia, más o menos pasiva, más o menos activa (lo que Diego trabaja en una de sus lecciones con Spinoza sobre la servidumbre voluntaria y sus paradojas). 

¿Cómo podemos nosotros pensar lo que Spinoza llegó a pensar, lo más banal y cotidiano y, sin embargo, lo más difícil de asir y comprender?  

Diego vive tratando de entender a Spinoza. Vive buscando a Spinoza por todos los rincones, por todos sus rincones. Y para eso, estudia mucho (lee todo lo que encuentra) pero sobre todo, hace un uso de la imaginación –un uso libre de la imaginación– extraordinario y siempre sorprendente. En todos sus libros hay momentos de despliegue de una historia conjetural, donde se hilvanan razones que juegan con lo plausible, lo factible, lo verosímil, y que se reconocen por el uso del condicional: “habría sido” “habría ocurrido”… y muchas veces por la invitación de Diego: “imaginemos”, “imaginen”… ¿Cómo habrá hecho entonces Spinoza para atravesar de modo feliz el infortunio que le tocó vivir, y producir eso que muchas veces es mal nombrado como una “filosofía de la alegría”? 

Seguramente él fue uno de los niños de la Sinagoga de Ámsterdam que pasó por encima del cuerpo azotado y tendido en la puerta del templo de Uriel da Costa, excomulgado en 1640, cuando Spinoza tenía 8 años. El ritual exigía que todos los miembros de la comunidad, incluyendo niños y ancianos, lo pisaran al salir de la ceremonia pública del herem. Es muy probable que Spinoza estuviera ahí, entonces, lo hizo, debió hacerlo. ¿Cómo lo vivió?

Este tipo de preguntas –muchas veces implícitas– organizan las clases que da Diego sobre Spinoza, y explican en gran medida el modo en que se van hilando sus investigaciones. En este caso, por ejemplo, percibimos las conexiones que van surgiendo… con un cuadro del pintor polaco del siglo XIX Samuel Hirszenberg, donde Spinoza aparece de niño sentado en la falda de Uriel da Costa; o con otro cuadro, el de Cristina Ruiz Guiñazú (artista argentina residente en Francia), que pinta una nena que se tapa el rostro frente a una escena que la impresiona, parada al lado de una capa negra. El cuadro se llama La capa de Spinoza, y la historia aludida es la tentativa de asesinato contra Spinoza que falla, precisamente, porque ese abrigo lo salvó del filo del cuchillo. 

Otras conexiones que traza Diego: el poeta Ovidio (cuyo libro Metamorfosis estaba en la biblioteca de Spinoza) fue perseguido y tuvo que exiliarse, y escribe Tristezas (o Las Tristes –Tristia–) como testimonio de su desgarro. Ovidio fue una compañía fundamental para otro poeta perseguido por el régimen stalinista, Mandelstam, que escribe un poema con el mismo nombre: Tristia, pero que a diferencia de Ovidio cree que “nunca hay que lamentarse del destino que a uno le toca” (no burlarse, no lamentar, comprender). Ovidio fue rehabilitado por el parlamento romano en 2017 (más de dos mil años después de su expulsión, a instancias del partido Cinco Estrellas); con Mandeltam ocurrió lo mismo en 1956, luego de la apertura que implicó el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS. 

En el caso de Spinoza, en cambio, la excomunión nunca fue revocada. Pero él aún sigue transformándose ante nuestros ojos. Quizás, fue un lector de las Metamorfosis más agudo que su propio autor, sugiere Diego: Spinoza fue un maestro en el arte de cambiar de piel. El significado de la metamorfosis es ése: “cómo ser otro u otra, cómo dejar de ser lo que se era, cómo pasar a otra cosa, cómo salir de la adversidad sin rencor. Eso hace Spinoza cuando lo excomulgan”.

Esas experiencias dramáticas, entonces, están en la base de una filosofía que busca meditar sobre todo lo que en ellas se trama. Si “las pasiones son malas únicamente en la medida en que impiden pensar”, Spinoza no sucumbe al infortunio porque logra pensar a partir de sus padecimientos, indisociables de los padecimientos de los otros. 

“Imaginar la vida de los otros”, entonces, es lo que Diego intenta hacer. “Al permitir que lo que somos capaces de imaginar se extienda y se desarrolle, las humanidades, la literatura y el arte nos dotan de la facultad de imaginar la vida de los otros” (Marta Nussbaum). Como antídoto contra la violencia y el odio, que muchas veces nacen de una falta de imaginación, entendida como estupidez, como incapacidad de salir de sí. 

Este tipo de reflexiones componen el lado “oscuro” (convexo) del libro. Sobre el lado “luminoso o vitalista”, querría comentar que éste es el libro más griego de Diego. El que más directamente y ampliamente evoca el origen griego de la filosofía, y el que mejor muestra cómo su propia experiencia como lector y escritor está sustancialmente atravesada por las aulas universitarias y la práctica docente. Por supuesto, eso es así porque este libro compila un seminario, un conjunto de clases que dio para alumnos de la Universidad de San Martín. Pero más allá de esta cuestión evidente, creo que este libro permite ver esa constitución “clásica” del pensamiento de Diego: algo de su modo filosófico de pensar, que discurre sobre cuestiones universales, con la claridad y la precisión propias de las buenas pedagogías, y con una atención prioritariamente volcada hacia el interlocutor,  de manera de no rozar nunca el soliloquio ni el lenguaje especializado –que se cierra, hermético, para solo dejar pasar a los iniciados.

Lo dice explícitamente, cuando señala que la filosofía es un anhelo de amistad con desconocidos y desconocidas, y un poder de amistad fundamental, sobre todo en épocas adversas y peligrosas. Los libros “no son otra cosa que cartas” dirigidas a posibles amigos (y así se entiende de otra forma la voracidad con la que Diego busca esas cartas ocultas en todas las librerías y bibliotecas que se dedica a visitar). Ese deseo de amistad es lo que actualiza permanentemente la presencia de Aristóteles en el modo de Diego de ser filósofo, y el hecho de que surge de estas lecciones, también, un Spinoza fuertemente aristotélico (por más de que –como Diego reconoce– rechazó los motivos socráticos y aristotélicos presentes en las divagaciones de los teólogos).  

La filosofía, como modo de conversación con los amigos ausentes: los desconocidos, los que no están, los que ya murieron… Horacio González fue un gran pensador del infortunio de las vidas. Es, además, quien nombró “Cóncavo y convexo” a una compilación de textos sobre Spinoza que se publicó en 1999. Y también es quién sostuvo –en el discurso que dio al recibir el título Honoris Causa de la Facultad de Humanidades de La Plata, en 2013– que las universidades deben seguir sosteniéndose en un ideal de conocimiento que no prescinda de la idea de la amistad que pensaron los antiguos y los modernos:  “la amistad que no sólo une personas, sino tiempos y épocas” a través de un vínculo inexplicable y desinteresado.        

           

 

 

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