Notas a La ofensiva sensible: neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político de Diego Sztulwark (2) // José García Martinez

Estas son (otras/más) ideas desparpajadas sobre la cuarta sesión del ciclo de lectura sobre La ofensiva sensible: neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político de Diego Sztulwark que Ana Vivaldi organizó para el VK. Presento algunas reacciones a la productiva charla que se tuvo el jueves con Diego Sztulwark luego de leer la mayor parte del libro.

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Pensar desde la crisis no es pensar sobre la crisis. Hay, al menos para mí, un saber desde la crisis que es similar a la suspensión —o el paso hacia atrás— de la infrapolítica, a la exposición de la inestabilidad de cualquier verdad fundacional de la anarqueología, a la imposibilidad de nombrar el cambio o el régimen consecutivo en el momento de  interregnum y a la semiótica de la contrapedagogía de la crueldad. Este saber radicaría en eso que Diego Sztulwark llama experiencia plebeya, que “no es la revolucionaria, porque no supone ni da lugar a una política específica, aunque sí involucra una relación explícita y desprogramada con la propia potencia, una indecibilidad de su propio lugar en relación con la axiomática del capital” (57). Así, si la existencia (y la vida) para pensarse debe(n) dar un paso atrás, no llenar los huecos del pasado compulsiva e inquisitorialmente, dudar de someterse a la fuerza del capital, desconfiar terriblemente del estado, pero también apostar por uno que sea restituidor, se debe a que sólo dentro de la sensibilidad plebeya es posible ver formas de vida que desbocan la “razón” del estado y la paranoia del capital. La ofensiva sensible: neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político de Diego Sztulwark ofrece, quizá, uno de los aportes más interesantes para repensar el excedente de vida (y muerte), de potencia y de deseo que ha dejado el neoliberalismo en su producción de subjetividades en América Latina (por su puesto, claro, con énfasis en la historia moderna y reciente de Argentina).

La crisis del capital no es crisis, es paranoia. La crisis del estado no lo es tampoco, es neurosis. La crisis es, entonces, el momento de los afectos, el momento de la persistencia de viejos hábitos, o la apuesta por nuevos, es casi la antesala del vuelo de la multitud en una línea de fuga. Así, el conatus al que se enfrenta lo plebeyo queda puesto cara a cara con la forma neoliberal. Si el neoliberalismo se ha encargado de forjar modos de vida, que son ese afán “que persigue una adecuación inmediata a los protocolos de compatibilidad que ofrece la dinámica de la axiomática capitalista” (38), entonces, cuando lo plebeyo no entra en ninguna compatibilidad, no desea afirmarse en la axiomática del capital, pero tampoco negarse en la neurosis del estado, sólo queda la persistencia de colectivos, de masas, de multitudes. En este colectivo, por sus lazos comunes, por su amistad, surge también un “proceso de individuación alternativo al neoliberal” (114) e incluso, un proceso multitudinario y ajeno al pueblo. Hay en lo plebeyo todas las potencias para desbaratar la política y el mercado, y aún así, lo plebeyo no se abalanza, en su reverso se suspende como “sombra y vacilación”, como “plasticidad para atravesar el caos” (136), pues el plebeyismo apunta hacia la construcción de un texto en bricolaje, un texto que invita a ser mal leído, porque el exceso de potencia de lo plebeyo no se entrega ni a la red del estado, ni al axioma del capital, sólo a la mesa del Beteleur (el Mago) donde reinan siempre diversos flujos de cuerpos de todo tipo.

Sólo en las formas de vida surge el reverso de lo plebeyo. Forma de vida, “toda deriva existencial en la cual los automatismos hayan sido cortocircuitos” (38), ese “malestar que se hace carne en el cuerpo” (38) es también una fecunda reelaboración de esas potencias latentes de la fuerza de trabajo. Así, si el sueño neoliberal es la posible adquisición y adaptación de los modos de vida, de los medios de producción para explotar a otros, la fuerza plebeya y/o el momento plebeyo, recuerda siempre que la fuerza de trabajo no está sólo condenada a satisfacer a aquellos que poseen las máquinas y los mecanismos de producción y reproducción social, sino que los dueños de éstos y las máquinas mismas se alimentan de la potencia de esas aves libres como el viento, plebeyas de nacimiento, multitudinarias por hábito. Repensar la fuerza de trabajo, como forma de vida en la crisis, invita a repensar a los anfibios del mundo, a aquellos cuerpos que entre agua y tierra, como los galeses luego de la acumulación originaria descrita por Marx, están listos para exponer su plasticidad sin detenerse tanto en el pasado y su neurosis, pero sin someterse al narcisismo de los espejos del mercado. Esto, por supuesto, implica que la ofensiva sensible no puede negar su condena a la máquina, su lucha con los modos de vida, ni tampoco negar su ruina, ni su pasado, ni su militancia, ni su fracaso, sino que aún ahí persisten líneas de fuga porque el fracaso revolucionario no agota el planteamiento de los problemas que se hicieron, ni la posibilidad de relanzar el proyecto, de promover esa imagen que diagrame el lugar común de todo aquello que escapa. Aunque, claro, en estos días, no nos queda más que saber que todo va para mal, que ni programa, ni proyecto satisfacen. Por otra parte, ahí, otra vez, late el reverso de lo plebeyo, que se sabe pesimista en la historia, pero se mantiene loco y necio en la ontología, en la materia misma de todo cuerpo.

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