Normas, controles y cuidados // Sebastián Stavisky

Este 27 de marzo, el sociólogo Daniel Feierstein publicó una nota en la sección El País del diario Página/12 a propósito de la importancia del respeto a las normas en el actual contexto de cuarentena decretada por el gobierno. Titulada “Coronavirus: la importancia de las normas de cooperación”, la nota puede leerse como la continuación de otro artículo suyo publicado cerca de diez días antes, el cual lleva por título “El desafío de las ciencias sociales en la Argentina de hoy”. Ambos escritos se sostienen sobre el supuesto de que la principal herramienta inmunológica para frenar la propagación del COVID-19 radica en la responsabilidad solidaria de las personas. “Solo nos queda apelar a nuestra responsabilidad, a las mejores tradiciones solidarias de nuestro pueblo…”, es la conclusión a la que arriba en el segundo de sus artículos, mientras que, en el primero, concluye con la “responsabilidad central” que lxs profesionales de las ciencias sociales tenemos como potenciales agentes de esta farmacopea moral. Seguramente no haya demasiado que objetar respecto a la evidencia de que, en efecto, la falta de solidaridad es un problema de enormes dimensiones, incluso, quizás, mayores que cualquier pandemia. Por otra parte, resulta interesante el intento de poner en discusión el problema del lazo social justamente cuando la principal herramienta preventiva contra el contagio —quizás, si no la única, la más efectiva con la que hasta ahora contamos— que están tomando los gobiernos es el aislamiento físico (discusión aparte ameritaría la preponderancia que, en su reemplazo, está tomando la compulsión a la ultra-conectividad virtual). Sin embargo, sin restar importancia a estos aciertos de Feierstein, considero que varias de las afirmaciones que sostiene son no sólo objetables, sino riesgosas en sus presupuestos epistémicos (que, por supuesto, no son sólo suyos: por ello esta nota). Y, en lo que hace a la función que nos asigna a los cientistas sociales, un verdadero desperdicio: ¿en verdad nuestra tarea de la hora debe limitarse a traducir en lenguaje durkheimiano el hashtag #QuedateEnCasa?

En el segundo de sus artículos, Feierstein afirma que distintas corrientes de pensamiento se habrían obstinado en socavar la “antigua verdad” de que “las normas no sólo son una forma de imposición de poder sino que su origen también se vincula con la construcción de lazos sociales”. Las consecuencias de este socavamiento —refiere luego— las estaríamos actualmente vivenciando “en la tremenda dificultad con la que nos encontramos para que sociedades como la italiana, española o argentina acaten medidas fundamentales de contención de la pandemia”. Desde su perspectiva, por tanto, si la pandemia no está pudiendo todavía ser controlada sería resultado no —como argumenta el colectivo Chuang en su artículo “Contagio social”, publicado en castellano a modo de folleto por Lazo Ediciones de Rosario, o David Harvey en “Política anticapitalista en la época de COVID-19”– de los modos de producción capitalista y de su vínculo, en contextos específicos de acumulación, con la explotación medioambiental y de otras especies animales; tampoco de la política de ciertos gobiernos de privilegiar el sostenimiento de las ganancias de los empresarios por sobre el cuidado de las vidas al momento de decidir cuándo y cómo frenar la circulación. Si la pandemia no está pudiendo ser controlada es porque estaríamos padeciendo un fenómeno de anomia social, de lo cual se desprende entonces que el debate sobre cómo frenar el COVID-19 sea, antes que un tema de política sanitaria, un asunto de servidumbre voluntaria; y la función de lxs cientistas sociales, antes que una crítica a los modos de gobierno o de producción, un cuestionamiento de las formas de desobediencia.

Entre las corrientes que habrían puesto en cuestión la norma cooperativa a las que alude Feierstein, responsables, en última instancia, de la propagación descontrolada del virus, no hay ninguna que refiera a las condiciones materiales de existencia, a la mutación antropológica que —como diría Bifo— viene produciendo el desplazamiento de interacciones físicas y conjuntivas por máquinas semióticas que operan según lógicas conectivas de mediación, o a la dirección individualizante de las conductas por parte de la gubernamentalidad neoliberal. Así, si la primera de las formas de derrumbe de la solidaridad esbozadas por el sociólogo remite al capitalismo, es sólo para destacar la hegemonía de sus valores impuestos, cuyas manifestaciones coyunturales agruparía, sin distinción, a empresarixs especuladorxs, consumidores de clase media que llenan sus carritos de supermercado sin consideración por el faltante de mercancías que pueda afectar a sus prójimos, y turistas huyendo desesperados a la costa argentina. Luego, si la segunda de las corrientes remite a las formas de autoridad, es sólo para referir a su condición existencial, transhistórica, lo que hace difícil comprender cómo es que los actuales modos de ejercicio del poder operan de manera situada en contextos tan excepcionales como el que estamos viviendo.

Finalmente, la tercera forma de ruptura del lazo social a la que hoy estaríamos expuestos sería —para el autor— producto de la incomprensión del sentido de las normas por parte de un progresismo que ha hecho una “distorsionada lectura berreta de Michel Fouacult”. Sin desconocer que el filósofo francés haya sido objeto, en reiteradas oportunidades, de interpretaciones desmedidas, cabe al respecto precisar que, así como la ley, un decreto presidencial no es, precisamente, una norma en el sentido foucaultiano del término. Que haya personas que no respeten la orden de cuarentena, las pautas de distanciamiento social o los recomendados hábitos de higiene es posible que, también, sea efecto de los procesos de normalización por los cuales muchxs no cuentan con una vivienda digna en la cual resguardarse sin mayores complicaciones el tiempo que se les indique, no tienen la posibilidad de tomar todos los recaudos necesarios para una higienización adecuada, están expuestxs a la violencia de un orden patriarcal amplificado en la intimidad del encierro en el espacio privado, o no siguen percibiendo un sueldo sin la urgencia por volver a trabajar (y pienso, al respecto, tanto en trabajadorxs informalxs como en empleadxs de comercio, en médicxs y barrenderxs, en trabajadorxs de la economía popular y de la economía app). Ciertamente, las normas o, mejor, los decretos fueron violados —como refiere Feierstein— por “miles de personas llegadas de Europa” que, irresponsable e insolidariamente, no acataron la simple orden de quedarse catorce días en sus casas, exponiendo así al contagio del virus a muchxs más. ¿Pero acaso lxs cientistas sociales no tenemos también algo para decir acerca de esas otras normalizaciones que regimentan nuestras vidas y, por tanto, las condiciones necesarias para el cuidado frente a la violencia tanto del coronavirus como de una multiplicidad de otros factores que la actual pandemia no sólo no pone en suspenso sino que, por el contrario, vuelve aún más crueles?

Quienes nos dedicamos a las ciencias sociales y contamos con el privilegio de un exceso de tiempo libre durante el período que dure la cuarentena podríamos abocarnos a registrar —como está haciendo CORREPI— la cantidad de violaciones a los Derechos Humanos que las fuerzas de seguridad, haciendo uso de un mayor juego de libertades que la actual situación les concede, están cometiendo, principalmente, sobre los sectores más vulnerados de la sociedad. O analizar los efectos que sobre nuestras sensibilidades está produciendo una cobertura mediática de la pandemia que se preocupa más por propagar el miedo contando la cantidad de muertos que se produce cada día, que de tranquilizarnos narrando la infinidad de casos de personas que están recuperándose del contagio. Y que, asimismo, iguala la importancia de asumir responsablemente conductas de cuidado a la difusión de prácticas de delación. ¿Acaso tales tácticas discursivas no le están facilitando “al fascismo imponer sus discursos de ‘orden’ o ‘mano dura’” mucho más que —como refiere Feierstein— las berretas interpretaciones progresistas de Foucault? “El miedo a una pandemia —afirma Srecko Horvat y cita Bifo en “Crónica de la deflación”— es más peligroso que el propio virus. Las imágenes apocalípticas de los medios de comunicación ocultan un vínculo profundo entre la extrema derecha y la economía capitalista.”

También podríamos, lxs cientistas sociales, poner en cuestión el uso, tanto mediático como gubernamental, de metáforas bélicas para el abordaje de un problema que es, ante todo, atribución del ministerio de salud antes que del de seguridad o defensa, y analizar los potenciales efectos que tales formas de elaboración de la situación actual puedan producir en la ruptura del lazo social sobre el que habla el autor. ¿Qué margen nos queda para pensar en formas solidarias de relación cuando continuamente nos están haciendo creer que nos encontramos en medio de una guerra contra un enemigo invisible? ¿No es acaso el mismo lenguaje que se utiliza en el tratamiento del problema del narcotráfico o de la delincuencia asociada a lxs pobres —a lxs que, por otra parte, Feierstein alude creyendo necesario recordar, en estos precisos momentos, el riesgo que implica su romantización—, cuyos efectos sobre el crecimiento de la violencia (y no, precisamente, efectiva en el descenso de los niveles de aquello que dice combatir) han sido ampliamente estudiados por cientistas sociales? “No estamos en guerra ni tenemos que estarlo —afirma el médico parisino Sophie Mainguy—. No necesitamos de una sistemática idea de lucha para ser competentes. […] Las formas de vida que no sirven a nuestros intereses (¿y quién puede decirlo?) no son nuestros enemigos.”

La frase con la que Feierstein concluye la segunda de sus notas —cuya primera parte cité al comienzo de este artículo—, luego de aludir a “las mejores tradiciones solidarias de nuestro pueblo”, refiere que “las normas de cooperación […] son las que permitieron a la especie humana su evolución y subsistencia en el planeta”. La afirmación recuerda a la respuesta que, a fines del siglo XIX, Piotr Kropotkin dio a la lectura hobbesiana de la teoría de Darwin que había ensayado Thomas Huxley. Este último fue uno de los primeros en extrapolar a la sociedad una concepción reduccionista del darwinismo sobre la base de la competencia como único factor de supervivencia. Publicada inicialmente a través de una serie de artículos en una revista científica de Inglaterra, la respuesta de Kropotkin constituyó la base de su famoso libro El apoyo mutuo. En él, el anarquista ruso traza una historia de las prácticas de cuidado mutuo introducida por el análisis de las distintas formas de solidaridad presentes en comunidades de vidas no-humanas. Así, entre varias otras experiencias, remite a los gremios de artesanos de las ciudades medievales, cuyas prácticas solidarias de cuidado fueron interrumpidas por la emergencia del Estado absolutista.

Si traigo a colación el estudio de Kropotkin es porque creo que en su afán por desnaturalizar el vínculo que en su tiempo estaba comenzando a tejerse entre supervivencia y competencia —cuyas consecuencias en la fundamentación tanto del fascismo y el nazismo como del neoliberalismo son bien conocidas— puede encontrarse un índice del necesario trabajo de historización que lxs cientistas sociales bien podríamos hacer a los fines de problematizar uno de los presupuestos que parecieran estar imponiéndose como incuestionados cada vez con mayor fuerza. Me refiero al vínculo que hoy estamos presenciando entre la urgencia de armarnos relaciones de cuidado y la difusión generalizada de prácticas de vigilancia y control. Y no se trata —como dice Feierstein— de “cuestionamientos abstractos a ‘tecnologías de control’ que son contraproducentes y que funcionan como reaseguros de nuestra tendencia a la negación de una realidad angustiante”. En todo caso, en primera instancia, cabría preguntarnos si la supuesta efectividad de dichas tecnologías es tal o si, incluso en países donde su perfeccionamiento alcanza límites que en Argentina sólo podemos imaginar como fenómenos de una novela distópica, su utilización no estaría exponiendo —como refiere el colectivo Chang en el escrito al que referí más arriba— la falta de legitimidad en la que se encuentran muchos de los gobiernos centrales a la hora de tratar con situaciones de emergencia. Interpelando a esa suerte de orientalismo invertido al que el tratamiento de la pandemia pareciera inducirnos, Byung-Chul Han afirma: “China podrá vender ahora su Estado policial digital como un modelo de éxito contra la pandemia. […] Ojalá que tras la conmoción que ha causado este virus no llegue a Europa un régimen policial digital como el chino.” Luego, una segunda pregunta que también podríamos hacernos es por las posibles consecuencias que la negación a problematizar el vínculo establecido —por otra parte, desde mucho antes que el pasado 20 de marzo, de allí que ahora se muestre tan consolidado— entre prácticas de cuidado y mecanismos de control de todo tipo pueda tener sobre nuestras formas de existencia una vez que la pandemia haya pasado. Al respecto, cabe recordar que el sostenimiento e, incluso, experimentación de prácticas éticas de cuidado no tiene por qué poner en suspenso la elaboración de una crítica al modo en que somos gobernados. Muy por el contrario, tal vez no sea del todo posible ensayar una sin la otra.

Mientras estoy terminando de escribir esto, me encuentro con otra nota de dos sociólogxs, Gabriela Seghezzo y Nicolás Dallorso, que no sólo comparte el presupuesto de una igualación entre cuidado y control, sino que lo expone de un modo peligrosamente explícito, incluso —como reza el título— haciendo un “Elogio a la policía del cuidado”. “La pandemia —aislamiento preventivo obligatorio mediante— cambió el sentido común securitario —afirman lxs autorxs—. […] Y esta situación nos pone frente a un dilema: a veces la vigilancia y el control son también prácticas de cuidado.” Considero que lo dicho hasta acá bien vale como interpelación a gran parte de los argumentos sostenidos por la nota, la cual quizás amerite el repudio de organizaciones que desde hace décadas vienen denunciando las violencias institucionales de las que sus integrantes, familiares y amigxs fueron y son víctima. También diría de lxs investigadorxs sociales que se dedican desde hace años a estudiar las distintas formas de la violencia ejercidas por las fuerzas de seguridad en su llamada “lucha” contra la delincuencia si no fuera porque lxs propixs autorxs se encuentran entre ellxs. Pedir que se tenga en consideración el cuidado de la salud de lxs policías (cuestión que no debiera ser objeto de debate en relación a la vida de nadie) no es lo mismo que llamar a aplaudir su accionar. ¿Acaso la repetición de imágenes en loop de C5N mostrándonos personas adineradas violando la cuarentena es motivo suficiente no sólo para reclamar la intervención policial, sino incluso para celebrarla? ¿No tenemos ya sobrado conocimiento de que el modo en que tanto la policía interviene para detener a turistas que viajaron a Europa o se fueron de vacaciones a Pinamar y no respetaron la orden de cuarentena es muy distinto a las formas por las cuales se hace lo propio con pibxs de barrios pobres que, simplemente, salieron a dar una vuelta manzana? ¿O es que, en verdad, vamos a creernos la fantasía de que, por su alta capacidad de contagio a cualquier cuerpo humano, el virus estaría, finalmente, cumpliendo con la promesa democrática de igualación que ninguna experiencia política pudo hasta ahora concretar? Finalmente, ¿no saben lxs autores de la nota coordinadores del Observatorio de Seguridad de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBAde los efectos posiblemente no deseados que su escrito pueda generar en la legitimación de prácticas en las que se nos presente como ambigua la distinción entre cuidado y violencia? Incluso si acordáramos con la necesaria tarea de la policía en el contexto actual, su función no es ni será nunca la de cuidarnos. Como dice Horacio González en su artículo “La inmovilización”, a propósito de la arenga nacionalista de Berni a la policía bonaerense para que, con “orden, subordinación y valor”, salga a “cuidar a las familias”: “esta reducción resbalosa de planos, es una forma de pensar ociosa, no porque esos planos no existan […] sino porque falla la forma de traducirlos”. El hecho de que sea prudente y responsable obedecer la orden de quedarnos en nuestras casas no implica que debamos hacer lo mismo con el llamado del presidente a “dar vuelta la página” en nuestra relación con las fuerzas armadas y de seguridad. El virus no es el único objeto de todos nuestros miedos.

 

28 de marzo de 2020

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