No violaras // Mariana Menéndez Díaz*

En una mesa de bar hace varios años tomando un fernet estábamos sentadas cinco mujeres jóvenes de entre 20 y 30 años, conversando sin parar como es nuestro “uso y costumbre”. Un tema llevo a otro y terminamos hablando de abuso sexual. Tres de las cinco contaron que les había ocurrido, en los tres casos entre su niñez y adolescencia. En los tres casos no lo contaron inmediatamente porque se paralizaron, o no lograron entender lo que había sucedido. Darle sentido, entender “esto que me pasó es un abuso sexual”.Seguramente no conocieran la palabra, seguramente nadie las había alertado de que eso podía suceder o nadie les había dicho explícitamente que otra persona no podía tocar su cuerpo si ella no quería. O quizás sí se lo dijeron, pero de todas formas no es fácil comprender la agresión como agresión, cuando en la mayoría de los casos viene de alguien del entorno intimo o cercano, un adulto que se supone debería respetarnos, cuidarnos y no violentarnos.

¿Por qué no lo cuentan inmediatamente? En las tres situaciones no se lo contaron a su madre y padre en el momento, algunas nunca lo hicieron. En otros casos lo recordaron siendo adultas y al decirlo aparecieron hechos similares con el mismo varón perpetrados sobre otras personas de su familia (hermanas, hermanos, tías, primas).

Luego, acompañe en varias oportunidades junto a una trama de mujeres a varias compañeras que han sufrido este tipo violencia siendo adultas. Ellas tampoco lo pudieron contar inmediatamente, ni siquiera se lo pudieron decir a ellas mismas hasta pasado un tiempo. Dudaron de si mismas. Sí, la no credibilidad en la experiencia y la palabra femenina a calado tan hondo que muchas veces no creemos ni en nosotras mismas. Ni en las señales que nos da nuestro propio cuerpo, desde el dolor físico hasta la rabia, la angustia o el asco. Estamos automatizadas para negar los saberes del cuerpo [1].

En todas las experiencias que conozco, contadas en primera persona, siempre unx o varixs adultxs del entorno cercano no les creyó, las culpo por lo sucedido, le creyó al agresor y este siguió frecuentando la casa familiar o los encuentro festivos. En varias circunstancia la que se alejaba de los espacios comunes era la niña o joven agredida, claro si es que tenia margen para hacer eso. Si es tu padre o tu padrastro que vive bajo el mismo techo ni tu cuarto es un lugar seguro. ¿Difícil de leer? Ahora imaginate tenerlo que vivir.  ¿Horroso no? Porque si nos queda algo de capacidad de empatizar te revuelve las tripas. Si tu cuerpo todavía vibra, y no esta ya casi muerto y automatizado, incluso en la distancia se comprende el dolor.

¿Por qué no hacen la denuncia inmediatamente? Mayoritariamente las mujeres que conozco eligieron no presentar una denuncia judicial. Parece existir un saber practico, pragmático, un sentido común sedimentado entre nosotras de que la justicia estatal institucionalizada amplificará nuestro dolor, nos violentará de múltiples formas incluso revictimizandos, no nos creerá y el responsable no cumplirá ningún tipo de condena. No siempre es así dirán, “hay que confiar en la justicia”. En la mayoría de los casos que conozco fue así, en la mayoría de los casos que se han vuelto mediáticos es así. Recordemos solamente la excarcelación de “la manada” en España o la sentencia ante el feminicidio de Lucia Pérez en Argentina, o la extradición de María a España desde la “justicia” de nuestro país.

Todas las preguntas en general apuntan a la victima, ademas de por qué no contó o no hizo la denuncia, hay miles de preguntas más que conforman un red de sentidos conservadores. Podríamos sumar: que hacia a esa hora en la calle, por qué vestía de ese modo, por qué estaba sola, por qué estaban solo entre mujeres, por qué no se defendió o grito, si había tomado algún tipo de droga, si tenia una vida sexual activa y “libertina”, por qué lo “sedujo” dando un mensaje ambiguo … y un largo etcétera interminable de cuestionamientos y culpabilizaciones. Gran parte de la sociedad y el estado coinciden en invisibilzar, naturalizar, negar o justificar la violencia sexual. Estas tintas les caben a institucionalidad estatal y todos sus poderes, al sistema educativo público estatal y al privado, lo mismo para la salud, los medios de comunicación dominantes y los no tanto. No nos olvidemos de la iglesia y su virgen, la paloma y el espíritu santo (no nos olvidemos de la costilla de adán, cumbia uruguaya si las hay). Pero sobre todo de la matanza de mujeres, entre otros miles de personas asesinadas por su condición de indígena, afro, campesinx, trabajadorxs, ateos o creyentes  de otras religiones, entre muchxs otrxs. Ni hablar del encubrimiento como lógica estructural de la institución iglesia a sus sacerdotes, cardenales y demás rangos. Estas tintas también caen sobre las familias que callan y encubren a estos hombres.

La violación y el abuso hecha raíces profundas en nuestros territorios, fue usada como arma durante la colonia y posteriormente contra las tramas indígenas comunitarias, y sobre todo contra las mujeres. Recordemos, por ejemplo, las denuncias de las compañeras en Guatemala. Fue usada también durante la dictadura contra las presas políticas y contra los varones para rebajarlos a la “condición femenina”. Es una red de complicidades histórica para el ejercicio de la violencia, que incluye silenciamiento, amenazas, mentiras y extorsiones. Una máquina productora de sentidos que naturaliza y encubre la crueldad. Un mensaje que reafirma la masculinidad dominante enlazada a la violencia.

Al fin estalló de una vez por todas el debate en la sociedad, la lucha feminista lo ha abierto. Ojalá nos este ayudando a entender para poder combatir un problema que ya no se tapa con un dedo. Insistamos en hacer una inversión del cuestionario y de los interrogados. Escribe María Galindo desde Bolivia hace pocos días: “Lo primero que hay que decir es que es urgente romper la complicidad masculina en la violación, es necesario que cada hombre se sienta responsable de explicitar su posición personal ante la violación como acto de refundación de su propia masculinidad” [2]. Lanzo otras preguntas: ¿Por qué y como esta sociedad produce esta masculinidad  patriarcal violenta y abusadora concordante con el capital y el colonialismo? ¿Que protegen las instituciones y las personas cuando protegen a un abusador? ¿Por qué la complicidad y el silencio?

A contrapelo de la violencia nace el #yo si te creo, como revalorización concreta de la palabra femenina, un mensaje para la reconstitución de nuestra confianza en cada una de nosotras y entre nosotras. Es la afirmación de que no son excepciones sino hechos sistemáticos cobijados y alentados por una lógica sedimentada material y subjetiva que desprecia a las mujeres.

Hemos lanzado un grito de rabia y tomado una decisión vital, ya no seremos parte de la red de complicidades. La estamos desgarrando a pura denuncia, escrache, calle y batalla. También hemos podido dar estos pasos porque estamos creando trama cotidiana de autocuidado y apoyo muto, cotorreo, chusmerio o cotilleo. Ahora vuelto conversación explicita entre amigas – compañeras contra el poder, con un pie en lo intimo y otro en el mundo público [3]. Ahora se volvió secreto a voces no silenciado, esta vez contado en el espacio común: “fulano me agredió”, “sultano es un violento”, “perengano me hizo mierda, es un manipulador”, “tu ex que también es mi ex me volvió loca con su violencia”. Producimos un poco de justicia colectiva, no por mano propia individulizada sino en colectivo. Una trama densa y con capilaridad que se teje cotidianamente en miles de conversaciones donde le damos otros sentidos a nuestras experiencias de violencia. Por eso hemos decidido no callarnos más. Por eso retumba y se expande la frase: ¡ya no tendrán la complicidad de nuestro silencio!
 

 

*Vive en Montevideo, Uruguay, creció en el barrio Lezica, es feminista, docente, lectora/escribiente e integrante del Colectivo feminista Minervas.

[1] Ver Suely Rolnik
[2] Ver Maria Galindo
[3] Idea de Margarita Pisano, feminista chilena sobre la amistad entre mujeres. Ver Apuntes sobre la amistad política entre mujeres por Edda Gaviola

Zur 

 

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