No hay fracaso si hay balance: poder y potencia en el ciclo 15M-Podemos // Amador Fernández-Savater

«Toda ruina contiene

su pasado y el nuestro.

Toda ruina es hermosa

si es capaz de decirnos

qué esconde el porvenir»

(Juan Antonio Bermúdez)

Tras las últimas elecciones generales y municipales se habla del final del ciclo 15M. ¿Qué significa un final de ciclo? Podríamos pensarlo así: la potencia de efectos suscitada por un acontecimiento se agota, ya no es capaz de nuevas metamorfosis y actualizaciones. Hoy vemos el antiguo orden político recomponerse, las políticas neoliberales profundizarse, los espacios electorales del cambio volatilizarse, en medio del declive del tipo de vida política inaugurada por el 15M, más preocupada por la apertura a la cooperación con el cualquiera que por la reproducción de las identidades existentes.

Esta sensación de decepción no me parece mala condición para el pensamiento. Diego Sztulwark, investigador independiente y antiguo miembro del Colectivo Situaciones, ha escrito un texto hermoso justamente sobre la potencia que podemos encontrar en los estados de decepción.

La decepción es como un camino de prueba a atravesar. En él podemos hacer una «limpia» de toda una serie de ilusiones y salir así más fuertes, más realistas, más estratégicos. Regeneramos el deseo de transformación renunciando a idealismos, utopismos y voluntarismos. En el desmoronamiento de las expectativas y las proyecciones se vuelve posible ver algo nuevo y recrear los lazos con el mundo.

En el estado de decepción, ya no tenemos ninguna posición que «defender», ninguna fórmula que «vender», estamos todos como suele decirse «en la misma mierda». Es un momento de no saber en el que pueden elaborarse saberes nuevos, si evitamos caer en el cruce de acusaciones, el ajuste de cuentas, la búsqueda de culpables y la lógica de tribunal.

De ese modo la decepción se vuelve condición de pensamiento y abre la posibilidad de elaborar un balance colectivo sobre lo vivido, donde colectivo no significa «todos juntos», sino «entre todos».

Balance o desbandada

¿Qué es un balance? El filósofo Alain Badiou dice lo siguiente en un texto escrito al respecto: no hay fracaso si hay balance. Es decir, en la historia de las experiencias revolucionarias hay fracasos y fracasos. El peor de los fracasos es el que no piensa nada, no registra nada. Si no hay pensamiento, si no hay balance, hay desbandada: repliegue de cada cual en su vida, fuga personal de lo político enmierdado, en la amargura y tal vez el resentimiento, desnorte y orfandad, ruptura de los lazos de confianza, etc. La banda se desbanda. La dispersión es no solamente física, sino sobre todo mental y sensible: deja de compartirse una percepción y una lectura común sobre la situación.

El balance es compañía en la soledad, vuelve fecundos los fracasos, encuentra una significación en las derrotas. No evita que nos volvamos a equivocar, pero permite que la próxima vez nos equivoquemos distinto.Lo peor es fracasar igual, el fracaso previsible.

Si no hay balance propio, vence el balance del adversario. Y este siempre es absoluto: el deseo de transformación social es locura y acaba mal. El balance propio vuelve relativo un fracaso absoluto: el fracaso no está inscrito en el deseo de transformación, sino en la vía concreta que hemos elegido. Fracasamos siempre en punto concreto dice Badiou. El balance es una topología: «hay que localizar, encontrar y reconstituir el punto a propósito del cual la decisión fue desastrosa». El punto, simplificando, es una encrucijada o un momento crítico en el proceso donde tomamos malas decisiones. Si queremos decirlo coloquialmente: «donde la cosa empezó a torcerse».

¿Cuál ha sido ese punto, nuestro punto?

Regreso a Neptuno

Ni siquiera se trata seguramente de un solo punto, sino de una entera línea de puntos a lo largo de los cuales se va deslizando una decisión, una orientación del movimiento

Voy a señalar como primer punto el Rodea el Congreso del 25-S de 2012, cuando miles de personas cercamos físicamente el Parlamento de los Diputados hasta ser desalojados violentamente de la plaza de Neptuno por la policía de la hoy defenestrada Cristina Cifuentes.

¿Cuál era el objetivo del 25-S? nos preguntó a una serie de amigos durante una conversación informal Raquel Gutiérrez, teórica y militante mexicana, a su paso por Madrid en 2017. Esta pregunta aparentemente tan sencilla se quedó sin respuesta por parte de los que allí estábamos y desde entonces rebota en mi cabeza.

Me parece, visto en retrospectiva, que el 25-S podía interpretarse de tres modos al menos:

-como llamada a un levantamiento general contra la clase política: es la imagen de la insurrección, tan cara al imaginario revolucionario del siglo XIX. Desorden, barricadas, minorías conspiradoras y masas en la calle, el derrocamiento fulgurante del orden establecido que abre un espacio vacío a lo nuevo. La «destrucción creadora» de Bakunin. 

-una «radicalización» del movimiento nacido en las plazas a través de un choque a cara de perro con el poder político. El pasaje del «no nos representan» al «a por ellos». Un endurecimiento de la lógica de enfrentamiento del 99% contra los representantes del 1% con la aspiración de cambiar las reglas de juego del poder.

El 25-S fue una primera tentativa de «asalto» al poder político considerado a partir de ahí como el centro que organiza la acción (las plazas del 15M fueron más bien el gesto de «dar la espalda» al poder). Podemos pensar el posterior «asalto institucional» como una continuación -por otros medios, más eficaces- de esa primera tentativa. Se impone desde entonces un lenguaje político típico del siglo XX: asaltar, tomar, ganar, etc.

-del tercer modo de pensar el 25-S, seguramente una imagen política más fecunda para el siglo XXI, hablaremos de nuevo al final de este artículo.

Recapitulando: a partir del 25-S se fue decantando una decisión: poner el poder político como objetivo principal de la acción y, en consecuencia, confundir y/o subordinar la potencia al poder, la política de movimiento a la política de partido, la emancipación a la gestión.

Esta es la idea que quisiera poner a discusión en la elaboración colectiva de balance: el problema de la confusión entre potencia y poder que -pienso- ha acabado entrampando todas las energías en el estado de cosas (el Estado). Una «lección» que podríamos sacar entonces de cara a futuro sería distinguir radicalmente ambas cosas, para «fracasar distinto».

Estrategia populista y partido-movimiento

Simplificando mucho de nuevo, encuentro dos maneras de con-fundir potencia y poder en el pensamiento  y el hacer en estos últimos años.

La primera sería el pensamiento estratégico populista que viene a decir lo siguiente: los movimientos son cambios sociales o culturales o afectivos  importantes, pero insuficientes. El Partido es el «plus» político que canaliza su energía hacia las instituciones para transformarlas. El 15M fue indignación, expresión de malestar, tuvo impacto en el «sentido común de época». El Partido interpreta y sintetiza a partir de ahí las demandas y los descontentos: «traduce políticamente» al movimiento.

Es un pensamiento que subordina la potencia al poder: los movimientos son procesos importantes, pero sólo como «preparación» o «trampolín» hacia otra cosa. Son los signos que el estratega populista ha de saber leer y organizar -mediante las famosas cadenas equivalenciales, etc.- en la operación de construcción hegemónica.

Este es un pensamiento fundamentalmente triste -por mucha energía que le eche Errejón a sus arengas- porque se acerca a lo real desde el ángulo de la «falta»: los movimientos no son vistos como potencias en sí mismos y por sí mismos, sino que siempre están «en función de» otra cosa (una instancia superior) que les da valor y sentido.

La segunda es la hipótesis de un «partido-movimiento» o de un «partido orgánico» en torno a la cual se han reunido corrientes tan diferentes como Anticapitalistas o sectores autónomos en las confluencias y los municipalismos. Es la hipótesis «movimentista».

El partido-movimiento es el conjunto reunido de las fuerzas sociales, políticas y culturales activas en el proceso de transformación social. Se distingue del «partido-institución» porque no es sólo una máquina electoral o de gestión, sino que trabaja políticamente en la sociedad. Va más allá de la concepción de una «autonomía de lo político», la idea de lo político como esfera autónoma y aparte, en la convicción de que sólo un fuerte apoyo social organizado puede sostener políticas públicas de cambio sustantivas.

Creo que es una mala idea (teórica) y que ha tenido malos efectos (en la práctica). Mala idea teórica porque es deudora de un paradigma unificante de lo político donde lo múltiple queda englobado en lo uno: una sola organización, por muy plural y compleja que sea. La metáfora «orgánica» es reveladora: se piensa en un solo cuerpo cuya cabeza sería una serie de «cuadros» vinculados a los movimientos («dirección política», «vanguardia interna»). Mala idea también porque la lógica de la potencia y la lógica del poder son heterogéneas y no ensamblan: el partido bolchevique y los soviets no pueden convivir en el mismo espacio. En la práctica creo que esta idea ha capturado la energía de mucha gente de los movimientos en los lugares institucionales, debilitando así la trama de la potencia.

Potencia destituyente

Mi propuesta sería separar radicalmente la potencia del poder, lo que no significa que uno no tenga efectos sobre el otro, sino que no se subordinan ni se con-funden.

El filósofo italiano Giorgio Agamben está desarrollando en ese sentido un pensamiento sobre lo que llama la «potencia destituyente». Agamben toma nota sobre la «tragedia» de las revoluciones que consiste en la activación repetida de un «mecanismo diabólico» por el cual el poder constituyente queda atrapado una y otra vez en un nuevo poder constituido (tan parecido al antiguo…).

Lo constituyente queda limitado desde entonces al solo poder de revisar la nueva constitución y el nuevo gobierno, a la «participación» dentro de las estructuras existentes, pero ya sin posibilidad de cuestionarlas radicalmente (de raíz). Eso en el mejor de los casos. En el peor, se reduce a mera referencia retórica e instrumental, a un fetiche que fundamenta y legitima al nuevo poder, un «mito de los orígenes». Es la manera de hablar de tantos dirigentes de la Nueva Política sobre el 15M.

¿Es posible romper ese mecanismo diabólico? ¿Es posible una política de los gobernados que no se resuelva en un nuevo poder, que los gobernados se definan siempre, como decía Maquiavelo, por su deseo de no ser oprimidos? Agamben propone la potencia destituyente, una potencia que no cristalice nunca en poder. Devenir y permanecer ingobernables.

Pensar-crear esta potencia destituyente implica un desplazamiento radical en la comprensión misma de lo político. Deshacernos en primer lugar de un imaginario en el que el poder político está en el centro y polariza todas las energías.

Nunca el poder político ha tenido tan poco poder como hoy en día, atravesado y desbordado por fuerzas financieras globales y micropolíticas neoliberales. Nunca ha estado sin embargo tan presente en nuestras conversaciones y en nuestros corazones. Es lo que siento más dolorosamente como «fracaso generacional» de la gente «educada» en la potencia de los movimientos: la manera en que hemos cedido a la tentación política, entregando nuestra irreverencia e indiferencia de fondo al poder, asumiendo su lenguaje y categorías, enamorándonos de él.

Distinguir entonces radicalmente entre potencia y poder. No se funden, ni se confunden. Son de naturaleza diferente, habitan mundos distintos, siguen lógicas heterogéneas. El conflicto entre ellos es asimétrico (no se pelea por lo mismo) y su cooperación eventual nunca es «orgánica», sino puntual y efímera.

La potencia no se «traduce» al poder: hablan dos lenguajes, inconmensurables. La «democracia real ya» de las plazas y las asambleas es otra cosa que la «democratización de las instituciones».

La potencia no se «gestiona»: se actualiza o muere. No requiere la edificación de «instituciones» que la canalicen, sino de la creación de formas que la hagan pasar: formas de paso, para que la potencia pase.

La potencia es heterogénea con respecto al tiempo del poder, a su calendario electoral, tiene sus propios tiempos de maduración y crecimiento, con sus propios ritmos.

La potencia no conoce distinción entre medios y fines, no admite distinciones entre formas y contenidos: en ella el medio es el fin, prefigura el fin, la potencia es medio sin fin.

La potencia no es un contrapoder: no está ahí para «controlar» o «vigilar» al poder, no se define a la contra, sino por su capacidad creadora de nuevos valores, nuevas maneras de hacer, nuevas relaciones sociales. La potencia destituyente es afirmativa y creadora de nuevas formas de vida.

La potencia no es escasa: no es un bien escaso, rival, antagonista (o lo tienes tú o lo tengo yo). Se multiplica al compartirse. Favorece las relaciones de cooperación y no de competencia.

La potencia, por último, no es cuantitativa, sino cualitativa: 40000 personas actuando en la trama de la potencia en una ciudad como Madrid suponen una fuerza irresistible, pero 40.000 personas actuando en la trama del poder (es decir, votando) producen sólo tristeza y frustración porque no superan el umbral representativo exigido.

Poder sin potencia

Puede parecer paradójico, pero el poder sin potencia no puede nada. La potencia transforma la sociedad desde el interior. El poder se limita (en el mejor de los casos) a «cristalizar» un efecto de la potencia inscribiéndolo en el Derecho: haciéndolo ley.

Primero vienen los movimientos de diferencia afectivo-sexual que transforman la percepción y la sensibilidad social, sólo después se legaliza el matrimonio homosexual. Primero viene el movimiento negro que transforma la relación entre negros y blancos, sólo después se promulga la ley de igualdad racial. Primero vienen las luchas del movimiento obrero que politizan las relaciones laborales, sólo despuéslas conquistas se inscriben como derechos sociales.

Ninguna de estas «cristalizaciones» es clara, sino siempre ambigua y conflictiva, precisamente porque el lenguaje de la potencia no se traduce sin más en el lenguaje del poder. Cada cristalización supone un cierto estrechamiento de los planteamientos de la potencia, pero supone también un espacio de disputa siempre activable por nuevos sujetos.

La potencia crea posibilidades nuevas. El poder es gestión en el marco de las posibilidades existentes. Lo vemos una y otra vez: los poderes que se quieren progresistas ven reducir sus márgenes de acción posibles cuando no hay potencias en acto empujando las cosas más allá y redefiniendo la realidad. ¿Podría ser esto lo que explica los magros resultados de la acción de gobierno de tantos ayuntamientos del cambio, más que la falta de voluntad o audacia política de las personas que los componen?

Regreso a Neptuno (2)

Ahora podemos retomar la última de las opciones de interpretación del 25-S que dejamos colgada.

Hemos dicho: la potencia no debe confundirse con el poder, pero eso no significa que deba desentenderse de él. Puede inventar modos de imponerle cuestiones sin colocarse en su lugar, de obligar al Estado sin ser Estado, de afectar y alterar el poder sin ocuparlo ni desearlo. Potencia a distancia del poder: una imagen política para el siglo XXI.

El 25-S sería visto así un ejercicio de destitución del poder: no de toma o de asalto, de ocupación o de sustitución. Una potencia heterogénea al poder que nació en las plazas le impone un límite sin proponer nada a cambio: «por aquí no pasas». Es lo que Raquel Gutiérrez llama «potencia de veto».

La potencia destituyente dice Agamben es un elemento que, en la misma medida en que permanece heterogéneo al sistema, tiene capacidad de destituir, suspender y volver inoperativas sus decisiones. La «potencia de veto» de Raquel Gutiérrez es el mejor ejemplo contemporáneo de lo que Agamben busca en los conceptos de «violencia pura» o «divina» de Walter Benjamin: una fuerza capaz de deponer el poder, sin fundar uno nuevo. Es urgente contaminar la teoría de la destitución -todavía tan blanca, tan europea y tan masculina- con reflexiones de los feminismos latinoamericanos.

Coda: volver a contarnos

La Revolución Francesa sigue dándonos que pensar aunque después viniese Napoleón. La Comuna de París sigue inspirándonos aunque acabase en masacre. La experiencia anarquista en la guerra civil es rica en enseñanzas aunque fuese estrangulada por estalinistas y fascistas. Hay que leer de nuevo este ciclo político en claves destituyentes para liberar así las potencialidades (los virtuales) del 15M. Lograr ver la potencia como potencia y no como antesala del poder. Sustraer el 15M del continuum de la Historia, como posible realizado y aún sin realizar, como elemento aún activo. Es un desafío de balance y recreación poética de la historia de los últimos años, aún por hacer.

Como dicen otros amigos, hay que buscar lo que escapa en cada época, lo que escapa a cada época, porque es lo que nos puede permitir seguir escapando hoy.

Texto elaborado para mantener un debate con Monserrat Galcerán y Carlos Sánchez Mato en la 9ª edición de la Universidad Socioambiental de la Universidad de Guadarrama.

Referencias:

«La travesía de Naruto (notas sobre deseo y decepción)», por Diego Sztulwark

«¿A qué llamamos fracasar?», prólogo de Alain Badiou a La hipótesis comunista.

Construir pueblo, Iñigo Errejón y Chantal Mouffe (Icaria, 2015).

Sobre el partido-movimiento y el partido-orgánico: 123.

Giorgio Agamben y la potencia destituyente: 123.

No existe la revolución infeliz: el comunismo de la destitución, Marcello Tarí, Deriveapprodi.

Horizontes comunitario-populares, Raquel Gutiérrez, Traficantes de Sueños.

 

Fuente El Diario España

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