El levantamiento dura algunos días o algunos meses, conduce a la caída del régimen o a la ruina de todas las ilusiones de paz social. El levantamiento mismo es anónimo: ningún líder, ninguna organización, ninguna reivindicación, ningún programa. Las consignas, cuando las hay, parecen agotarse en la negación del orden existente, y suelen ser abruptas: “¡Lárguense!”, “¡El pueblo quiere la caída del sistema!”, “¡Nos importa un carajo!”, “Tayyip, winter is coming”. En la televisión, en la radio, los responsables martillean con su retórica de siempre: son sólo bandas de çapulcu, de rompevidrios o vándalos, terroristas salidos de ninguna parte, sin duda pagados por el extranjero. Lo que se subleva no tiene a nadie que colocar en el trono como reemplazo, aparte, tal vez, de un signo de interrogación. No son ni los excluidos, ni la clase obrera, ni la pequeña burguesía, ni las multitudes quienes se sublevan. Nada que tenga bastante homogeneidad como para admitir a un representante. No hay ningún nuevo sujeto revolucionario cuya emergencia habría escapado, hasta entonces, a los observadores. Si se dice entonces que “el pueblo” está en la calle, no es un pueblo que habría previamente existido, al contrario, es el que previamente faltaba. No es “el pueblo” quien produce el levantamiento, es el levantamiento quien produce su pueblo, al suscitar la experiencia y la inteligencia comunes, el tejido humano y el lenguaje de la vida real que habían desaparecido. Las revoluciones del pasado prometían una vida nueva, las insurrecciones contemporáneas liberan sus llaves. Las barras de ultras de El Cairo no eran grupos revolucionarios antes de la “revolución”, sólo eran bandas capaces de organizarse para enfrentarse con la policía; es por haber ocupado un rol tan eminente durante la “revolución” que se encontraron forzados a plantearse, durante la situación, las preguntas habitualmente reservadas a los “revolucionarios”.
En esto reside el acontecimiento: no en el fenómeno mediático que se ha forjado para vampirizar la revuelta por medio de su celebración externa, sino en los encuentros que se han producido efectivamente en ella. Esto es lo que resulta bastante menos espectacular que “el movimiento” o “la revolución”, pero más decisivo. Nadie sabría decir lo que puede un encuentro.
Es así como las insurrecciones se prolongan, molecularmente, imperceptiblemente, en la vida de los barrios, de los colectivos, de las okupas, de los “centros sociales”, de los seres singulares, en Brasil al igual que en España, en Chile al igual que en Grecia. No porque pongan en marcha un programa político, sino porque ponen en movimiento unos devenires-revolucionarios. Porque lo que fue vivido en ellas brilla con un resplandor tal que quienes hicieron su experiencia tienen que serle fieles, sin separarse, construyendo eso mismo que, a partir de ahí, le hace falta a su vida de antes.
PEDRO ROSEMBLAT ES UN HOLOGRAMA // Francisca Lysionek
Publicada originalmente en el blog Victorica Es pertinente que la IA nos