No existe un mejor lugar para matar a una mujer que en Ciudad Juárez, México. En los últimos diez años, cientos de mujeres han desaparecido o han sido encontradas asesinadas en esta ciudad fronteriza. La mayoría de ellas fueron empleadas de maquiladoras o en plantas de ensamblaje de la zona. Solo algunos casos se han solucionado.
La cifra de mujeres asesinadas, de 1993 a la fecha, rebasa ya las trescientas, y el total de desaparecidas se eleva a quinientas. Detrás de estos crímenes se acumulan miles de casos de hostigamiento sexual, doméstico y laboral, no denunciados, de violencia intrafamiliar no atendida, y sobre todo de una misoginia institucional que magnificada por la prensa local sirve como estímulo a los perpetradores de lo que hoy se conoce ya como un feminicidio. Esta situación criminal se relaciona con la violencia del narcotráfico, el desempleo, y la miseria fronteriza en tiempos de globalización forzada, originando el derrumbe de oportunidades y la contratación de mano de obra femenina (pésimamente remunerada), que desplaza a buena parte de la fuerza laboral masculina.
Lourdes Portillo reúne los testimonios de la frustración y del rencor social, el encono misógino, y el desdeñoso retrato moral de las víctimas (para las autoridades, simples provocadoras :»ellas se lo buscaron»). A todo esto opone el perfil de las jóvenes, apenas adolescentes, obligadas a trabajar en turnos de madrugada, expuestas al riesgo urbano de calles mal alumbradas, temerosas siempre, canjeando diariamente seguridad física por supervivencia económica. ¿Qué hacían las «muertas de Juárez» en la calle?, pregunta la prensa local. «No iban precisamente a misa», le responde con sarcasmo un gobernador panista. Vista así, entre la difamación y la caricatura, todo autoriza el ajusticiamiento que es, al mismo tiempo, un mensaje social en tiempos de cambio; el desdén hacia la mala pécora como parte de un programa de saneamiento civil, que incluye a homosexuales y travestis. «Todas son putas», explican las autoridades en Señorita extraviada, o mulas tercas que aún no entienden que la gente decente se pasea de día, y la indecente se expone a todo por andar de noche.
Lourdes Portillo es directa, lacónica, profesional en todo momento; no precisa insistir en lo que está a la vista: la corrupción a todos los niveles, la venalidad de los medios, y el machismo fanfarrón que se ampara en el buen juicio de las autoridades, terrenales o divinas. La realizadora muestra que estos crímenes, sistemáticos, parecidos entre sí, con evidencias de tortura casi todos, no son asunto de nota roja, como se argumenta a la ligera, sino llanamente ejecuciones realizadas con alevosía y saña, producto en cada caso del odio a las mujeres, a las que,se tilda de prostitutas «para así descalificarlas, disminuir el horror de su desaparición y nulificar las averiguaciones». Lo más escandaloso es la pasividad de las autoridades, a nivel local y federal, ante estos actos irracionales, y el torrente retórico que disimula mal esa apatía.
Lourdes Portillo nació en Chihuahua y conoce de cerca la situación fronteriza y los saldos de la violencia misógina; estudió y vive en Estados Unidos, donde su labor como documentalista le valió una nominación al Oscar en 1986. (losotrosdocumentales.blogspot.com). Año: 2001.