La pandemia no sólo ha sido un problema de salud pública, con todas las aristas que ello puede implicar, sino especialmente uno ecológico. Y es así no sólo porque tiene asidero en la relación que el humano contemporáneo ha establecido con lo que Occidente llama Naturaleza, sino también porque expone, con cierta crudeza, la pregunta ecológica por excelencia: ¿Cómo vamos a perdurar? Este “vamos”, vale aclarar, no alude a un nosotros cerrado, aun cuando la gestión de la epidemia así lo quiere hacer ver —sea mi familia, sea los nacionales o, en última instancia, sea la especie humana—; todo lo contrario, expresa un nosotros abierto, pues si algo muestra la pandemia es que el cuidado de toda existencia, humana y no humana, es a la vez el cuidado de sí, y viceversa. De cualquier modo, quiero enfatizar en que esta pregunta ecológica, que es sobre todo ética —no técnica—, nos enfrenta directamente con el futuro, pues es el interrogante de cómo vamos a persistir hacía él, lo cual parece convertirse, cada vez más, en pieza clave de las luchas políticas contemporáneas.
Si aceptamos, entonces, que la pandemia es sobre todo un problema ecológico, también podemos asegurar que ha habido una forma dominante de presentarnos el futuro. La gestión de esta crisis no ha cesado de bombardear el imaginario sobre el porvenir: sería apocalíptico. Lo llamativo, luego, es que para proteger la vida haya que narrar un futuro en el que ella está al borde de su extinción. Por muy extraña que parezca esta paradoja, ella parece ser el combustible de este poder que sólo gestiona, ya que el futuro apocalíptico sólo sería administrable si este poder se arraiga con todo su peso. De ahí que, por ejemplo, el derecho a la protesta ha estado en entredicho desde que empezó la pandemia, pues dificultaría la protección de la vida —¿de cuál vida nos están hablando?—; o, por ejemplo, gestionar la pandemia también justificó la militarización de las ciudades, algo que, valga decir, ya es de largo aliento en Colombia. Ahora bien, aunque esta versión apocalíptica se ha recrudecido con la pandemia, ella ya parece afianzada en nuestra cotidianidad; basta pensar en el éxito de la ciencia ficción contemporánea, con su marcado énfasis en futuros en los que la supervivencia humana y no humana no están asegurados. Esta tristeza hacia lo venidero también la podemos rastrear a escala micropolítica, pues en condiciones de extensa precarización de la vida, como la nuestra, cada individuo vivencia intensa incertidumbre por su porvenir. Todo esto no es más que, como asegura Rosi Braidotti en su estudio de la ciencia ficción, el reflejo de la impensabilidad del futuro propia de nuestra época.
Trazar un futuro apocalíptico es la otra cara del realismo político que nos aplasta. La ciencia ficción pone en juego un relato predominante: en los tristes porvenires nada parece perdurar, ni siquiera La Tierra que nos acoge a todos, a excepción de una sola cosa: las relaciones capitalistas. Esta es la base sobre la que descansa buena parte del deseo contemporáneo por explorar el universo, pues ante el advenimiento de la catástrofe ambiental, resultado de la sobre-explotación de todo lo existente, es más pensable la conquista de nuevos mundos que frenar esta máquina depredadora. El viejo colonizador Occidental parece estar vivito y coleando. Pero este realismo político, que hace ver como más obvio la colonización del universo que el declive del capitalismo, no sólo es un asunto literario o del imaginario sobre nuestro futuro, sino que está más latente que nunca bajo la disyuntiva “economía o vida”. Esta surgió de la siguiente manera: las estrictas cuarentenas serían insostenibles por las fuertes consecuencias económicas, y por tanto sería indispensable la reapertura; pero ella, a su vez, arrastraría tasas de contagio y muerte más altas. Frente a este antagonismo entre vida y capital el realismo político hace ver como inevitable, y sobre todo como incuestionable, al segundo. De hecho, llevado al extremo, confunde la vida con el capital, o, para decirlo mejor, la produce a la manera de él, no hay distinción alguna; es la versión de Iván Duque cuando declaró, en junio de 2020, que éste era un falso dilema, pues el único camino para sostener la vida sería la reapertura, es decir, la búsqueda por reanudar plenamente los ciclos de acumulación; no podría haber vida si no hay productividad total. Así las cosas, en este dilema, como en la ciencia ficción, el capital es lo único que luce incuestionable, inacabable, pues incluso vidas —mundos— pueden perderse para resguardarlo. Pues bien, el futuro apocalíptico sólo sería gestionado si a su vez es clausurado, si se presenta como mera prolongación de lo que ahora hay; y por ello también es el empobrecimiento colectivo del imaginario, en tanto que lo ulterior no surge como posibilidad de una vida mejor vivida, sino como mera réplica del presente, algo desgastada.
Paradójicamente, ese no futuro apocalíptico podría liberarnos, pues aceptar la finitud de toda existencia sería también la posibilidad de aceptar, de una vez por todas, que lo único realmente valioso es el disfrute colectivo —humano y no humano— del ahora. El budismo tibetano, por ejemplo, insiste en abrazar la presencia permanente de la muerte en nuestras vidas: el valor de ésta última proviene de ser capaz de habitar el presente y no de prolongarla al máximo. Rosi Braidotti dice que la muerte no se opone a la vida, sino que siempre ha estado ahí, es su acompañante, y por ello la vida estaría suspendida en la radical inmanencia: sólo el aquí y el ahora, no hay trascendencia alguna. Sin embargo, la presencia de la muerte en el relato apocalíptico reclama, muy por el contrario, mayor docilidad: ella emerge como acontecimiento angustioso que para ser gestionado exige obediencia —recordemos, una vez más, que la administración de la epidemia apela a la obediencia para evitar futuros devastadores—. Esta es la misma operación que somete al trabajo contemporáneo: frente a un futuro individual incierto y, posiblemente, precarizado, el sujeto deviene empresario de sí para auto-asegurarse, y se vuelve así más dócil al capital, pues él ya es capital. Pero la gestión sólo apunta a amortiguar lo devastador: no frena la depredación ambiental, conquista nuevos mundos; no problematiza la relación ecológica que nos hace más vulnerables a las epidemias, sólo crea vacunas y administra la muerte; no (re)valoriza lo común para habilitar el cuidado de toda existencia, sólo invita a la micro-gestión de la vida de sí para protegerse individualmente. En otras palabras, no crea modos de vida nuevos, sólo administra la crisis permanente.
Revueltas en Colombia: entre la alegría popular y la tristeza del poder soberano desatado.
Una reforma tributaria que gravaba al trabajo y al consumo y dejaba intacto al gran capital fue el detonante de las revueltas. En medio del tercer pico de la pandemia, con los poderes alegando prudencia para proteger la salud pública, el pueblo, lo plebeyo o, si se quiere, lo popular renunció a su condición de espectador, propia de la población que sólo consume, para volcarse hacia el paro nacional. Valdría empezar, entonces, por asegurar que la organización tradicional —sea el sindicato, el partido de izquierda o, incluso, la estudiantil—, con jerarquía visible, unificada y que busca hacer de sus militantes una misma voluntad, tiene poco que ver con la protesta, más allá de proponer fechas para las movilizaciones masivas. La fuerza del paro, en cambio, procede de otro lugar, más cercano a los afectos que a la voluntad, al barrio que al centralismo, a las vivencias que a las ideologías, a la multiplicidad que al sujeto monolítico y privilegiado de la revolución. No hay, en otras palabras, razones para el paro; hay afectos del/para/por el paro. El mismo Comité de Paro no comprende plenamente esto, aun cuando ha querido ser “plural”, pues se ha levantado como representante de algo que, de entrada, es irrepresentable. Parece, en cambio, el viejo mecanismo orquestado desde el liberalismo, pero también desde la izquierda, para hacer de la democracia algo de unos pocos y de mero procedimiento, en este caso de negociación. Lo que cuestiona el paro, precisamente, es ese lugar de espectador al que está condenado lo popular en la democracia representativa, y de ahí que parezca ser el deseo por afectar directamente, sin mediación alguna, la construcción de lo común. En las calles se escucha que el paro no es del Comité, sino del pueblo; asimismo, la Minga indígena dijo que éste no los representaba; también, en los barrios periféricos se han construido asambleas populares para definir el rumbo colectivo, entre otras cosas. En otras palabras, hay un deseo por construir una democracia verdadera, desde abajo y sin mediación.
Ante la descentralización y multiplicidad de la revuelta y frente a su prolongación, aun cuando el gobierno desmontó la reforma tributaria, no demoraron en aparecer aquellos que acusaban la falta de objetivos claros por parte del movimiento popular. Sin embargo, al paro no se le debe medir por los objetivos alcanzados, o al menos no sólo por eso, sobre todo si queremos valorar positivamente su multiplicidad y su hacedero afectivo. Juzgarlo desde los objetivos no sería más que querer encausar la multiplicidad de afectos hacia un plan claro, hacer de ellos sólo un instrumento para los fines, y así, de paso, darle fuerza a quienes lo valoran sólo por la veracidad de sus razones. En otras palabras, sería negar el cuerpo implicado. Más bien, me inclino a leerlo desde lo que ya es: un paro. Un paro en la manera dominante de ver que oblitera la violencia estatal, la desigualdad económica, la explotación laboral, el racismo estructural, la desigualdad entre sexos, las disidencias sexuales, etc. Es decir, un paro el régimen de visibilidad dominante. Y por eso mismo hace frenar prácticas automatizadas: hace un corto circuito en la productividad total de nuestras vidas y ciudades; frena el auto-aseguramiento individual y hace surgir el apoyo mutuo en las ollas comunitarias, en el cuidado de la guardia indígena hacia los manifestantes, y viceversa, en la compra directa de alimentos a los campesinos, en la creación de la primera línea, en la activación de las redes de derechos humanos, etc.; detiene también el encierro y genera en el espacio público una apertura para ya no ser mero espacio de tránsito, sino para habitarlo —solo basta ver puerto resistencia—, etc. Interrumpe, en suma, el realismo que hace ver como lo único posible lo que hay, y de ahí que el futuro ya no surja como mera replica apocalíptica del presente, sino es la prolongación del deseo por vivir mejor, es la alegría hacia él. Pues bien, el paro es ante todo experimentación que crea nuevos modos de vida, y por tanto dista de reducirse a repertorios de acción para alcanzar objetivos propuestos, o, por supuesto, de ser gestión de lo colectivo, pues interrumpir crea vida, no es mera administración.
Desde luego, con esto no sugiero la irrelevancia de los objetivos programáticos alcanzados: tumbar la reforma y al ministro de hacienda. Sin embargo, posar exclusivamente nuestra atención sobre ellos, antes que vitalizar las revueltas, las domestica, pues, primero, busca encauzar los afectos hacia algo, lo cual no permite su simple despliegue, y, segundo, hace ver que la interrupción, y toda la vida que se crea con ella, sólo sería válida por los objetivos, y por tanto merecería ser desactivada una vez estos sean alcanzados. Si se quiere, los fines programáticos, al tiempo que, si se logran, son victorias del movimiento popular, también es uno de los procedimientos estatales para capturar las revueltas, para domesticarlas. Por eso cuando cayó la reforma no parecía suficiente y las revueltas continuaron, es decir, fue la viva expresión de que ellas son irreducibles a los fines, aun cuando ellas luzcan un poco desorientadas —de ahí su potencia—.
Ahora bien, es cierto que hay una estrategia gubernamental orientada al desgaste de la movilización: aislarse para aplazar al máximo cualquier negociación seria. Podríamos asegurar que, en términos más generales, ésta es la expresión del cinismo que atraviesa las relaciones de poder contemporáneas, a saber, de un orden que, aunque se desmorona todo el tiempo, quiere prolongarse sin mayor reparo, sin mayor cuestionamiento; es Duque aislándose y esperando el desgaste de la movilización para no cambiar nada; pero también es el empresario de sí que quiere hacer de su vida productividad total, a pesar de sus permanentes desmoronamientos psíquicos. Con todo, desactivar la tristeza que impone este cinismo-desgaste, según la cual el realismo político pareciera más fuerte que nunca —no importa lo que suceda, es menester que la predatoria máquina siga funcionando—, quizás requiera menos de mejores estrategias que de cuidar lo que ha florecido en el paro. Otra vez, si reducimos las revueltas a objetivos macro-políticos, sólo veremos fracasos, pues, como nos recuerda Amador Fernández-Savater, siempre estaremos en falta respecto a ellos en tanto que la revolución nunca ha sido el cambio de un plan por otro, sino sobre todo un devenir, un crear modos de vida nuevos. Con la primera vía, entonces, siempre quedará la impresión de haber perdido, porque nunca aparece la ruptura total, el cambio voluntario desde unos objetivos de gobierno a otros, y seguiremos, de esta manera, alimentando la tristeza hacia el porvenir. Pues bien, el desgaste, si ha de llegar, habrá que leerlo no sólo como derrota, sino también como la apertura para cuidar del paro de otras maneras, es decir, cuidar de su interrupción creada —para crear otras— y de los modos de vida que posibilitó.
Llevado al extremo, el cinismo es puro fascismo: hacer perdurar el orden a pesar de todo. Y el neoliberalismo tiene mucho de eso: perdurar así haya que colonizar el universo; perdurar así una pandemia invite a parar; perdurar así mi cuerpo no soporte más; etc. O, dicho en otras palabras, el régimen neoliberal busca levantarse como el fin de la historia, y de ahí su peligro. Por eso, en última instancia —cada vez, paradójicamente, más frecuente—, requiere de la activación del poder soberano, es decir, del poder que reclama dar muerte. El cinismo de Duque para enfrentar las revueltas es la otra cara, pues, de un orden que quiere hacerse eterno y que para ello acude a su capacidad de decretar muerte. Uribe, la cabeza más visible de este soberano, no ocultó la violencia de este régimen y rápidamente instigó al asesinito de cualquiera que lo impugnara: cualquiera es un terrorista vandálico, cualquiera hace parte de la revolución molecular disipada. Y a esto habría que agregarle que la violencia activada es, sobre todo, para la protección del orden, y no tanto la base violenta de toda ley. Es, luego, la violencia de cualquiera enamorado del poder, la violencia del deseo fascista activado, es decir, la violencia de cualquiera sobre cualquiera.
Y las escenas que hemos visto sorprenden por su literalidad: hombres blancos, propietarios, higiénicos y uniformados —de blanco— disparando a indios desobedientes; hombres uniformados que ante el movimiento de mujeres hace de la violación un arma de guerra y de castigo para aquellas que se atrevieron a cuestionar el orden masculino; hombre-padre que desata su poder represor contra jóvenes que amenazan su lugar soberano —todas las ciudades se llenaron de mensajes de anti-uribismo—. Y al lado de este hombre de bien está sentado el bien pensante, también blanco y propietario, pero quizás no tan imprudente, sino más bien civilizado. Es su civilidad, precisamente, la que lo hace incapaz de discernir entre la tortura, violación, asesinato, encarcelamiento, desaparición, por un lado, y unos cuantos vidrios rotos y graffitis, por otro. Pero el problema del bien pensante no es de inteligencia, sino, como diría Foucault, de enamoramiento: inconfesadamente ama este orden. De cualquier modo, lo inquietante es que a la alegría popular que desata el nudo sobre el futuro han querido aplastarla con la tristeza no de la muerte, sino del dar muerte, lo cual no es más que, paradójicamente, la tristeza de un régimen que quiere hacerse eterno, ser el fin de la historia, es decir, que desprecia su propia muerte. Frente a ello habría que recordar una pequeña frase que nos introduce a la vida no fascista: “No imaginéis que haya que ser triste para ser militante, incluso si lo que se combate es abominable. Es el vínculo del deseo a la realidad (y no su fuga en las formas de la representación) el que posee una fuerza revolucionaria”.