por Ricardo Rogendorfer
Más allá de su presente auge en las tapas de los diarios, el papel gerencial de las agencias policiales argentinas en el negocio de las drogas constituye una tradición muy arraigada en el país. Basta recordar la escandalosa disolución en la Bonaerense del área de Narcotráfico a mediados de 1996, tras una cámara oculta de Telenoche que mostraba a uno de sus jefes –el comisario Roberto Calzolaio– en tratativas comerciales con distribuidores de cocaína en Quilmes. El caso probó que los dividendos del asunto subían hasta la máxima autoridad de la Maldita Policía, Pedro Klodczyk, y que desde su escritorio un porcentaje era desviado hacia los bolsillos de ciertos actores del poder político y judicial. Ahora, a 17 años de ello, la historia se repite o, mejor dicho, se propaga como una enorme mancha venenosa en Santa Fe y Córdoba. En la provincia gobernada por el socialista Antonio Bonfatti, el comisario general Hugo Tognoli (foto) tuvo el embarazoso mérito de haber sido el primer jefe en funciones de una fuerza de seguridad que terminó tras las rejas; la razón: su afinidad con redes de narcos y proxenetas. En la provincia gobernada por el justicialista José Manuel de la Sota, la denuncia televisiva de un soplón «arrepentido» provocó el arresto del mismísimo titular de la División de Drogas Peligrosas junto a su plana mayor, además del supuesto suicidio de un colaborador, el desplazamiento del jefe de la policía y la renuncia del ministro de Seguridad; la razón: proteger redes de traficantes y armar causas a inocentes. Un estilo de trabajo que impera en todo el territorio nacional. Lo notable es que justamente con tales agentes de la ley se pretende dar batalla al delito, en consonancia con los actuales paradigmas de lucha asumidas por los estados del continente contra las corporaciones del crimen organizado. Una sangrienta comedia de enredos, en la que Argentina configura un escenario singular. Bien vale analizar algunas diferencias.
A fines de 2010, la imagen de soldados izando la bandera verde-amarela en la cima del Complexo Do Alemao, en Río de Janeiro, dio la vuelta al mundo como un ícono de soberanía estatal sobre el territorio gobernado hasta entonces por el Comando Vermelho. Lo cierto es que el hecho en sí trajo cierta reminiscencia a lo adelantado por la Escuela de Guerra de los Estados Unidos en cuanto a cómo se desarrollarán los conflictos bélicos en el siglo XXI: «La guerra estará en las calles, en las alcantarillas, en los rascacielos y en las casas expandidas que forman las ciudades arruinadas del mundo.»
De hecho, el caso brasileño se inscribe en la estrategia que recomienda la Drugs Enforcement Administration (DEA), en su cruzada integral contra los cárteles latinoamericanos con el propósito de controlar el fabuloso flujo monetario que se desliza a través de sus arcas. Su paralelismo más remoto: las Guerras del Opio en el siglo XIX entre Inglaterra y China, a raíz de la pretensión británica de eliminar todo obstáculo que impedía el comercio de dicha pócima en el país oriental.
En occidente, el origen del crimen organizado tuvo una relación directa con la revolución industrial. Y su expansión estaría atada a la del capitalismo. Así nació en 1860 la mafia de Sicilia en coincidencia con el desembarco de Giuseppe Garibaldi en la isla y como efecto socioeconómico de la unidad italiana. La ilegalidad fue la respuesta con la que los habitantes de la región más postergada del flamante Estado cifraron su existencia frente a la industrialización del norte peninsular. Desde entonces, las organizaciones mafiosas han atravesado el mundo –y a sus sistemas económicos– como un fantasma apenas disimulado.
América Latina no ha sido una excepción. El surgimiento –a mediados de los años ’70– de los carteles colombianos, el increíble volumen de su facturación y la posterior debacle por enfrentamientos entre estructuras rivales –alentadas por la DEA– no acabó con el negocio sino que lo condujo hacia una nueva tierra de promisión: México. Los resultados están a la vista. Desde 2007, cuando, presionado por Washington, el presidente Felipe Calderón lanzó su gran ofensiva contra el narcotráfico, la ola de violencia ha causado en ese país unos 70 mil muertos. Esa es la contabilidad de tres guerras simultáneas: la de los cárteles entre sí por el control de territorios; la de los Zetas (constituidos por ex militares y ex policías), que practican secuestros y robos contra la población, y la de los militares contra los propios ciudadanos.
Por su lado, pese a las incursiones militarizadas en los arrabales cariocas, los narcos más buscados en Río de Janeiro supieron apelar al infalible recurso del soborno para escapar del cerco represivo. Al igual que sus colegas mexicanos; tal fue el caso del afamado jefe del cártel de Juárez, Amado Carrillo Fuentes, quien tuvo a sueldo nada menos que al zar antidroga del país azteca, el general del Ejército, Jesús Gutiérrez Rebollo, detenido en 1997.
Lo cierto es que esta constelación de hechos y circunstancias traza entre sus actores un denominador común: la presencia de organizaciones autárquicas; o sea: enfrentadas al Estado. Ello –como ya se ha visto– no excluye la figura del policía corrupto. Pero cuando los hay en países como Italia, México, Brasil o Colombia es porque han sido comprados por la mafia.
En Argentina es exactamente al revés: la policía compra delincuentes.