Un adelanto de “Aura latente. Estética/Ética/Política/Técnica” de Ticio Escobar, curador, crítico de arte y Secretario de Cultura durante la presidencia de Fernando Lugo en Paraguay. Un fragmento del post scríptum que abre estos ensayos junto al prólogo de Nelly Richard.
La cuestión de la temporalidad termina desembocando en los ámbitos del arte. ¿Qué sucede allí durante el lapso de la pandemia? Y de nuevo: ¿Qué habrá de suceder después? Salvando los ya citados riesgos que supone el hablar en tiempo real sin suficiente distancia y, por ende, sin perspectiva, se pueden identificar a simple vista cuatro situaciones actuales en aquellos ámbitos. La primera afecta la institucionalidad del arte, bruscamente desmantelada. Los museos, bienales, foros, ferias, instituciones académicas y galerías han parado bruscamente. Apenas cancelados todos los programas, comenzaron a emerger modalidades virtuales que intentan como pueden compensar la falta de público, de obra real, de traslado físico y de contacto personal. Aquí se abre un campo desconocido de posibilidades que podrían oscilar entre el derrumbe y la reformulación del modelo tradicional de mercado y exhibición de obra.
La segunda situación, vinculada con la anterior, tiene que ver con el acelerado aumento online de la banalización de la “gran obra”, por lo general pictórica y perteneciente a los museos de las metrópolis centrales. En la mayoría de los casos, son estas mismas instituciones las que promueven políticas de acercamiento al público masivo: programas “amigables” basados en trucos de la sociedad del espectáculo, la publicidad y el entretenimiento para despojar las creaciones de cualquier sombra de enigma que pudiera complicar su recepción fácil y divertida. Algunos artistas han asumido irónicamente este caso haciéndolo principio de obra nueva. La trivialización neokitsch del gran arte ilustrado podría manifestar tanto la progresiva desacralización de la obra maestra a cargo de estéticas alternativas como la voracidad de las industrias culturales, capaces de manipular los códigos de fetichización de los objetos para promover su mejor consumo. En ambos casos se advierten los síntomas de una pequeña muerte del arte.
Otra situación se manifiesta en el notable aumento de producción de obra durante la cuarentena. No todos los artistas se sienten motivados a crear en aislamiento, y no todos cuentan con las condiciones apropiadas para hacerlo, pero, aparentemente, un número considerable de mujeres y hombres atrapados por el largo encierro dedica parte del día a esa tarea. El ingenio, componente del arte al fin y al cabo, habilita modalidades innovadoras y nuevas formas de creación y difusión; obviamente, las redes sociales juegan un papel principal, aunque no único, en el funcionamiento de este circuito de emergencia.
Por último, corresponde atender el caso de los resortes mismos de la creación durante este presente exacerbado. Si el arte extrae sus energías y sus argumentos de las circunstancias que acerca su propio tiempo (asumido, alterado o impugnado por cada obra), es indudable que una coyuntura tan traumática como la actual no puede dejar de afectar la sensibilidad, la percepción y las representaciones de los artistas y, por ende, no puede dejar de filtrarse en el concepto, la materialidad y las formas de sus producciones. Descartado el camino del motivo directo (representación literal de barbijos, hospitales, calles vacías, rostros angustiados y cuerpos enfermos, cuando no cadáveres), vía que no conduce a la situación aquí tratada, cabe considerar cómo el desastre se manifiesta en cuanto verdad del arte contemporáneo. Cómo aparece/se sustrae en las obras para nombrar no solo el virus, sino su otro lado, el más allá de él.
El arte complejiza la experiencia de su objeto impugnando la identidad que lo encierra en contornos fijos, haciéndolo asunto de duda, confrontándolo con su propia ausencia o con su otro de sí. Promueve, de este modo, la continua extrañeza de ese objeto disipando las certidumbres que lo empañan. Para hacerlo, inventa distancias que permiten observarlo desde distintas posiciones; que permiten alejarse de él y a él volver con otra mirada. Estos procesos desidentificadores no pueden ser encarados de manera voluntarista: requieren no solo los ministerios del concepto, sino los empujes de la intuición, el olfato y la imaginación, facultades/saberes oriundos del cuerpo y las honduras subjetivas; poderes provenientes también del tiempo denso y dislocado que apremia y sustenta los ámbitos del arte. Los complicados mecanismos del quehacer artístico le impiden dar cuenta inmediata de su coyuntura y le imposibilitan hacerse cargo expeditivamente de las cuestiones que levanta la pandemia. Ante el enigma no hay respuestas, sino indicios, equívocos en general. Por eso el arte no contesta las preguntas; las reenvía a dimensiones donde resuenan de manera distinta y devienen eco de sí; multiplican de este modo sus sentidos posibles. El arte no predice el futuro, imagina sus dislocaciones y desvaríos, sus espejismos y espirales. Incuba sus simientes. Anticipa ficcionalmente el tiempo por venir, lo discute mediante los argumentos de la memoria, trata de enmendarlo desde los antojos sabios del deseo y las fundadas razones de la ilusión.
El arte no ofrece panaceas para las desventuras que acarrean las pandemias sanitarias ni soluciones para las iniquidades que imponen las pestes político-sociales: aviva la mirada ética, resiste la instrumentalización de sus imágenes y reinventa continuamente los alcances y los modos de la temporalidad. El arte alimenta reservas de significación, formas que podrán permanecer en estado latente hasta que encuentren su sazón en momentos favorables. Fomentar embriones de futuro es su compromiso con el tiempo venidero: de cara a él, el arte permite avistar salidas potenciales allí donde solo aparece un camino obturado por virus y desigualdades fatales.