Mujeres huecas // Natalia Caprini

Toro posa su mano pesada, dulce y un poco bestial. Abarca el coxis, el culo todo y, con los últimos filetes de lo dedos, la concha y el clítoris. Afortunadamente se abstiene de querer dar vueltas a buenas y primeras con mi clítoris, como si fuese la manivela de uno de esos fonógrafos viejos, como el que usaba mi abuela para escuchar el tropicana -¿qué soñaría mi abuela cuando bailaba con sus pasitos cortos, mirando al cielo y escuchando el tropicana?¿recrearía con imágenes viejas, las calles de piedra de su pueblo en Calabria, la iglesia, la fiesta en la calle?¿O se creería en una película tipo Carmen Miranda, o Rita Haywort, con un galán de traje claro de lino, y bigotito finito?-. Toro espera, la mano pesada y como dormida empieza lentamente a presionar parejo, al mismo tiempo el coxis, el culo, la concha y el clítoris, despacio (parece que hoy se le desconectó ese cable de 220 que siempre tiene enchufado en el orto) y cuando empiezan a ablandarse mis carnes y a hincharse como si fueran una esponja, descubro lo dura que estaba, lo duro que aún sigue estando todo el resto del cuerpo: los músculos que están a cada lado de la columna -esos que son como dos lomitos- las axilas , la lengua, todo duro, como de piedra. Todo eso pienso en un flash, un pantallazo de imágenes que parecen durar mucho pero que seguramente no duran casi nada; y pegado a eso me aparecen imágenes de la cuadra donde vivía con mis viejos cuando era chica, en la calle Aráoz, pero la Aráoz de antes, con calles de empedrado y colores sepia; y aún más, tengo tiempo de pensar que siempre cuando empiezo a calentarme, cuando comienza a ponerse en marcha esa increíble maquinaria de la calentura (como si se encendiesen las calderas de esos barcos que andaban a carbón, con tipos oscuros y musculosos, y autómatas y subterráneos, con los cuerpos naranjas del fuego, echándole leña a la cosa), siempre me viene esa misma imagen de la calle Araoz, siempre del mismo sepia, y siempre sin porqué. Y las imágenes se esfuman porque mi atención es atraída por mi cadera, que en algún momento empezó a moverse, y algo en mí se alegra de que mi cadera se haya librado de la piedra y haya empezado su baile loco. En una inhalación me empujo con las manos y todo mi cuerpo avanza hacia atrás, como si mi culo fuese la proa de un barco que presiona la mano de Toro, que está a punto de excitarse como un loco y apresurar así el estofado, pero logra rescatarse a fuerza de una voluntad de monje de  clausura. Sigue presionando y despresionando haciendo un movimiento como de vivorita que aplasta con el talón de la palma el coxis, con la palma el culo, con los dedos los labios y con las puntas de los dedos el clítoris. Advierto que ese bailecito magistral ocurre al son de una música, la música exacta, como si el movimiento de la cadera y la mano fuesen la partitura que la orquesta va siguiendo e interpretando. Descubro después de un rato bastante eterno que esa música es mi respiración y la de Toro, que se acerca con su boca y con sus dientes y me muerde la nuca, hijo de puta, siento con el hueso del cráneo el filo de sus dientes y todo lo que venía siendo un ensueño de color naranja y un poco color caramelo y que tenía algo de cueva y de fuego y de pintura rupestre estalla por el aire, como si hubiesen puesto una bomba en la cueva y el techo y la montaña hubieran salido volando y Toro y yo también, y la luz del sol, por el contraste, nos hubiera enceguecido en ese vuelo que tiene algo de caída, o de promesa de caída. Luz, viento y movimiento acaparan mi atención, como si fuéramos a toda velocidad en el techo de un tren que va por la pampa, o por un desierto, o una estepa. Y la mordida me sacude como un rayo que me recorre desde el centro de la vulva,  subiendo  por la médula espinal, por adentro de la columna, en una onda, una ola que me estremece como a un gato. Y hay algo de cortocircuito, de saturación, de convulsión; ese pulso que me hinchaba la concha, ese bailecito autómata y redondo se extiende hacia arriba y me toma el cuello y los hombros, me afloja la mandíbula, me hincha un poco el labio inferior, me hace caer un poco de agua desde la boca y pienso por un instante en el cosito ese para morder durante la noche, el mordillo infame del bruxismo, símbolo inequívoco de la claudicación, de la aceptación de que la vida es una locura y de que dormir con las muelas apretadas es la respuesta más lógica y más ecológica a esa locura. Pienso eso, o una forma protoprimaria de eso; siento que se me afloja la mandíbula y que ese gesto, esa distensión, la boca que se abre, la lengua que se pone más gorda dentro de la boca sucede al mismo tiempo que una contracción en la concha, pero en la concha profunda: es el útero el que comienza esa contracción que llega hasta la concha, desde adentro.
Y  descubro que otra vez estoy adentro, en la cueva, con la luz del fuego, cambiante y llena de oscuros. La cueva y las sombras se mueven al compás de la respiración, pero la cueva es más grande que antes y tiene en las paredes el dibujo de las manos, como en las grutas del sur, y es al mismo tiempo el interior de un perro, no sé como, pero estamos adentro de un perro que respira como sibilando y que talvez está corriendo jadeante por una selva.
Y cuando todas esas imágenes llegan a un punto de saturación que las hace empezar a vibrar, el hijo de puta de Toro me empieza a chupar la concha: estoy en cuatro patas, o algo parecido y el loco se manda por abajo de mí como si fuera un mecánico que va a revisar el cárter del auto,  el cigüeñal, o como quiera que se llame y saca la lengua y la deja quietita, nada de nada, y mi clítoris que sube y baja empieza a crecer como las gotas de lluvia en el vidrio del baño cuando llueve desde la avenida…
La excitación aumenta y me da por decir palabras soeces. Empiezo bien bajito a decir “pija”, “pija”, deteniéndome en cada consonante, en la “p”, en la “j”, y cada letra desencadena una pequeña serie de explosiones en mi concha, y la onda expansiva me recorre, y todas las durezas de mi cuerpo van cediendo y sumándose al bailecito loco. Y como si estuviéramos dentro de una coreografía, sin decirnos nada, desarmamos la extraña figura que terminamos formando y me acuesto boca arriba, tiro la cabeza hacia atrás, abro las piernas y le ofrezco a Toro mi concha refulgente. Estoy lista. Todo mi cuerpo es un pulso que espera, con todas las membranas hinchadas: la concha, el culo, las tetas, la lengua, todo hinchado y pulsante.
Toro me mete la pija; todo este jueguito previo lo dejo en el borde de lo humano y si alguien le hubiera preguntado en ese momento cualquier cosa, seguramente habría mirado al infinito, como un mono perdido, y no habría podido responder. Está re-caliente y tiene la pija dura, muy dura y muy hinchada. Entra en mi concha y tengo la imagen de un cuchillo al rojo vivo que  atraviesa lentamente un enorme pan de manteca que se derrite y se pierde en la nada. Nos trenzamos en una danza frenética, en un galope alocado donde ya no hay imágenes, y no hay palabras, hay solamente un pulso que va tomando nuestros pensamientos y nuestros limites y nuestros nombres y los transforma en calor y en vacío. Soy un pulso, soy solamente pulso.
Acabamos como panteras en medio de gritos que no parecen de placer, sino de desesperación, de perpleja desesperación.
Vibro por todas partes.
Soy hueca.
Soy un hueco que pulsa.
Y aunque sé que esa es mi sensación, producto del garche espectacular que acabo de tener, se me aparece como universal, como si el cosmos todo fuese un hueco que pulsa. Y aún dentro de ese pulso existe, persiste un filo de mi conciencia, que siente que en ese estado estoy cerca de la verdad, de la gran verdad, y sabe también que ese estado es efímero, una nada que ya se esta desvaneciendo, y esa parte mía se aferra, lucha, no quiere salir de allí, del pulso universal, la verdad de las verdades, pero sabe, porque ya lo está sintiendo, que el estado empieza lentamente a evaporarse como la niebla matinal cuando sale el sol, y sé -me da una bronca inconmensurable pero sé- que en un rato me va a tomar la pelotudez, y que voy a ver por la tele el gran escándalo de lady Gaga, que mostró, oh horror, una teta en la entrega de los grammy, y seguro que después, caminando por la calle, me miro en el reflejo de una vidriera y pienso “estoy re gorda” y allí la pelotudez, irrevocable, hará presa de mi, y me llevará, pelotuda de pelotudas, a rodar por el mundo.

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