1- Lo que llaman “espoiler” pasa por un descuido, incluso una afrenta (algunos lo punirían), que como fenómeno cultural es parte de la televisión pero, sobre todo, de un tipo de temporalidad: el tiempo celularizado. El tiempo conectivo, donde la comunicación acontece -casi que la cosa pasa– cuando el usuario elije. Y se puede detener, eternizar en bucle, acelerar en 1.25, etcétera. Su origen acaso esté en las grabadoras vhs. El rechazo al “spoiler” busca sustraer una línea informacional de la dinámica general de tiempo desbordado; quiere cuidar el misterio de algo que sabe que ya se sabe. ¿Pero qué clase de obra pierde sentido por enterarte de algo que en ella acontece? Aunque quizá no sean tanto las obras, las “arruinables”; quizá la ruina es de un modo de mirar. Una mirada arruinada; estás arruinada, che mirada…
“Hacerle creer al espectador que una película es el argumento es atontarlo -dice Lucrecia Martel-. Es quitarle posibilidad expresiva a la imagen. Es… tener que aprender a usar mejor las cámaras, aprender a usar mejor las luces. Correrte del argumento te obliga a usar todo mejor. Porque la industria, más allá de sus malas intenciones ideológicas, es vaga. Es una industria de vagos”. Aprender a usar mejor: que las herramientas sean usadas estén subordinadas a la mano de un deseo, una búsqueda, un presentimiento. Si no, tenemos la autopista del consumo, con la estética estandarizada de las herramientas y sus automatismos. Prima allí la estética del dispositivo. Su tonalidad, su registro, su patrón. Inventar cómo y qué hacer con la herramienta es -también- la obra.
2- Una obra espoileable es una obra reducida a información. Ya enterados, disuelta queda la tensión deseante. La data deserotiza; suple la experiencia. Si ya estamos enterados, entonces lo que venga no informará; la cosa perdió su relieve. Alisada en el reduccionismo informacional, esta reunión podría ser un mail. ¿Existe algo insustituible de la experiencia, irreductible a información? Existe mirar un mirar que es meterse en; meterse en una película, por caso. Y de paso, la pantalla recupera una cualidad tridimensional, corpórea -en el sentido de que no es información que se recibe, sino realidad sensible que se presencia. Películas, historias, libros, son ambientes. Instancias habitables, donde se instauran modos de percibir, de sentir, de pensar. No pierden sentido aunque sepas el final; cosa mata dato, matadato. Meterse en una obra es viajar y no pierde todo sentido un viaje porque te anticipen lo que verás.
3- Pero quizá el viaje es una potencia subjetiva que puede, también, desmontarse. El viaje como capacidad de reambientación. Potencia de re-crearse. Aunque somos una especie migrante, también somo especie plástica (de plastilina), y bien puede haber subjetividades fijas, in-viajables. Un chabón inviajable… Atenciones encadenadas, verbigracia, en el régimen móvil, celular, conectivo. Pocas fijaciones lograron la eficacia que ostenta la móvil, celular, conectiva. Donde vaya el cuerpo, los ojos verán pantalla. La variación de lo visible es infinita -nada no ofrece la pantalla-, bajo un modo único de mirar. Ir a Madagascar para tener los ojos boleados (de boleadoras) por el celular. Bien por estar a cada rato mirándolo o bien por mirar cosas malgachas (gentilicio de Madagascar!) cosas con ojos de patalla… Esta minimización de la facultad de viajar, de experimentar variaciones cualitativas en los modos de sentir, la capacidad de extrañarse, haga síntoma, acaso, en el supremo culto al turismo como ideal. Búsqueda de descomprimir el quemante continuo conectivo -clave del modo de producción de la Actualidad-, se ofrecen imágenes de viajes, cada cual lo más lejos posible, para que quede bien, bien claro que sí somos viajeros.
4- Para el sensorio siempre atado a la Actualidad, claro, el espoiler es tremendo: le mata ese poquito de vida donde, aún, no sabe, ese, al menos, eructo con regusto a viaje; ese restito de agujero, de indeterminación. De suspenso en el sentido de que se suspende la codificación automática. Ese poquito de no saber es programado en el continuo de series.
¿Qué son las series, de qué subjetividad son agencia? Continuo serial (paradojal); tecnología de proyección temporal; en la domesticidad del capitalismo conectivo. Las series ofrecen un orden de tiempo segmentado. Una referencia temporal ante el caos dispersante de la sautración. Hay vidas -de pareja por ejemplo- que arman temporalidad con las series. También hay macro dosis donde se mira series durante horas, atracones con que el capitalismo conectivo ofrece -su- descanso al sujeto quemado por su continuo.
Un jefe de la plataforma más famosa dijo una vez que no competían con otras de su tipo sino con la almohada. Declaración de guerra contra el descanso (y la gesta onírica); o, más bien, confesión de un crimen; en fin. Y sin embargo compiten, también, las series, contra la distracción permanente. Contra el chequeo constante de la Actualidad. Ya cuarenta frenéticos minutos pueden ser algo demasiado lento, así que en el medio mientras tanto se miran otras cosas, la atención se va… La atención se va, tironeada por infinitos fantasmas de la Realidad, en un estado de tensión permanente.
5- Estado de tensión permanente: sujeto estresado y asustado. Capitalismo apocalíptico (Rita Segato). Informacionalización de las cosas: sujeto alisado. Todo el tiempo puede advenir novedad -tensión-, pero bajo la textura sensible del dato. Nada extraña, todo es probable; la actualidad puede shockear, no extrañar.
El sujeto conectivo, el sujeto del reduccionismo informacional, ya sabe, todo lo siente como ya sabiéndolo, como obvio (¡incluso lo que no puede creerse, lo que “cómo puede ser”!); y de allí, también, su tristeza. Ya sabe, el mundo viene ya hecho, fatal, cerrado en sus relaciones de poder. Todo es posible dentro del juego actual. Todo a una caricia pantallil. Digital infinito calculable, nada cambiará sensiblemente, nada cambiará el modo de sentir, la sensibilidad. La Realidad no guarda asombros en el nihilismo mercantil. Una Realidad sin sombra.
Encandila, más bien, el realismo capitalista, con su ilimitada especulación de luz. Acaso sea preciso un realismo asombrado. Un realismo asombrado capaz de ver más acá y más allá de lo obvio. Capaz de no-saber y querer; capaz de des-entender algunas cosas naturalizadas pero a simple vista insólitas, como el abismo de la desigualdad, o policías militarizados pegándole a ancianos -o a cualquiera-, por poner al azar algunos ejemplos de que cualquier cosa es admitible cuando lo real se vive sin hacer de ello experiencia (solo vivencia, consumo, cumplimento). Lo posible es lo técnicamente posible, cualquier cosa es igual a cualquier otra en tanto información. Necesitamos, quizá, un realismo asombrado, inocente, al que no le importe tanto el final como el durante.
6- Quizá este sea uno de los motivos por el que el año pasado causó tanto afecto Perfect Days, de Wenders, una película sobre las sombras (tributaria del clásico de Tanizaki, Elogio de la sombra, homónimo, por cierto, al poema excelso de Borges). Ofrecía un rato de reconciliación amante con las sombras, que son, en la sociedad conectiva, un accidente indeseado. El protagonista, vale la coloquialidad por la paradoja, flashea con las sombras. Con un tipo que tiene un cáncer terminal, juegan a la mancha con sus sombras, diciendo “tú la traes”, la mancha, la muerte, la sombra.
El cine, el cinematógrafo, era, es, un espacio donde la sombra es la clave; la sombra instaura la magia del cine. La sala en sombras, pero, también, la sombra como causa de la formación de imágenes en la pantalla; lo que vemos es luz, pero que se anima por sus interrupciones y matices. En ese claroscuro, el cine logra su potencia acontecimental afectiva. No encandila: el proyector no apunta a la cara. Eso lo hizo, recién, la tele: acaso el primer artefacto de la historia que emite luz no para iluminar otra cosa, sino para iluminar a los ojos sin mediación. Hasta entonces, los artefactos que emitían luz visibilizaban cosas; veíamos cosas mediante la luz, y la luz mediante cosas. A partir de la tele, la luz busca inmediatamente los ojos, y ella misma representa cosas.
Pero la luz no conviene mirarla de frente. De allí el gesto de techito con la mano sobre las cejas, como alerón de la frente. El ceño se comprime para apretujarse y rodear los ojos de más piel cubriéndolos de los rayos directos del sol (o la fuente lumínica que sea). Vemos gracias a la luz; vemos cosas por la luz que las ilumina. A muchos animales se los captura iluminándoles los ojos; la luz directa obnubila, atrae, petrifica. Así domina el capitalismo conectivo; así opera la sujeción celular: (re)presentando el mundo sin sombras, y saturando las pupilas de luz. Con el esfínter del alma dilatado hasta la distensión, sin matices, despojado de su capacidad de asombro, el ojo percibe todo como lo muestran las pantallas, es decir, cosas fugaces -ya yéndose- e inmediatamente inteligibles. Obvias. La enorme multiplicidad del mundo, aplanada en un regimen de identificación automática.
Al fuego lo miramos hace seguramente cientos de miles de años. El fogón, el hogar, la vela: eso sí miramos directo. Misterio eterno, símbolo del calor y del encuentro, el fuego humano es un atractor de mirada (las llamas que llaman…). Pero contrariamente a la pantalla donde todo es sabido, el fuego es un agujero en lo obvio: no sabemos qué es, qué significa, de qué está hecho. Fuego: otredad. Forma asombrosa de la luz. Ilumina sin disolver la sombra. Como el cine, requiere, incluso, de la sombra, para expresar su especificidad. La sombra, lo oscuro, es inherente a la existencia.
7- Hace pocos años Argentina salió campeón del mundo (es un eufemismo pero se entiende) y, durante algunos días millones y millones de personas convivimos festivamente en las calles del país. Salió a la luz una capacidad de alegría y convivencia que contrastó, flagrante, con la normalidad callejera cotidiana de conflicto, odios, recelos, envidias, resentimientos, miedos y demás, donde “cada cual tiene su vida” (verdad liberal) y, ergo, los demás son o recurso o escollo o competencia. Apareció un lado B oculto de hermandad, bajo el lado A de hastío. Una especie de inversión del doctor Jeckyll y el señor Hyde. Es que el sueño de la razón produce monstruos y la negación de las sombras también: así, bajo imperio de lo obvio y con una mirada extenuada por una luz obnubilante, el cuerpo social terminó organizando un alivio empoderando la oscuridad como forma de gobierno. Javier Milei se presentó como un personaje de terror. Tuvo la deferencia de espoilear, no ocultó que venía a traer dolor. Y fue un sinceramiento, una admisión de la obviedad: el dolor. Ya en pandemia se había asumido el dolor, y en el Mundial, los ídolos repetían que “somos argentinos, tenemos que sufrir”. Ya los cuerpos sabían que el dolor era la verdad sensible bajo las luces obnubilantes. Luminosa tautología de las fuerzas del cielo: capitalismo puro, desigualdad, crueldad como modo de producción. A cielo abierto, sabido. No espoileable. Para eso están las series.
Pero la figura de los hinchas de fútbol tuvo este año otra deriva; fue un sujeto politizado: hinchas apoyando a los jubilados. Eso no se sabía. Era algo en un pliegue, invisible a lo obvio, que los hinchas de fútbol podían poner su cultura como fuerza de ánimo presente contra la violencia oscurantista -sombras vueltas obvias- de las fuerzas del cielo. Eso generó asombro: no sabíamos que podíamos, no se sabía que eso era posible. Por eso -por traer una fuerza nueva- fue reprimido monstruosamente. Se le tiró el saber dado de lo obvio -quién manda-, para que no se desarrolle una historia que nadie sabe a dónde puede ir. El asombro no es el espanto, no es la indignación ni el estupor ni la perplejidad, tampoco es esotérico; es un realismo que descree que la única verdad sea la actual obviedad, que corre el ojo de las luces que representan y enceguecen, y mira acá, al costado, a la tierra, porque lo extraordinario -lo que interrumpe el orden- no está en objetos determinados objetos, ni se trata tanto de cosas oscuras o sombrías, sino que aparece como efecto de como de modos de mirar.
- Vía Revista Urbe