por Simone Borghi
(Traducción: Fernando Venturi)
A continuación intentaré ampliar dentro de ciertos límites los argumentos expuestos en la “Introducción” de La casa y el cosmos y resumir las temáticas principales del libro.
Comencemos con un ejemplo muy simple: imaginemos que nos encontramos en un tren que se conduce a una velocidad no muy alta. Si miramos fuera de la ventana podremos distinguir o reconocer fácilmente, incluso distraídos, varios objetos junto a las vías del tren, o bien en el horizonte. Por ejemplo, una árbol, luego otro, distinguiremos la hierba, luego una casa, un animal pequeño, otro más grande, y así sucesivamente. ¿Pero qué sucedería si nos encontráramos en un tren a alta velocidad? Supongamos que viaja a una velocidad muy elevada, en un cierto punto los contornos de los objetos mencionados se disuelven, desaparecen. A partir de ese momento quizá nos aburramos de mirar fuera de la ventana, pues nos parecerá que no hay nada que ver, y tal vez comencemos a leer o hablar con alguien. Pero si nos esforzamos un poco o bien si algo llama nuestra atención, y continuamos mirando fuera de la ventana, nos daremos cuenta en cambio de que sí hay algo por ver. Quizá incluso seamos arrastrados afuera por las líneas en continuo movimiento, líneas con trayectorias y esfumados de diferentes colores, entrecruzadas unas con otras, cada una con su propia velocidad y su propio carácter. En este punto tal vez entreveamos la posibilidad de una nueva percepción. Algo así como pasar de una pintura figurativa a una de Kandinsky. Una nueva percepción hecha posible solamente forzando nuestros ojos a mirar más allá de aquello a lo que están habituados a ver o reconocer.
Hagamos otro ejemplo similar pero concerniente a nuestros oídos y a la música. Si escuchamos música basada en frecuencias prefijadas del sistema armónico tradicional, será sencillo, en líneas generales, reconocer o recordar una melodía. Dependerá obviamente de cada caso pero nuestro oído no deberá en general hacer un gran esfuerzo para oír o memorizar lo que oye. Entonces asociamos fácilmente, por ejemplo, una melodía a un lugar, a una persona o a un período de nuestra vida, y esto no sería posible si no hubiésemos logrado identificarla anteriormente como entidad. Como sabemos, el sistema armónico occidental ciertamente ha perdido en buena medida su importancia, aunque todavía sigue siendo utilizado en diversos casos. Los músicos comenzaron a considerar el sonido en sí mismo y ya no solo como frecuencia, destruyendo de ese modo aquella división neta, creada en el curso de los siglos, entre los sonidos “buenos” para hacer música y aquello que era considerado rumor. En efecto, desde el inicio del siglo veinte se ha comenzado a hacer música con cualquier objeto capaz sencillamente de producir un sonido. Ahora bien, oír música que no hace referencia al sistema de frecuencias o de intervalos establecido en el sistema armónico, una música sin melodías bien definidas o con melodías construidas sobre frecuencias inusuales, requiere por cierto de nuestro oído un mayor esfuerzo. Pero al igual que en el caso del ojo, es precisamente dicha exigencia del órgano auditivo la que nos permitió descubrir un nuevo tipo de escucha. Un nuevo campo perceptivo musical donde la distinción entre sonidos adecuados para hacer música y aquello que era llamado rumor ha perdido sentido y donde ya no existe forzosamente la necesidad de la presencia de melodías o armonías.
He querido dar estos dos ejemplos sobre el ojo y el oído porque lo dicho sobre estos órganos también puede ser aplicado al pensamiento. El pensamiento, al igual que el ojo y el oído, a menudo se bloquea sobre ciertos puntos, conceptos, procesos, sistemas, etc… que hacen, por así decir, la vida más fácil. Pero también hemos hablado de la posibilidad para el ojo y el oído de ser forzados a salir fuera del campo visual y sonoro habituales, y es esto precisamente lo que han hecho Deleuze y Guattari con el pensamiento. Forzar el pensamiento a moverse fuera del sistema de conceptos que se ha conformado y afirmado con mayor o menor fuerza; forzarlo a “pensar lo impensable”, como decían los dos filósofos franceses, que en música equivaldría a “oír lo inaudible”. Pero oír lo inaudible no significa simplemente hacer sonar sonidos que no pertenecen a nuestro campo sonoro habitual, establecidos para garantizar el funcionamiento del sistema armónico occidental. Y al igual que con la música, pensar lo impensable no significa pensar simplemente fuera de los conceptos que estamos acostumbrados a utilizar.
Se trata más bien de volver sensible un plano inaudible e impensable que atraviesa la música y la filosofía desde siempre, pero que se ha vuelto más “palpable” durante el siglo veinte. Inaudible o impensable es aquello que crea o pasa a través de todos los conceptos usados por el filósofo, como así también a través de los sonidos usados por el músico. Como sabemos (y como recuerdo en la “Introducción”), Paul Klee afirmaba que el arte en lugar de reproducir lo visible debe hacer visible. En su libro sobre el arte moderno[1] ofrece el siguiente ejemplo: si escribimos la palabra vino sobre un papel, la hoja y la tinta son materiales que sirven para fijar en nosotros por determinada cantidad de tiempo la idea de vino. Con afirmaciones del tipo “oír lo inaudible” o “pensar lo impensable”, Deleuze y Guattari querían decir exactamente lo mismo, pero en lugar de tinta u hojas podemos obviamente emplear sonidos o pensamientos; y sobre todo en lugar de ideas, como la de vino, lo que debe volverse sensible, audible o pensable son cosas más vagas y difíciles de atrapar, es decir fuerzas o movimientos de una naturaleza extraña.
Fuerzas o movimientos abstractos no separados de la realidad sino al contrario en completo contacto con la materia. Por este motivo no pueden ser denominados abstractos según el significado común del término, sino más bien abstractos y reales al mismo tiempo. Son movimientos y fuerzas que atraviesan el mundo entero en todo momento, pasan a través de todas las formas vivientes, las crean, las modifican y las destruyen. Fuerzas y movimientos del plano de inmanencia que atraviesan cualquier forma en general, entendiendo por forma todo objeto inteligible, ya sea abstracto o concreto. Pasan a través de los conceptos al igual que a través de mi cuerpo físico, del mundo animal o de los muros de mi casa, en grados diferentes. Debe quedar claro que ninguna entidad se encuentra totalmente cerrada en sí misma y que nacen siempre en conexión con al menos alguna otra. Toda forma tiene al menos una pequeña fisura por la cual estas fuerzas pueden pasar, reforzando su estructura o bien modificándola, a veces haciéndole ganar nuevas conexiones y otras destruyéndola. A veces quizá la fisura es casi imperceptible, solo “en los bordes” como dicen Deleuze y Guattari respecto a los milieux (medios). Estos, en efecto, son estructuras fuertemente codificadas que contienen en sí mismas un potencial de descodificación, de expresividad, que puede, por ejemplo, dar vida a un territorio. Hablo de “fisuras”, de agujeros por donde pasarían dichas fuerzas, pero esto es solo una forma de hablar: dichas fuerzas no son por cierto una entidad propiamente física con la posibilidad de pasar “por alguna parte”.
Fuerzas del plano de inmanencia, algunas veces también llamado por Deleuze y Guattari plano de consistencia o caos. Pero este último no en el sentido que habitualmente le atribuimos a dicha palabra: este caos no es “la noche oscura donde todos los gatos son pardos”, no es simplemente algo caótico y casual, y sobre todo no es una situación superada de una vez por todas en el mundo de las formas. Nacemos y vivimos en medio de las formas, somos estructurados por miles de puntos de vista; y esto seguramente es algo bueno: si puedo hablar, caminar, hacer música, es gracias a las formas. Mi cuerpo, por ejemplo, es una estructura con diversas partes complejas, y sin su organización sencillamente estaría muerto. Obviamente también existen estructuras de otra naturaleza como la familia, el estado, la escuela, etc… O bien estructuras que podemos llamar mentales. Pero ninguna de estas formas es eterna y ninguna de ellas ha superado definitivamente una situación anterior que se supone completamente casual y sin sentido. Hay formas en el mundo que parecen eternas solamente por causa de su fuerte rigidez estructural, pero esto es solo una apariencia de eternidad. El caos no es algo finito, vivimos dentro y sus fuerzas permean todas las formas en todo momento. Por lo tanto, el plano de inmanencia o caos de Deleuze y Guattari, no hace ninguna distinción entre natural y artificial, y, con sus movimientos abstractos y reales al mismo tiempo, no deja nunca de reforzar, destruir o modificar en diferentes grados las estructuras ya existentes.
He dicho que las categorías o esencias no existen en la filosofía de Deleuze y Guattari, por ejemplo, las de hombre y animal. En otras palabras, las categorías o las esencias existen, en general, como conceptos inventados para distinguir, por ejemplo, aquello que puede ser llamado hombre de aquello que en cambio debe ser llamado animal. O bien para reconocer en el hombre la parte etiquetada como animal. Pero los hombres o los animales no son tales en base a sus esencias, ni siquiera se encuentran separados unos de otros. Las categorías o las esencias son conceptos que contienen el peligro de hacernos creer en un mundo diferente de aquel en el que vivimos: lejano, puro, trascendente y hecho de estructuras y arquitecturas que darían una forma y un sentido a aquello en donde vivimos. Podremos decir quizá que son conceptos abstractos en el sentido negativo del término, según los dos filósofos franceses no lo suficientemente abstractos o bien no abstractos y reales al mismo tiempo. Los clásicos conceptos de categoría y esencia presuponen siempre de algún modo que este mundo está hecho de materia bruta sin sentido y sin valor, y que solamente una vez aplicada una forma a dicha materia bruta podremos decir que algo es para nosotros reconocible o interesante y no simplemente casual. Si creemos en las esencias, un animal es un animal gracias a la esencia que imprime en él su forma; antes no era nada, justamente, solo materia bruta. Este modo de pensar, en términos de forma y materia bruta, ha sido muy influyente en el mundo occidental en el curso de los siglos. Una materia sin valor y una forma que le confiere no solo un contorno sino también un sentido.
En la filosofía de Deleuze y Guattari en lugar de forma y materia bruta debemos más bien hablar de una única materia “casi fluida” para todas las entidades, tanto las abstractas como las concretas. No una materia bruta e insignificante sino al contrario una materia que contiene en sí un determinado valor o una determinada energía. Y no debe recurrir a estructuras o arquetipos que luego, se supone, le darán una forma, pues ella ya contiene en sí las fuerzas para crear conglomerados de materia que poseen en mayor o menor medida una rigidez estructural específica, como así también sus propias posibilidades expresivas. Por expresividad entiendo, dicho brevemente, cualquier derrame por fuera de una estructura o de un código, aquello que pasa a través de las mallas de una formalización. De cualquier modo, en la filosofía de los dos franceses no deberíamos siquiera usar términos como hombre, animal o planta. Estos términos refieren a categorías trascendentes y a divisiones más o menos netas entre hombre y animal o entre lo natural y lo artificial.
Como señalo en la “Introducción” de La casa y el cosmos deberíamos hablar en términos de milieux (medios), territorios, agenciamientos y planos cósmicos, los cuales indican conglomerados de materia que nunca están completamente cerrados en sí mismos y que contienen estructuras no impuestas desde el exterior. Estos cuatro tipos de conglomerados son las formas de vida que pueblan el mundo en la filosofía de Deleuze y Guattari. Estos conceptos nos dan la posibilidad de recortar lo real de un modo diferente al que estamos acostumbrados. Son conceptos creados para ayudarnos a captar los tipos de movimientos antes mencionados. Es decir, conceptos creados para volver pensables las fuerzas y los movimientos abstractos y reales que normalmente no lo son. La cuestión no es encontrar conceptos más verdaderos que otros sino más bien crear conceptos que nos permitan pensar las fuerzas impensables que atraviesan todas las formas vivientes. La famosa fórmula que define los conceptos como “herramientas del pensamiento” nos lleva entonces a preguntarnos: ¿funcionan?, ¿nos dan la posibilidad de pensar o de sentir los movimientos que no logramos captar normalmente?
Pues bien, cuatro conceptos que recortan lo real: milieu (medio), territorio, agenciamiento y cosmos. El primero es el concepto de Umwelt [mundo circundante] tomado en préstamo de von Uexküll, que en italiano se traduce con el término “ambiente”. Podemos hablar legítimamente de milieu desde la más pequeña célula existente, o mejor, desde cualquier cosa que en el mundo pueda señalar una división entre interior y exterior, hasta para los animales sin territorio. Los animales en tanto milieu son una estructura de vida fuertemente codificada, hecha de señales y de órganos aptos para recibirlas, así como de órganos aptos para producir nuevas señales para otros milieux a menudo completamente desconocidos. Funcionan un poco como las funciones matemáticas: “ante el arribo de X efectuar Y”. La garrapata, por ejemplo, sabe siempre exactamente qué hacer, por supuesto que los malos funcionamientos están previstos, pero la garrapata difícilmente tendrá dudas sobre cómo actuar en el momento en que sienta el olor de un mamífero. Y puede esperar no días sino incluso por años la llegada de aquella señal. Por esto Deleuze se ha interesado mucho en Uexküll, porque en lugar de concentrar sus investigaciones sobre el cuerpo del animal en el sentido restringido del término, como parecería lógico, ha buscado los signos hacia los cuales el animal, en tanto cuerpo, demuestra alguna sensibilidad.
Para conocer un animal debemos conocer “la lista de sus afectos” decía Deleuze. Estos afectos caracterizan al individuo todavía más que aquello que llamamos su “especie” o “categoría”. En una entrevista de 1977[2]afirma que hay por ejemplo más diferencia entre un caballo de carrera y uno de carga, que entre este último y una vaca. La lista de los afectos del caballo de carga es mucho más parecida a la de la vaca, y por esto podemos decir que está más cerca de esta última que de su compañero de especie (para ser precisos el caballo y la vaca no son milieux sino más bien agenciamientos, pero lo dicho vale tanto para unos como para otros).
Con relación al territorio, no debemos pensar que es solo un espacio geográfico dentro del cual un sujeto puede moverse como sobre un fondo de cartón. El territorio es un conglomerado de materia viviente, una dimensión de la cual aquello que normalmente identificamos como sujeto forma parte con sus órganos y sus percepciones. Este es el primer paso para entender el concepto de territorio: no verlo como un simple espacio geográfico que sirve solo de fondo para un sujeto que se mueve sobre él. El segundo paso es más abstracto: debemos pensar el territorio como toda cosa que liga aquello que normalmente llamamos un sujeto a un objeto cualquiera dándole una cierta estabilidad o, más en general, la sensación de sentirse “en casa”. Se puede crear un territorio con todo tipo de objeto y hay territorios más o menos evidentes. Cada uno de nosotros tiene muchos territorios, a veces conocidos, a veces desconocidos, y podemos ser territorializados sobre un libro, un sistema de pensamiento, una melodía o una bicicleta, como en el caso del personaje de la novela Molloy de Beckett.
El agenciamiento es un concepto importante que engloba en sí todas las características típicas del territorio, incluso sus movimientos típicos, para trasponerlos al interior del campo de lo real, en el mundo animal o en el humano. Se puede hablar de agenciamientos amorosos, agenciamientos estatales, agenciamientos familiares, etc. Por esto Deleuze y Guattari dicen que el territorio puede ser llamado el primer agenciamiento, el agenciamiento de base. Milieux, territorios y agenciamientos, están siempre mezclados unos con otros, puede decirse que el mundo está hecho de millones de milieux y de agenciamientos, estos últimos creados precisamente a partir de los primeros. En la misma entrevista mencionada aquí arriba, Deleuze afirma que la unidad real mínima del mundo no es la palabra, la idea o el concepto sino más bien el agenciamiento. Para ser precisos podemos decir que la unidad real mínima es el milieu.
En el caso de los milieux se puede hablar de codificación y descodificación, en el caso de los territorios o de los agenciamientos de territorialización y des/reterritorialización. En el caso de los planos cósmicos podemos en cambio hablar de desterritorialización absoluta. Estos movimientos llevan nuestra atención hacia la apertura y el cierre de las formas de vida, si bien estas últimas nunca están ni completamente cerradas, ni completamente dispersas, lo que significaría la muerte. Los grados de apertura o de cierre que provocan dichos movimientos, indican en qué medida una forma de vida es arrastrada aquí o allá para encontrar nuevos órdenes, nuevas estructuras o conexiones que le permitan sostener su propia vida. O bien, en otras palabras y desde otro punto de vista, qué cercanía con el caos y con los movimientos presentes en el caos puede soportar.
Los planos cósmicos pueden ser entendidos a partir de esta última consideración. No son para nada algo lejano o concerniente a una teoría cósmica cualquiera. Ellos son agenciamientos que han alcanzado una apertura máxima, al interior de los cuales la tendencia a estructurar, ya sea para sentirse a gusto o para dar un orden significante al material, no es abolida sino más bien reducida al mínimo. El cosmos, como señalo en la “Introducción”, puede ser llamado el muro más sutil de defensa contra caos. Según Deleuze y Guattari, es una conquista del siglo veinte. El cosmos ha salido a la luz en el mundo cuando en la filosofía, en el arte o en las demás disciplinas se ha descubierto que se puede crear algo más allá de las formas más o menos definidas y quizá preestablecidas, algo ya no simplemente caótico y sin sentido.
Es una cuestión de planos perceptivos; estas fuerzas abstractas y concretas de las que hablan los filósofos han sido, por decirlo de algún modo, sacadas a la superficie, más cerca, gracias a que la protección estructural se ha reducido al mínimo. Pensemos en la diferencia de percepción que se puede discernir en un territorio y aquella que encontramos en un milieu. No es una diferencia menor, la relación con el caos es completamente otra. Los animales sin territorio no están tomados por la ansiedad como aquellos que sí poseen uno, los cuales tienen mucho que hacer para no sucumbir, o bien para encontrar una pareja y procrear. Según el animal que consideremos, podremos ciertamente llegar a extrapolar en cada caso diferentes aspectos y facetas, pero la diferencia general entre territorio y milieues precisamente aquella. De todas formas, dicho brevemente, no se trata de ser un milieu, un agenciamiento, un plano cósmico, o bien de dispersarse en el caos. Nunca se está completamente cerrado en la propia forma de vida, ni tampoco completamente al interior del caos.
Existe una conmixtión completa y perenne, y todo lo dicho hasta aquí debe ser pensado como mezcla. Lo que acabamos de señalar es extremadamente importante, de otro modo parecería que uno se encontrase frente a una elección en la cual el caos creativo es exaltado mientras que todo aquello que estructura resulta en cambio sofocante. Pero tampoco debemos pensar que primero existe un impulso hacia el caos, como si al superar un confín, y quizá presos del miedo, luego se readmita alguna forma, como si no pudiésemos hacer otra cosa. Por ejemplo, se crea un territorio con un acto expresivo desestructurante que sin embargo hace aparecer rápidamente un sistema señalético al interior de reglas precisas. Conmixtión siempre, y simultaneidad: se descodifica territorializándose, o se desterritorializa reterritorializándose. Ahora podemos decir algo más sobre el ritornelo. Consideremos el siguiente pasaje de Mil mesetas: “De la misma manera que los medios oscilan entre un estado de estrato y un movimiento de desestratificación, los agenciamientos oscilan entre un cierre territorial que tiende a reestratificarlos y una abertura desterritorializante que, por el contrario, los conecta al cosmos. Por eso no es extraño que la diferencia que buscábamos no sea tanto entre los agenciamientos y otra cosa como entre los dos límites de todo posible agenciamiento, es decir entre el sistema de estrato y el plano de consistencia”[3]. Existe una diferencia de fondo. Que es una diferencia entre dos tendencias o movimientos rigurosamente simultáneos (o bien un movimiento simultáneo en dos sentidos opuestos): uno estratificante (o si se quiere estructurante) y el otro expresivo (o si se quiere desestructurante). El primero es tal puesto que crea estructuras más o menos rígidas que brindan cierta estabilidad. O, en otros términos, hace nacer una temporalidad y una espacialidad que hacen posible el nacimiento de un organismo y de un campo perceptivo. El otro es expresivo puesto que irradia una fuerza de cambio que empuja hacia la creación de nuevos órdenes y obliga o arrastra a un organismo a encontrar por ejemplo una nueva organización. Pasar de un agenciamiento a otro requiere en cada caso de una creatividad más o menos acentuada.
En base al pasaje citado, codificación y territorialización son entonces dos nombres de un mismo movimiento, pero con intensidades diferentes y sobre situaciones diferentes. Lo mismo vale para la descodificación y la desterritorialización: se usan términos diferentes para una diferencia, pero hablamos siempre del mismo movimiento de fondo. Los conceptos de milieu y territorio (o agenciamiento) son herramientas conceptuales que viviseccionan lo real y nos permiten ver, por ejemplo, la diferencia entre dos productos distintos de este doble movimiento. O bien nos brindan la posibilidad de entrever dos planos perceptivos con diferencias expresivas y estructurales, dos relaciones diferentes con el caos. Pero sus diferencias son solo relativas respecto al plano de inmanencia único que expresa una diferencia de fondo. El ritornelo sirve entonces para hacernos pensar en este doble movimiento simultáneo en dos sentidos opuestos en toda su absoluta abstracción. Obviamente, no se habla de la abstracción en el sentido común de la palabra sino de una abstracción todavía mayor. O bien de algo que es abstracto y real al mismo tiempo.
El ritornelo no es “ese milieu”, no es “aquel territorio”, no es “esa melodía”, no es un círculo, no es una forma, no es una estructura. El ritornelo, en tanto concepto, es una multiplicidad cualitativa[4]que nos brinda la posibilidad, encarnada en sí, de entrever este doble movimiento del plano de inmanencia en dos sentidos opuestos. El mundo, dicen Deleuze y Guattari, está hecho de ritornelos. También podemos decir que el mundo es un enorme ritornelo con dos caras, una que nos hace sentir “en casa” y otra que nos empuja hacia las desestructuraciones más grandes, es decir hacia el cosmos, siempre simultáneamente y sin tregua. A veces las desestructuraciones son letales y otras veces “felices” y creativas, a veces las estructuraciones son sofocantes y otras veces nos brindan un suspiro de alivio. El ritornelo puede ser llamado el transformador sensible de este doble movimiento en dos sentidos opuestos. Él emplea todo tipo de materiales, sean concretos o abstractos, es decir está en contacto directo con la materia “casi líquida” a la que nos hemos referido antes. Y crea aquí y allá, por todas partes, milieux, territorios, agenciamiento y planos cósmicos, en cada caso con un tiempo y un espacio determinados que garantizan un plano perceptivo para la vida de un organismo. Pero repito: debe ser pensado en su completa abstracción y no como reflejo de un objeto en un contenido, en una frase, en una costumbre, en una repetitividad, en un sentimiento, en un valor o en algo distinto.
Con el concepto de ritmo, que Deleuze y Guattari toman prestado de Messiaen, se debe obrar de igual modo, este por su parte no debe verse reflejado en la pulsación. El ritmo en cuestión no es en absoluto la repetición periódica de una secuencia de acentos, regulares o irregulares, ni una serie codificada de pulsaciones. Este ritmo no tiene nada que ver con algo que pueda ser llamado regular o irregular. Usar dichos términos en relación al ritmo o en relación al tiempo no pulsado de Boulez, está completamente fuera de lugar. Del mismo modo que el motivo territorial o ritmo de los territorios no es la repetición de determinadas actitudes que pueden ser anotadas sobre una libreta, sino aquello que las hace emanar, y que es completamente invisible y no medible. Invisible y no medible, pero no por ello simplemente abstracto, sino abstracto y concreto a la vez, en contacto directo con la materia. El ritmo de Messiaen se convierte así, de concepto de la teoría musical, en un concepto filosófico aplicado a todo lo real. Ya no solamente una idea artística sino un hecho ontológico. Por lo demás, Messiaen mismo afirmaba haber encontrado este ritmo en la naturaleza.
En base a lo dicho hasta aquí, podemos afirmar ante todo que el ritornelo es más una teoría del devenir que un concepto dedicado a la filosofía de la música. Si en la filosofía de los dos filósofos franceses este remite a la música, lo hace guiñándole el ojo a causa de su nombre. Por cierto, nombre elegido no por casualidad, sino más bien para afirmar que la música o el sonido se encuentran, en general, en una situación particular con relación al movimiento en dos sentidos opuestos y simultáneos que el concepto en cuestión intenta hacernos pensar. La música posee, según Deleuze y Guattari, una posibilidad mayor para desarrollar aquellas que podemos llamar estratificaciones, territorialidades, las casas o formalizaciones, así como para empujar hacia desestratificaciones, desterritorializaciones o el cosmos. Sin duda, Deleuze y Guattari han querido poner el acento sobre el lado desterritorializante de la música, sobre su capacidad para estimular el lado netamente expresivo del ritornelo y entonces, justamente, sobre su capacidad para desterritorializarlo. Cuando la música territorializa o nos hace sentir cómodos podemos decir que va del brazo con el ritornelo, entonces nada parece “obstaculizar el pulso, la respiración y el latir del corazón” del oyente. En cambio, cuando intenta forzar al oyente a sentir algo que quizá resulte incómodo o inusual, es como si ella debiera luchar contra el ritornelo para despertar en él un potencial desestructurante y expresivo. Pero no olvidemos que hablamos de dos tendencias simultáneas y coexistentes en grados diferentes según los casos.
He dicho la música pero deberíamos decir el agenciamiento musical, para no olvidar que el arte de los sonidos es precisamente un agenciamiento atravesado, al igual que los demás, por las fuerzas del caos. Por ejemplo, podemos hablar del agenciamiento musical de los pájaros, del hombre o de aquel más general que comprende a todos. Pero debe quedar claro que la música es ante todo un hecho ontológico, un evento del mundo y no una disciplina humana al interior de la cual se pueda expresar o representar alguna verdad. Si la música es expresiva lo es porque su agenciamiento, al igual que los demás e incluso más, puede dar vida a los movimientos llamados por Deleuze y Guattari de desterritorialización. Movimientos expresivos, puesto que habilitan nuevos espacios perceptivos, no porque reproduzcan de un modo adecuado aquello que está presente en la naturaleza. No se trata en absoluto de que en música se actúe “como” se actúa en la naturaleza. No hay una analogía entre el ritmo del territorio de un pájaro y el de una composición humana. Se habla de lo mismo sobre planos y agenciamientos diferentes, quizá a diferentes intensidades (obviamente hablo del ritmo de Messiaen). La distinción entre naturaleza y arte en verdad no existe, desaparece completamente frente al plano de inmanencia. Las fuerzas que atraviesan la naturaleza son las mismas que atraviesan también la música.
Para terminar quiero volver sobre lo dicho al inicio del texto. Quisiera hacer alusión a cierto devenir ciego mentalmente, es decir no con los ojos sino con el pensamiento. No una ceguera completa sino una suerte de miopía por la cual los contornos de los conceptos a los que estamos acostumbramos se desdibujan. Si no nos distraemos en querer redefinirlos y reubicarlos en un lugar preciso, quizá desarrollemos cierta sensibilidad para aquello que sucede a su alrededor. Un poco como haber descubierto en música que un “la” de una trompeta, por ejemplo, no es solo un “la” sino también un conjunto de muchas frecuencias que interactúan entre sí, un organismo complejo. Lo considerábamos una entidad bien definida y de improviso descubrimos nuevas cualidades del sonido, así como un nuevo campo sonoro con nuevas posibilidades expresivas. Digo esto porque creo que al anestesiar las herramientas del pensamiento, a las que estamos acostumbrados, podría resultar más sencillo por ejemplo intentar pensar el ritornelo en sí mismo, sin referirlo por comodidad a algo mentalmente visible. Es decir para pensarlo como creo entendían Deleuze y Guattari, en toda su completa abstracción. Como sucede con las líneas que vemos desde un tren, en el ejemplo que dimos al inicio: no buscar en ellas combinaciones que puedan recordarnos un rostro o bien una casa, sino vivirlas como tales. Así como en música podremos dejarnos tomar por el sonido en sí mismo y ya no porque, al modo de Swann con Odette, nos recuerde a la amada.
(Artículo publicado en 2010 en el sitio web de la Università Degli Studi di Milano como reseña del libro La casa e il cosmo editado por Ombre corte en el año 2008.)
[3] Gilles Deleuze, Felix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia,Pre-Textos, Valencia, 2002, p. 241.
[4] Sobre la definición del concepto en Deleuze y Guattari cfr. el primer capítulo de G. Deleuze, F. Guattari, ¿Qué es la filosofía?, Anagrama, Barcelona, 1993. Sobre el concepto de multiplicidad cualitativa cfr. H. Bergson, Ensayos sobre los datos inmediatos de la conciencia, Aguilar, México, 1973 y G. Deleuze, El bergsonismo, Cátedra, Madrid, 1987.