Milena, una voz
Cynthia Eva Szewach
Milena Jesenská, nació en 1896, en Praga. Suele ser reconocida por su relación con Kafka de quien como se sabe fue traductora al checo de algunos de sus libros y cuentos. Intercambiaron desde 1920 una valiosa y bellísima correspondencia publicada como “Cartas a Milena”. Una relación amorosa y de trabajo compartido durante algunos años que fue predominantemente epistolar. No conocemos lamentablemente las cartas enviadas por ella, pero sí, el efecto inquietante, tembloroso, vital en la escritura y en la vida de Kafka por la proximidad de su amada: “Usted no alcanza a comprender el efecto sobre mí cuando una carta llega, Milena” “…Tus dos cartas no son para leerlas sino que son para desplegarlas, hundir mi rostro en ellas y perder la razón…”
Milena, una mujer de gran sensibilidad literaria y compromiso político. Trabajó y publicó desde 1920, artículos como periodista en diversos periódicos. Participó muy activamente en Praga por la resistencia, ayudando a refugiados perseguidos por el nazismo y fue apresada por la Gestapo en 1939, recluida en el campo de concentración de Ravensbrück, donde murió de una infección en 1944.
Es apenas para iniciar, un mínimo bosquejo de una vida plena de acontecimientos, heridas dolientes y arrojos.
En esta ocasión damos lugar a uno de sus escritos. Se trata de una crónica periodística publicada en un Semanario Cultural llamado Prítomnost, (Presencia) iniciado en 1924 y que luego, durante el nazismo fue prohibido.
En este breve texto se escucha la voz aguda de Milena, incluso por momentos con cierta ironía, pero por sobre todo escrita con el cuerpo afectado y con el tono del impacto inicial de lo que sin embargo para ella fue presentido. Se ubica en un lugar frontera entre el hecho de formar parte y relatar los hechos, como en los bordes de una ventana. Es la crónica de una jornada particular para los habitantes de Praga, sus rostros, sus silencios compartidos y una cotidianidad intervenida por la entrada del ejército alemán a la ciudad
La de Milena fue una mirada sensible, lúcida y valiente acerca de los sucesos europeos, apreciaciones de la vida en común y a veces en zonas, como cita en el relato biográfico su hija Jana Cerna con una frase sugerente del poeta Philipe Soupalt “Más venenosas que las aceras donde han descansado nuestras sombras muertas de haber visto”
Praga, la mañana de 15 de marzo de 1939[1]
Texto del 22 de marzo, Prítomnost
Milena Jesenská
¿Cómo sobrevienen los grandes acontecimientos? Son inesperados y repentinos. Pero cuando llegan, constatamos que no nos sorprenden. El ser humano siempre tiene como un presentimiento, un conocimiento previo del futuro, aun si está ensordecido por la razón, por la voluntad, por el miedo, por la prisa o el trabajo. Tan pronto como el alma se desnuda un instante, y queda despojada de todo, excepto de sus sentimientos más secretos, descubre de inmediato: “yo lo sabía”. No es por nada que escuchamos a tanta gente repitiendo: yo sospecho, yo dudo… lo dije… les creo. Todos lo sospechábamos. Y si hubiésemos prestado atención a la voz de nuestro corazón, por ejemplo, cuando nos encontrábamos solos en nuestra casa, nos despertábamos cansados al alba, y hubiésemos sabido vestir de palabras los sentimientos que son justos, verdaderos, y no solamente nuestros pensamientos a menudo son engañosos, hubiésemos dicho: lo esperábamos.
La lógica de las cosas oculta al mismo tiempo su contrario. Todo el mundo supone que en su vida le ocurrirá algún acontecimiento sorpresivo; la felicidad, la miseria, la enfermedad, el hambre, la muerte. Pero cuando ocurre, no lo reconocemos, lo único que sabemos, es que ese acontecimiento, se apoderó de nosotros sin darnos tiempo ni posibilidad de actuar.
Cuando el teléfono sonó el martes a las cuatro de la mañana, cuando los conocidos y los amigos llamaron, cuando la radio checa comenzó a emitir, la ciudad, debajo de nuestras ventanas, mostraba el mismo aspecto de todas las otras noches, su misma configuración, las esquinas formaban la misma cruz. Salvo que, poco a poco a partir de las tres de la mañana, vimos las encenderse las luces: en la casa de los vecinos, abajo, arriba, enfrente, después en toda la calle. Estábamos parados en la ventana y nos dijimos: ya lo saben. Despertamos a otras personas cercanas por teléfono: ¿saben? Respondían: Sí.
Ese amanecer lúgubre, encima de los tejados, la luna pálida bajo las nubes, los rostros sin dormir, la taza de café caliente y los anuncios de la radio a intervalos regulares.
Es así como llegan los grandes acontecimientos, sigilosamente y sin previo aviso.
Los diarios alemanes publicaron un reportaje a soldados alemanes que se acercaban a Praga: la ciudad silenciosa en un amanecer que anuncia la primavera, la columna de camiones alemanes, repletos de hombres con el corazón palpitando: ¿Qué iban a encontrar tras los muros de la ciudad? ¿Cómo se comportaría la gente en estas calles desconocidas?
En los suburbios ellos detienen al primer transeúnte que se dirige a su trabajo. Se dan cuenta a simple vista que está al tanto de todo.
El hombre se muestra calmo, no eleva la voz y les indica indiferente, el camino.
Como siempre durante los grandes acontecimientos, los checos se comportan admirablemente. Que la radio checa reciba un agradecimiento por la concisión, la objetividad con la cual transmite cada cinco minutos: las tropas alemanas cruzaron la frontera y se dirigen hacia Praga. Mantengan la calma, vayan a su trabajo, manden sus niños a la escuela.
A las siete y media, la multitud de los niños emprenden el camino hacia la escuela como es habitual. Los obreros y empleados fueron a sus trabajos como de costumbre, los tranvías estaban llenos como siempre. Pero la gente estaba diferente. Estaban ahí parados y guardaban silencio. Nunca había oído tanta gente callarse. La gente no se agolpaba en las calles. No conversaba entre sí. En las oficinas no levantaban la cabeza de sus escritorios.
Ignoro de dónde viene ese comportamiento uniforme y coherente de miles de personas, de dónde brota ese ritmo consonante de todas esas almas que no se conocen: a las ocho y treinta y cinco del 15 de marzo de 1939, el ejército del Reich llegó a la Avenida Nacional. Sobre las aceras, había una multitud de transeúntes, como habitualmente. Nadie miraba, nadie giraba la cabeza. Solo los habitantes alemanes de Praga daban la bienvenida al ejército del Reich.
También hacia nosotros tuvieron un comportamiento cortés. Es muy extraño cómo cambian las cosas, cuando una unidad se descompone en individuos, y una persona está cara a cara frente a otra.
En Wenceslas Square, una jovencita checa se encuentra con un grupo de soldados alemanes – y porque ya era el segundo día, y porque nosotros estábamos con los nervios un poco destrozados y porque hay que esperar hasta el segundo día para comprender mejor, y reflexionar más- las lágrimas corrieron por sus mejillas. Pasó una cosa curiosa: Un soldado alemán se aproxima a ella, un simple soldado raso, y le dice, «Aber Fraulein, Wir können doch nichts dafür” (pero señorita, nosotros no podemos hacer nada…), como cuando se le habla a un pequeño niño para consolarlo. El soldado tiene una cara alemana, algunas pecas, los cabellos un poco rojos y un uniforme alemán, por lo demás, nadie lo distinguiría de un checo civil, de un hombre simple, amante de su país. Y es así que dos seres estaban ahí uno frente al otro: “Und konnten nichts dafür” (Y no podían hacer nada). Esta frase simple y terriblemente banal es la clave de todo.
En un tranvía pasó otra cosa. Un joven checo, con un brazalete en la manga, estaba alardeando: “Esperen y verán lo que vamos a hacer ahora, a quiénes vamos a aplastar, y poner fin a todo esto y lo que le demostraremos al mundo”. Además de su brazalete, llevaba también una esvástica en la solapa de su chaqueta. Y como sus discursos caen en un gran silencio en todo el vagón, un oficial alemán sentado en una esquina se levanta bruscamente, se aproxima al joven y se dirige a él en checo: –¿Usted es checo? El joven saca pecho y responde seguro de sí: – “Sí, soy checo”. Entonces el oficial alemán le quita la esvástica de su chaqueta y le dice tranquilamente, pero enfatizando sus palabras: “En ese caso usted no tiene el derecho de usar tal insignia!”
Qué cosa… hay momentos donde uno quisiera acercarse a un oficial alemán y decirle “gracias señor”.
Hace algunos días, estaba hablando con un alemán, un nacional socialista, por supuesto. Él me habló largamente y de una forma sensata, de la posición de los checos, y las ventajas que habíamos adquirido – en su opinión, — y las desventajas que él mismo reconocía. Todo esto no es muy interesante porque hoy todo está en estado de cambio, incluso la gente bien informada no puede dar más que una simple opinión. Lo que sí es interesante, sin embargo, son sus opiniones sobre los checos. Él me preguntó casi tímidamente: cómo se explica que una cantidad de checos se nos acerquen y saluden : Heil Hitler!
– ¿Los Checos? Es seguramente un error
-No es un error. Vienen a nuestra oficina levantan el brazo derecho y saludan: ¡Heil Hitler! Podría contarle de un escritor que ya está moviendo cielo y tierra -y a toda prisa- para conseguir que sus obras sean representadas en Berlín. Podría hablarle de mucha gente que está haciendo más de lo necesario, celosamente, sin aliento.
Usted sabe, todo alemán comprende el orgullo nacional y el rechazo a agachar la cabeza. El comportamiento servil solo provoca en los alemanes una sonrisa irónica, créame.
En dos días la imagen de la ciudad se volvió irreconocible. En los cafés y los restaurantes, se ven hombres vestidos de uniformes que no reconocemos ni en las fotos. En las calles circulan autos que jamás habíamos visto. Van para un lado, van para el otro, saben siempre lo que tienen que hacer, actúan de manera decidida y con un propósito.
En las librerías, compran planos de Praga, libros en francés y en inglés. Pequeños grupos de soldados recorren las calles, se detienen delante de las vitrinas, miran, conversan. Y mientras tanto, todo sigue igual, ningún engranaje, ni una sola pluma, ni una sola máquina se ha detenido.
En la plaza de la Ciudad Antigua, se alza la tumba del Soldado Desconocido. Hoy, el monumento ni puede verse, está recubierto por una montaña de campanillas de invierno. Una fuerza extraña guía misteriosamente los pasos de la gente y reúne allí una multitud de residentes de Praga; cada uno deposita un ramillete de flores sobre esa modesta tumba de un gran recuerdo. La gente se para alrededor, las lágrimas corren por sus mejillas. No solamente de las mujeres y los niños, también de los hombres que no están habituados a llorar. Y eso también es distintivamente Checo: no es todo un lamento, no es siquiera miedo ni desesperación, no es en absoluto un estallido emocional. Es solo tristeza.
Esa tristeza debe encontrar su vía de salida, deben humedecerse con ella varios cientos de ojos. Es así quizá como nacen las tradiciones nacionales. Son los primeros sillares de un futuro rito inmemorial.
Todos los 15 de marzo, las madres checas irán con sus niños checos a dejar un manojo de flores sobre la tumba del Soldado desconocido. Y ese gesto se inscribirá en el espíritu de la gente como un gran acto sacrificial.
Detrás de esa multitud, vi pasar a un soldado alemán, se detuvo a hacer el saludo militar. Miraba los ojos rojos por el llanto, las lágrimas que caían, la montaña de flores cubierta de nieve, miraba a esa gente que lloraba y lloraba porque él estaba ahí. Y él hizo el saludo. Es de suponer que comprendía las razones de esa tristeza. Observándolo, pensé en la película La Grande Illusión: ¿llegará realmente el día en que podamos vivir uno al lado del otro, alemanes, checos, franceses, rusos, ingleses — sin dañarnos, sin estar obligados a odiarnos, sin cometer injusticias unos contra otros? ¿se comprenderán un día los países como se comprenden entre sí los individuos? ¿Llegará un día en que caigan las fronteras entre países, así como caen las fronteras entre las personas?
¡Qué hermoso sería ver ese día!
[1] Traducción personal a partir de la versiones del francés en “Vivre” Bibliothèques 10/18”, Paris y del inglés en “The Journalism” Berghahn Books New york