Matar tranquilo // Agustín Valle

El «boom» de los linchamientos en la Argentina contemporánea produjo su propia superación.
Tuvo su umbral de inicio cuando los vecinos que se oponían a la toma del Indoamericano hicieron un piquete para frenar una ambulancia, bajaron en camilla al herido que iba al hospital, un tipo boliviano, y lo mataron a golpes: su cuerpo inerte y desfigurado fue fotografiado y tapa del gran diario argentino (11/12/10); el médico a cargo de la ambulancia sufrió un infarto.
Después vino el «contracordobazo» de diciembre de 2013 en Nueva Córdoba (hecho peli en el documental La hora del lobo). En esa pueblada ya se veía apilada una serie de inversiones respecto de la última revuelta en el país: los “vecinos” pasaban a ser de una asamblea solidaria y abierta a lo común (piquete y cacerola…) al distintivo que te salva de merecer el horror; las motos pasaron a ser del paradigma de la resistencia y vanguardia del común a ser estigma incriminatorio; y lo fundamental: la culpa de los padecimientos pasó de asignarse, en vez de a los ricos y los poderes concentrados, a los pobres y “sueltos”. 
Y el marzo de 2014 que, a partir del linchamiento de David Moreyra, tuvo en los linchamientos el decreto de un nuevo código penal en Argentina: los que consienten el despojo de su tiempo vital cotidiano tienen derecho a matar a quien les despoja una mercancía. Derecho, es decir, no devienen asesinos.
El linchamiento tiene una función productiva. Es un artefacto político de producción de desemejanza: en la expulsión de un cuerpo de la humanidad (con sus prerrogativas y sus derechos), se afirma un nosotros excluyente que sí está dentro de la actual condición humana («vecina» y «laburante»). Lo que se afirma es la vida que se dispone a «romperme el orto todo el día, pero sin que me rompan las pelotas». El sacrificio de la propia vida oficializado y sostenido (tolerado) en el derecho a sacrificar a otro.
En el cuerpo muerto se consolida un lugar político del que mata. Por eso la inversa del linchamiento es el escrache: el escrache destituye una investidura política y necesita que el cuerpo siga vivo para mostrar esa destitución.
Si los hombres nacen iguales, si los cuerpos en su presencia siempre evidencian la fundamental igualdad, el orden de la desigualdad requiere tecnologías políticas para reproducirse: el linchamiento es una de ellas.
La subjetividad linchante es moral que gobierna el país. Tiene raíces profundas en estas tierras; recuérdese El entenado, y la explicación genial de la antropofagia como modo de distinguirse positivamente ante el miedo al caos de la igualdad… (Ese texto, dicho sea de paso, es políticamente más revelador que El matadero… Echeverría mata al unitario, muere en su mesa de escarnio, antes de que los morochos federales pudieran efectivamente violarlo; era un cuerpo no violable: muere como forma de no perder su distinción).
Ahora la subjetividad linchante puso sus reglas en la calle; y Scioli decía que «Macri es el ajuste»: nunca dijo diferenciarse en nada concerniente a la «seguridad». La seguridad entonces es provista por la desigualdad naturalizada. La desigualdad, reconfirmada como inherente a la realidad eterna, se ofrece como modelo de certidumbre (allí, un acto disruptivo deja de expresar las fallas del orden dado, y pasa a ser siemple prueba de la voluntad bardera de quien lo realiza). Seguridad en la desigualdad: en este orden estás seguro de lo que sos.
Por lo tanto, si matás a quien roba no sos asesino. Ya no es necesario el anonimato del linchamiento. Podés matar solito, podés usar tu auto, incluso, para matar, como el carnicero asesino de Zárate, y el propio presidente de la república te exculpa en tanto alguien que «tiene que estar tranquilo». Matar sin dejar de estar tranquilo.
La -increíblemente llamada- «justicia por mano propia» es un estadío superior de la subjetividad linchante, y hoy gobierna -¿nos gobierna?

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