Manuela Santucho: la “Neni”, “Mariana” y la primavera

por Diego Genoud
(Ilustración María Giuffra. Familia III, 150x150cm, acrílico, 2010)

Por lo que sé, Manuela era dulce. Por lo que me dicen, Manuela era hermosa, cargada de ternura. Cuentan que siempre estaba dispuesta a escuchar, que siempre tenía palabras y gestos para los demás. Juran los que todavía la quieren que nunca estaba de mal humor, que nunca se enojaba ni estallaba de furia por una discusión. Su desaparición, el 13 de julio de 1976, la galvaniza, como a la mayoría de los que corrieron la misma suerte, y eso me llena de dudas.
Fue la segunda mujer entre diez hermanos, nació en Buenos Aires el 23 de setiembre (el día es importante) de 1940, creció yendo y viniendo en mudanzas desde y hacia Santiago del Estero. Sus hermanos le pusieron “Nenita” y ese apodo la acompañó hasta el final, aunque no fue el único. La “Neni”, como todavía la llaman hoy sus familiares, remite a un tiempo en el que aún no era Manuela Santucho. Era, creo, todavía una chica frágil, católica por herencia, profundamente humana, pero inexperta.
El seudónimo que adoptó para enrolarse en las filas de la guerrilla suena distinto. “Mariana” mantiene la dulzura pero me habla de una mujer dispuesta a casi todo. Mi familia paterna la conoció por ese nombre y creyó durante años que era el suyo. En octubre de 1979, cuando mi vieja ya llevaba más de tres años desaparecida, mis tíos Genoud le pusieron Mariana a su hija. Mi abuela Adelita, mi madre fáctica, se refirió a ella siempre llamándola así, hasta que murió en diciembre de 2001. Yo mismo pensé que mi vieja tenía ese nombre hasta que cumplí la mayoría de edad. Mi memoria me dice que sólo supe de Manuela cuando comencé a relacionarme de manera cotidiana con mi familia materna, en 1993, y me vine a vivir y sufrir a Buenos Aires. Fue lo único que supe de ella en mucho tiempo. Eso y vaguedades que siempre confluían en la idea única y absoluta de que Manuela había sido “una gran persona”. Al contrario de lo que me pasa a mi mismo, nunca nadie la criticó que yo sepa. Sí a mi tío, Mario Roberto Santucho, el fundador del PRT-ERP, la guerrilla guevarista que surgió a comienzos de los ’60 con el propósito de ser un partido de los trabajadores en la lucha por el socialismo.
En los noventa, tuve un período de por lo menos ocho años en que devoré todos los libros escritos sobre la década del 70 casi como si fuera un historiador. El hijo de una mujer desaparecida que tomaba a su propia madre como un detalle más de la conflagración, apenas una militante que, como tantas otras, había dado todo por cambiarlo todo. El hijo que parecía no registrar en el cuerpo ni en el alma el día del secuestro de su madre y el desgarro. Puede decirse que la negación concluyó justamente cuando dejé de militar en HIJOS, una agrupación de derechos humanos que, como era justo proclamar, reivindicaba a todos por igual. Y justo cuando mi madre fáctica tiró la toalla, después de 25 años de apuntalarme, de criarme y de hacerme fuerte. Ahí comencé a pensar en Manuela de manera distinta y a buscar otro tipo de relación con su historia y con su ausencia.
Cuando intenté por primera vez hablar de ella, hace diez años, advertí que tenía apenas un recorrido precario de su vida. Y apenas empecé a preguntar, me enteré de cosas nuevas. O de cosas que me sonaron nuevas. Supe que fue docente en un pueblo de Santiago que se llama Gramilla, que trabajó un tiempo en Corrientes como asesora de la fiscalía de Estado, que se recibió de abogada muy joven en Buenos Aires y que vivía con su única hermana, Pori, en una pensión. Que la marea de la revolución la fue envolviendo, que se fue convenciendo de la necesidad de un cambio radical al mismo tiempo que miles de jóvenes, que conoció a mi viejo después de que mi tío Robi lo conociera a él militando, que comenzó a participar de los foros de abogados que trabajaban en la defensa de los primeros presos políticos, allá por 1971/2, que un día se sumó a la conducción del diario El Mundo, que pertenecía al Partido.
Una amiga suya me contó que mamá se vestía siempre muy elegante y que, en contraste con otros abogados de la época, luchaba por la libertad de los presos sin arengar ni sobreactuar. Mantenía el perfil bajo, casi nunca hablaba de ella ni de los suyos, no delataba su militancia por su vestimenta ni por su estilo. En eso, creo, me identificó bastante, con ella y con mi viejo. Manuela no tenía grandes conocimientos de política ni de marxismo pero estaba decidida: era sincera y planteaba siempre sus diferencias. Gran responsabilidad, ganas, humildad y calma estaban entre sus cualidades.
Por todo eso, mamá se distinguía y parecía más grande de lo que era. Sé que pasó a la clandestinidad porque su apellido se lo imponía, que vivió varios meses en Cuba con las hijas de Robi, que creció en compromiso y que un día también ella se integró a un equipo de comunicaciones militar, a pesar de que estaba embarazada y de que –supongo- nunca había manejado un arma. Se casó con mi viejo y vivieron juntos en Tucumán cuando la guerrilla rural intentaba hacer pie en el monte. Un día de 1974 se enteró en Buenos Aires que su marido había caído. Alguien la llamó por teléfono y le dijo que “Jorge” estaba internado. Entonces, se encontró casi sola, embarazada de tres o cuatro meses y sin su principal respaldo.
Alguna vez alguien que la quiso me llevó a reparar en esos meses intensos en los que me cargaba y me cuidaba mientras militaba, huia y buscaba al mismo tiempo seguir cerca de sus afectos. Los momentos de entrecasa, en el verano del 75, ya bien panzona, aunque sus piernas delgadas llevaban a pensar que su embarazo tenía menos semanas de lo que parecía. Con un batón abrochado adelante y chinelas cómodas porque el calor le hinchaba los tobillos y los pies.
Susana, una compañera de mis viejos que aún vive en Canadá, me contó mejor que nadie ese tiempo en una carta hermosa que me hizo descubrir mucho de ella. La vida en un chalecito en Hurlingham que tenía dos dormitorios, un living, una cocina sin terminar, un garage y un jardin grande con arboles frutales. Susana vivía con su compañero que se hacía pasar por el hermano de mi vieja. En esa carta, define a mamá como una mujer sufrida, que no se quejaba de la situacion que le tocaba vivir, que se guardaba la tristeza de no poder visitar a mi viejo y dice que ella estaba muy enamorada de él y que lo respetaba mucho como militante.
Cuando llegó el golpe, “Mariana” no aceptó irse al exilio con sus padres y hermanos. Todos coinciden en que se quiso quedar a esperar a mi viejo, que estaba preso. Quizás pensaba que había posibilidades de que saliera en libertad, lo cuál indica que ignoraba el proceso que comenzaba. O quizás lo presentía pero sintió la obligación de quedarse a esperar a su compañero. El 13 de julio del 76 la secuestraron en Villa Crespo junto a mi tía, Cristina Navajas, y a otra compañera del Partido, Alicia D’Ambra. Pasó por demasiados campos de concentración: Orletti, Campo de Mayo, El Vesubio, Coordinación Federal y el Pozo de Banfield. Los testimonios relatan que fue torturada, pero se mantuvo siempre incólume, fiel a lo que pensaba, dando ánimo a los demás, resguardando a los que la rodeaban. José Ernesto Caffa, un prisionero que estuvo detenido con ella en El Vesubio afirma que mamá le salvo la vida. Caffa había sido salvajemente torturado y desesperaba de sed cuando recibió un botellazo que lo alertó de que iba camino al suicidio.
La histórica militante de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos Adriana Calvo contó en tribunales -y en todos lados donde pudo- que en el Pozo de Banfield hubo una especie de rebelión de mujeres contra los torturadores. Dijo que ya en 1977 mi vieja y sus compañeras reaccionaron como leonas para impedir que los milicos le arrebataran a su hija Teresa de los brazos. Escuché su relato por última vez en octubre de 2010, dos meses antes de su muerte, y quedé impactado por la forma en que contaba y revivía en ese momento lo que había pasado casi 35 años atrás. “Era un círculo del infierno que ni siquiera Dante imaginó”, pero “fui testigo también de los actos más sublimes, excelsos y grandiosos de lo que puede ser un ser humano. Cómo se entiende si no que después de tantos días sin comer me dieran su ración de comida a mí, que después de lo sufrido, tuvieran siempre palabras de aliento y tranquilidad para las demás, cuál otra respuesta es posible para el motín que organizaron Manuela y Raquel cuando (…) pretendieron sacarme a Teresa de los brazos (…) eran 20 personas, 20 leonas que formaron una pared humana infranqueable para estos asesinos (…) ese rugido gritando ´no se la lleven´ no lo podré olvidar jamás (…). Manuela, Cristina y Raquel fueron personas valientes, libres (…) están desaparecidas y los responsables impunes… para ellas, mi homenaje…”
Una calle lleva el nombre de Manuela Santucho hace 15 años en un barrio periférico de Santiago del Estero, una baldosa avisa a los caminantes que vivió sus últimos días en libertad en Warnes 735, en Villa Crespo. Me quedan de ella algunas fotos, algunos cuadros y un llavero grande que no me gusta demasiado pero acarreo en cada una de mis mudanzas. La tengo en una filmación que rescató el Grupo Mascaró en la película Gaviotas Blindadas. Son cuatro o cinco segundos que cambian por completo mi manera de recordarla. Mamá entra a un tribunal junto con su hermano mayor Amílcar: acompañan a Ana María Villareal de Santucho. Ellos son sus abogados y Amílcar es el que tiene más experiencia. A Sayito la juzgan por “extremista” un año antes de la masacre de Trelew. Mientras se ubican, los tres sonríen y saludan a los compañeros y compañeras que vienen a presenciar el juicio con los puños en alto. La escena es en blanco y negro y pasa rápido, como una estación más de una época que cierra sus puertas en mi nariz. Y se va.
La biografía de Manuela está inconclusa. Hace unos años, comencé a reconstruirla pero sentí que era una tarea difícil y que además no iba a llegar a cumplir con el objetivo. Me di por vencido con bastante mansedumbre. Porque lo que buscaba y todavía busco es tener claro quién era y la verdad es que no sé si es posible. Tener definidos con nitidez los contornos de su personalidad. Conocerla en definitiva; algo que nos puede llevar una vida cuando nos relacionamos con alguien a quien queremos y que también puede fracasar.
Ahora que repaso los textos y las entrevistas que hice me doy cuenta que son parte de un tesoro íntimo pero a la vez público. Los cassettes con los diálogos  que tuve tratando de averiguar quién era, los documentos que leí, las pistas para seguir buscando. También –aunque me interesa menos y me duele más- los testimonios en los juicios de los sobrevivientes que la conocieron en las circunstancias más horribles. Todo eso dibuja la curva de su vida. El día que murió Manuela era otra mujer, distinta a aquella “Neni” de Santiago.
Pienso que el itinerario de una (su) vida es imposible de seguir. En los últimos años, se multiplican los sitios que frecuentó. Las reuniones con mi viejo y otros compañeros en el departamento de Yatay y Rivadavia, su vida en Padua, sus viajes a Villa Tesei y a José León Suarez, los días en Tucumán, la casa de Los Polvorines que se perdió en los registros catastrales, el lugar de La Paternal en el que vivió algunos meses. Ese bodegón de la calle Maipú en el que papá recuerda haber comido con ella varias veces. Esa noche en que se les paró el auto por la Panamericana. Todo eso se me escurre entre los dedos pero ya no lo vivo como impotencia.
Hay flashes, hay cadencias que vuelven y hay quizás una tranquilidad por haber hecho también la propia elaboración, la propia búsqueda que no se restringe a los datos de su biografía aunque se nutre de ellos.
Me lo explicó en esa carta Susana, la amiga muy querida de mis viejos que conocí bien –de ráfagas de amor- en los últimos 10 o 15 años. “Hay que meterse muy adentro y recordar y recordar y entonces algunas emociones van saliendo y uno intenta volver atrás y recordar por qué sentía de esta manera o de tal otra, cómo eran las charlas, sus gestos, su voz, cómo caminaba, el movimiento de sus manos, de qué cosas hablabamos, quiénes nos rodeaban, cuál era la interacción entre nosotros, entre nosotros y los demás.
Y para lograr eso hay que llevar la cabeza a esos años, a esos lugares, a esas caras. Y luego está la duda que surge permanentemente: ¿recuerdo yo esas cosas o me las contaron? ¿cuáles son los recuerdos que tengo de lo que viví YO, de mis experiencias, no de las ajenas que a veces se incorporan sin darnos cuenta?”.
En 2004, 64 años después de su nacimiento en Barrio Norte, mi hijo Vicente eligió el mismo día que ella para nacer en Almagro: 23 de setiembre, casi con la primavera. Desde entonces, cada vez que él cumple años me acuerdo de mi vieja pero de otra forma. Brindo por ella y me animo a festejar también su cumpleaños junto con el de mi hijo, invitando a la gente que quiero a ser parte de ese brindis. Para él también escribo estas líneas, como parte de esa charla que vamos teniendo y habla de nuestra historia.
*Texto publicado en la revista Haroldo (http://revistaharoldo.com.ar/). La versión original de este texto fue publicada en Semblanzas de los abogados y abogadas detenidos desaparecidos y asesinados entre 1970 y 1983 en Argentina, editado por la  Defensoría del Pueblo de la Ciudad.

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