Yo amo, sin embargo, el dolor y hasta el remordimiento, porque me devuelven la conciencia de mí mismo. Así termina de escribir Mansilla su excursión a los ranqueles. Así también podría haberla empezado: con un elogio de la pasión. La vivencia afectiva es en Mansilla la condición –el soporte material y primero– de todo su pensamiento. La razón que despliega cuando escribe tiene por fundamento un cuerpo que vive y sufre. Tiene por fundamento un coraje: asumir su historia, poner en juego lo más propio. Esta audacia, esta especie de imprudencia, lo llevó a derribar los consensos políticos y estéticos de su época. El coraje es lo que le permite a Mansilla señalar en la realidad social lo que esta negaba de sí: la otredad radical encarnada bajo la figura del indio.
Escribir, se dice, es volcar en el papel lo que el paso del tiempo sedimentó en cada uno. Mansilla da sin embargo un paso más. Su crónica de los ranqueles no es mera condensación de lo vivido, sino experiencia de un retorno de la experiencia. De su excursión a Leubucó, también de Europa y América; un regreso luego de haber vivido como un marqués en París y como un guaraní en el Paraguay. Ese coronel extravagante, que dice dormir mejor en la pampa que en algunos hoteles porteños, no deja de afirmar que la civilización y la libertad han arrasado todo. Que aquella barbarie refinada que los doctores llaman civilización no es más que una ceguera voluntaria de los grandes centros urbanos.
Es por este motivo que Mansilla emprende su expedición. Para mostrarles a los que se refugian en los barrios cultos de Buenos Aires esas tierras de las que tanto hablan, esa patria a la que tanto dicen amar. Pero también viaja para hacer justicia con su propio destino. Su excursión es una venganza contra las clases políticas que lo excluyeron del lugar que, según creía, debía ocupar. Es el suyo un coraje con venganza, un arrojo con recelo. Ese entramado de pasiones fuertes, indelebles, le permite iniciar un camino en el que irá destruyendo el imaginario urbano del desierto argentino. A lo largo de su crónica, Mansilla invierte la dicotomía inaugurada por Sarmiento, cuestionando la erudición civilizada bajo el fondo bárbaro de la experiencia in situ. El tacto, el oído, el sabor y el olor de la Tierra Adentro son aquello que el coronel –quien se soñara a sí mismo como el Napoleón de los ranqueles– se dispone a indagar. Pero no sólo eso: indaga también el olor y el sabor de los repliegues del corazón ajeno. Hay un más allá y un más acá de la geografía; hay un más allá y un más acá del corazón. Y es esta doble barbarie, esta doble civilización, la que el coronel explora a lo largo del camino.
En medio de la necedad y la necesidad de esta expedición pacificadora, Mansilla cuenta algunas historias. Sus narraciones recuperan las voces de los gauchos cuyas cadencias encuentran un eco simpático en el corazón. Son historias que evocan el aire fresco con el que Mansilla anima, entre mate y mate, el transcurrir de los fogones, que retratan mundos y ambientes que la erudita Buenos Aires del siglo XIX no incorpora en su literatura. Odios, celos, venganzas, miedos; la tristeza de una ceremonia militar donde los “¡presente!” renacen como un alivio en el pecho. Las historias de los gauchos trasladan en su voz la elocuencia del dolor.
No es una ficción, sin embargo, lo que Mansilla relata cuando escribe. Es una crónica. Su pluma no inventa lo artificial. Recoge sabores, aromas y voces. La barbarie, ahora puesta en el más acá, se funde con el más allá de la civilización en una crónica que pareciera, por momentos, rozar el género fantástico. El deseo de ver con los propios ojos aquella tierra que, dicen, se encuentra adentro, se conjuga con las penas y los placeres del día a día. Y así se encuentra con otros mundos dentro del mundo a inspeccionar.
Por eso el coronel se sumerge en aquella prolongación del corazón que llamamos lenguaje. Quiere aprender todo sobre los ranqueles: sus palabras, sus ceremonias, su numeración. Mansilla busca en Leubucó lo que María Rosa Lojo llamó las seducciones de la barbarie: la realidad, la libertad y el placer. Pero no cualquier realidad, ni cualquier libertad, ni cualquier placer. Lucio Mansilla, quien fuera un dandy en París, disfruta de comer sentado en el piso abrazado, entre eructo y grito, a una comunidad de hombres que no es la suya.
El indio, el gran otro del siglo XIX argentino, no es para él una otredad radical. Esta disruptiva percepción social es la que le permite asumir una de las vivencias fundamentales que atraviesa su excursión: la empatía. Esa capacidad de alojar el corazón ajeno en el propio cuerpo es el insumo fundamental del que se sirve Mansilla para relacionarse con la vida ranquel. León Rozitchner decía que no sabe el que quiere saber, sino el que se atrevió a sentir el sufrimiento ajeno como propio. Esta relación entre empatía y pensamiento nos permite dar un paso más. Decía que en Mansilla, el afecto vivido aparece como condición para el despliegue de sus ideas, para el despliegue de su razón. Podemos agregar ahora que es la empatía, en tanto mímesis sensible, la que da lugar a su pensar. Hay una participación afectiva de Mansilla en esa realidad ajena que le permite animar en su cuerpo los misterios del corazón ranquel.
Para que la empatía sea posible, para que el afecto imaginado en el otro sea vivido como propio, ese otro no puede ser nunca una otredad radical. Debe ser, con sus diferencias, un semejante. Así aloja Mansilla dentro suyo a la vida ranquel. Esta capacidad de hacerse otro es su principal ruptura con la tradición que, a grandes rasgos, podríamos llamar sarmientina. Esta ruptura es antes afectiva que retórica, antes sensible que gnoseológica. El indio, al igual que el gaucho, son concebidos como semejantes y, por lo tanto, como seres con las mismas penas y alegrías que el coronel.
Las ideas no se matan pero se las deja morir si no hay un cuerpo que las anime. León Rozitchner decía que para no sentir el dolor ajeno como propio hubo antes que convertir al corazón en una tumba helada donde el cuerpo del otro aparece como muerto. El cuerpo insensible, señala, lleva en sus entrañas dos muertes: la propia y la ajena. Así se constituye una otredad radical: una vida a la que se le negó el cobijo en el propio cuerpo. Una vida que fue asesinada en la imaginación sensible de cada quien. A partir de esta negación, las personas pueden –a veces los tiempos históricos lo exigen– seguir adelante sin sentir. Desde que nacemos hasta que morimos, otros respiran el mismo aire que nosotros, transitan por el mismo barro. Para no sentirlos, fue necesario eliminarlos como semejantes en la imaginación: darle muerte en uno mismo a esa vida cálida que el otro encarna.
Hay, sin embargo, cierta ambigüedad en el modo en que Mansilla empatiza con los ranqueles. Es la inevitable ambivalencia del otro en uno, con sus resonancias y disonancias. Pero, en definitiva, es el resultado esperable del encuentro con alguien que no es visto como una otredad radical, y con el que, sin embargo, tampoco hay una plena identificación. Los indios ranqueles no son para Mansilla un diverso indiferente ni tampoco un opuesto desde el que se constituye la propia identidad. Es otra la relación que el escritor, devenido militar, establece con ellos. Sin indiferencia ni oposición, reconstruye en su relato la tensión que le produce el encuentro con esa misteriosa otredad. Ese yo extravagante, erudito y a la vez salvaje, que el coronel elabora con su prosa, es el lugar donde anima la verdad de los ranqueles.
Mansilla, partiendo desde lo más íntimo, supo narrar lo que su época no podía ver: la belleza lúcida y misteriosa de la vida ranquel. Recuperó situaciones, personajes, costumbres, y les dio una voz. La suya: la voz viril y dulce de Mansilla. En ese ir y venir de vivencias, de silencios y de historias, construyó una atmósfera suave y fresca que ventila una época con su lenguaje. El lenguaje en Mansilla no es un recurso, ni un estilo, ni una forma. Es el medio mismo de su pensamiento.
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En casi dos meses se acabó el mundo. Fue en el invierno de 1879, casi diez años después de la excursión. De aquel universo de historias y misterios no quedó ni la tumba de Mariano Rosas. Mansilla, quien hiciera de sus ojos el insumo de su pluma, moriría ciego en el civilizado otoño de París.
ENGENDROS. Pedro Yagüe // Hecho Atómico Ediciones